– En una megatienda de bricolaje. -Volvió a apretar los labios-. Estoy a cargo de la sección de ferretería. Mi jefe es un chico al que le doblo la edad. Mi esposa trabaja de secretaria y hace arreglos de costura para llegar a fin de mes. No somos ricos, pero tampoco cometimos esta atrocidad.
– Señor Dougherty, ¿se le ocurre alguien que, concretamente, tuviera un motivo de resentimiento contra usted y su esposa? -preguntó Mia y el hombre le sostuvo la mirada sin pestañear.
– ¿Además del chalado que nos demandó? -Negó con la cabeza-. No. Lo cierto es que apenas nos relacionamos con la gente.
– Según los vecinos, cambió las cerraduras de todas las puertas de su casa -comentó Solliday.
Mia miró al detective, cuya expresión era indescifrable.
– Tuvo que ser Emily Richter -espetó el señor Dougherty-. Es la peor de las entrometidas. Siempre que se iban, mis padres le pedían que vigilase la casa, pero yo no quería que entrara en mi hogar.
– Habría revisado nuestras cosas -apostilló la señora Dougherty-. Además, le habría hablado a todo el mundo de nuestra situación económica. Se molestó cuando adquirimos la casa a un precio tan ajustado.
Mia sacó la libreta y preguntó:
– ¿Cómo se llama el chalado que los demandó?
El señor Dougherty miró por encima del borde de la libreta de la detective antes de responder:
– Reggie Fagin. ¿Por qué?
Mitchell sonrió.
– Simplemente hago preguntas que tal vez más adelante me permitirán ahorrar tiempo.
– No nos ha dicho en qué momento podemos entrar en casa -apostilló el señor Dougherty.
– Se lo permitiremos lo antes posible -afirmó Mia sin dar una respuesta concreta. Aunque le parecieron sinceros, de todos modos prefirió comprobarlo-. ¿Tienen algo de valor que, provisionalmente, quieran que guardemos?
– El álbum de fotos de la boda -respondió la señora Dougherty-. De momento no se me ocurre nada más.
De repente la expresión del señor Dougherty cambió.
– Hummm… Tenemos un arma guardada en la planta alta, en el cajón de la mesilla de noche. Está registrada -añadió a la defensiva.
Sorprendido, Solliday alzó la cabeza.
– No encontré armas registradas a su nombre.
Mia miró al teniente, ya que no se imaginaba que lo hubiera investigado.
– Está registrada a nombre de Lawrence, mi apellido de soltera -precisó la señora Dougherty-. La compré antes de casarnos. Es del calibre veintidós y no me gustaría que cayese en manos equivocadas.
– Discúlpennos un momento -pidió Mia y le hizo señas a Solliday con la cabeza.
Reed la siguió con la mandíbula rígida.
– No, no encontré arma alguna -murmuró antes de que la detective pudiera plantear la pregunta-. Debo añadir que he mirado en el cajón de la mesilla de noche.
– ¡Mierda! Tal vez el asesino llevó su arma y después encontró la de los dueños de la casa.
– Quizá Caitlin la encontró mientras estudiaba arriba y el pirómano se la arrebató durante el forcejeo. Tal vez se presentó desarmado. Lo de Caitlin también podría haber sido un accidente porque estaba en el lugar y a la hora equivocados.
– Todo se complica -protestó Mia y se volvieron simultáneamente hacia el matrimonio que esperaba-. No hemos encontrado armas. Denunciaremos su desaparición.
El señor y la señora Dougherty se miraron y, asustados, observaron a los investigadores.
– ¿Mataron a Caitlin con nuestra arma? -preguntó el señor Dougherty en tono grave.
– No lo sabemos -replicó Solliday-. ¿Estaba cargada?
Estupefacta, la señora Dougherty asintió.
– La tenía cargada y con el seguro puesto. Nunca he disparado con ella, salvo en el campo de tiro, y fue hace… fue hace años.
– ¿Conocen a una mujer llamada Penny Hill? -inquirió Mia.
Los Dougherty negaron con la cabeza.
– Lo siento, pero ese nombre no me suena -respondió el señor Dougherty-. ¿Por qué lo pregunta?
– Simplemente por preguntarlo. -Mia volvió a sonreír para tranquilizarlos-. Es posible que en un futuro me resulte útil.
– Intentaré encontrar el álbum con las fotos de la boda. ¿Algo más? -inquirió Solliday.
– Sé que, después de lo que le ha ocurrido a Caitlin, esto sonará fatal… -La mirada de la señora Dougherty reveló una mezcla de ansiedad y culpa-. Percy, mi gato persa blanco, estaba en casa. ¿Lo han…? -Respiró hondo-. ¿Lo han encontrado?
La compasión iluminó los ojos oscuros de Solliday.
– No, señora, no lo hemos visto. Si aparece le avisaremos. Detective, enseguida vuelvo.
Mia se volvió hacia la pareja y preguntó:
– ¿Dónde se hospedan?
– Por ahora estamos en el Beacon Inn. -La sonrisa fugaz del señor Dougherty no mostró la menor alegría-. Supongo que no podemos salir de la ciudad.
– De momento sería mejor que el teniente o yo podamos contactar con ustedes siempre que los necesitemos -reconoció Mia con tono neutral-. Aquí tienen mi tarjeta. Llamen si se les ocurre algo.
– Detective… -La señora Dougherty se mostró indecisa-. Los Burnette… Ellen es amiga mía. ¿Cómo están?
– Como cabe esperar dadas las circunstancias.
– No puedo ni imaginarlo -murmuró.
Permanecieron en silencio a la espera de Solliday. Transcurrieron varios minutos y Mia frunció el ceño. Pensó que el teniente ya tendría que haber regresado. Reed había insistido en que, tal como estaba, la estructura de la casa era muy peligrosa, pero Mitchell no oyó nada que indicase que el techo le había caído sobre la cabeza. De todas maneras…
– Si me permiten… -dijo Mia. Se detuvo en la mitad de la calzada de acceso y abrió desmesuradamente los ojos cuando Solliday asomó desde el fondo de la casa-. ¿Qué diablos es eso?
Solliday hizo una mueca mientras observaba el bulto mugriento que sostenía con el brazo estirado.
– Bajo esta capa de suciedad hay un persa blanco. Estaba escondido en medio del barro, junto a la puerta trasera de la casa.
Mia sonrió al ver la expresión de asco de Solliday.
– Es todo un gesto por tu parte.
– No. Soy un malvado odioso. Cógelo. Apesta.
– Ni lo sueñes. -Mitchell rio-. Soy alérgica a los gatos sucios.
– Mis zapatos también están sucios -se quejó Reed y Mia volvió a reír.
La detective se dirigió a la señora Dougherty:
– Al parecer, el gato pródigo ha aparecido. ¡Caramba! -exclamó al tiempo que, llena de expectación, la señora Dougherty se acercaba a la carrera-. A partir de ahora, este gato es una prueba.
– ¿Cómo dice? -preguntaron los Dougherty a la vez.
Solliday se limitó a poner cara de pocos amigos y a mantener el gato lo más lejos posible de su gabardina.
Mia recobró la seriedad.
– Quien provocó el incendio dejó salir al gato o Percy escapó cuando el pirómano entró o salió de la casa. Nos lo llevaremos, lo bañaremos y lo examinaremos. Con un poco de suerte encontraremos una prueba material. En caso contrario, se lo devolveremos lo antes posible.
– Probablemente tiene hambre -advirtió la señora Dougherty y se mordió el labio inferior.
– Le daremos de comer, ¿no es verdad, teniente? -preguntó Mia al tiempo que intentaba contener la risa.
Solliday entornó los ojos en una actitud que le prometía un justo castigo a la detective.
– Por supuesto. -Reed sostuvo un álbum acolchado que en el pasado había sido blanco-. Las fotos de la boda están impregnadas de agua, pero es posible que un restaurador consiga salvar al menos algunas.
La señora Dougherty dejó escapar un estremecido suspiro.
– Muchas gracias, teniente.
Solliday suavizó la expresión.
– No hay de qué. Tenemos que encontrar una caja para Percy. No quiero que destroce el todoterreno.
Martes, 28 de noviembre, 9:25 horas
Thad Lewin había vuelto. Brooke se apoyó en el escritorio mientras veía a los alumnos ocupar sus sitios. Mike arrastró su silla hasta el fondo, Jeff remoloneó y Manny guardó silencio. De todas maneras, fue a Thad a quien vigiló. Habitualmente era un chico tímido, pero ese día lo notó distinto: estaba cabizbajo y arrastraba los pies. Tomó asiento con gran cuidado. Brooke parpadeó, pues no le gustó nada la imagen que comenzó a formarse en su mente. Miró de soslayo a Jeff, que hizo una mueca con una actitud de cruel diversión que le heló la sangre.