Reed exhaló poco a poco.
– Quiso hacerla sufrir y la quemó viva.
– ¿Cuánto tiempo estuvo consciente? -inquirió Mia con los dientes apretados.
– ¿Sin drogas? Unos minutos, es difícil calcularlo.
– Tiene las manos intactas -dijo Reed-. ¿Las ha examinado?
– Sí, pero no he encontrado nada. Si lo arañó, no arrancó piel.
– ¿Ha estudiado su dentadura? -inquirió Mitchell.
El forense negó con la cabeza.
– Todavía no, pero lo haré.
Mitchell soltó una bocanada de aire.
– ¿Qué clase de instrumento cortante buscamos?
– Muy afilado y probablemente no es de sierra. No hay pruebas de que serrara, solo de corte.
La detective se alejó del cadáver.
– Tenemos que averiguar si han desaparecido cuchillos de casa de Penny Hill. Espero que la hija sepa lo que su madre tenía en la cocina.
Reed consultó la hora.
– Supongo que la administrativa ya habrá recogido los expedientes de los casos de Burnette. Vayamos a Servicios Sociales, retiremos los archivos de Hill y cotejemos los datos.
Mia echó un último vistazo al cuerpo de Hill, apretó los dientes y masculló:
– De acuerdo. Averigüemos quién odiaba tanto a Penny Hill como para hacerle esto.
Martes, 28 de noviembre, 15:15 horas
Aunque el brazo le latió, Mia aguantó y no soltó la caja con los expedientes de los Servicios Sociales. Solliday acarreó la caja más pesada y adoptó una expresión tan seria y descarnada como debía de serlo la de la detective. Daba la sensación de que sus estados de ánimo se habían combinado y creado una nube oscura. Al salir del depósito de cadáveres, Mitchell se sentía terriblemente contrariada y también muy vacía.
Penny Hill había sido muy querida. La pena mostrada en las oficinas de los Servicios Sociales resultó palpable. Los teléfonos sonaron y los trabajadores sociales realizaron sus tareas cotidianas, pero reinaba un silencio especial, como el que se impone en la iglesia antes de un funeral o en la tumba tras el entierro.
La puerta del ascensor se abrió y Mia entró en su oficina, sin dejar de contar los segundos que faltaban para dejar la caja, pero frenó en seco al ver que su escritorio estaba atiborrado. Por su parte, el de Abe seguía ordenado e inmaculado, pues no había ni una carpeta a la vista.
– Dios me salve de las empleadas picajosas -masculló la detective.
Stacy se había molestado porque Mia no había apreciado lo suficiente el esfuerzo que había hecho de ordenar el escritorio… motivo por el cual en ese momento ni siquiera lograba ver la mesa. Sin pronunciar palabra se dirigió a su escritorio y depositó la caja en el suelo.
Con más tranquilidad, Solliday apoyó la caja que llevaba en el escritorio de Abe y tomó asiento en su silla.
Sin poder reprimir el reflejo, Mia estiró la mano y de su garganta escapó un grito de protesta:
– ¡No! -Solliday levantó la cabeza y cuando sus miradas se cruzaron la detective se ruborizó-. Disculpa. Ha sido una tontería.
El teniente sonrió.
– Te prometo que no apoyaré mis sucios zapatos en su escritorio -replicó y su tono irónico llevó a Mia a sonreír al tiempo que se sentaba.
– Perdona. Abe querría que estuvieras cómodo. Lo que ocurre es que hace mucho que no estoy tan cansada.
– Lo sé. Hemos pasado en vela casi toda la noche y después… bueno, después, esa clase de dolor. -Solliday sacó una pila de carpetas de su caja-. Ese sufrimiento te deja prácticamente sin alma.
Mia parpadeó.
– Solliday, lo que acabas de decir es extraordinariamente poético. Me refiero… me refiero a un poema de verdad, nada que ver con «los raperos matones».
Reed clavó la mirada en las carpetas.
– ¿Cómo quieres hacerlo? -preguntó.
Picada por la curiosidad, Mia se echó hacia delante y vio que las mejillas del teniente estaban encendidas.
– Solliday, te has ruborizado.
El teniente ladeó la cabeza, se negó tercamente a mirarla y Mitchell se sintió encantada.
– Propongo que repasemos los expedientes a los que el jefe de Hill atribuyó más importancia -dijo Reed.
– Sí, claro. Te refieres a los numerosos pirómanos que Penny Hill intentó colocar en hogares de acogida. Tenemos que hacerlo sistemáticamente porque, de lo contrario, jamás encontraremos una conexión. ¿Qué tal si apuntas los nombres que aparecen en los archivos de Hill y yo hago lo mismo con los de Burnette? Dentro de una hora paramos y los comparamos. -Mia miró las cajas con cara seria-. Me gustaría saber por dónde empezar.
Solliday se llevó la mano al bolsillo y sacó un frasco de analgésicos.
– Empieza por esto. De solo mirarte me duele todo. Has acarreado la condenada caja como si no tuvieses un agujero en el hombro.
Reed le lanzó el frasco por encima de los escritorios y Mia lo cogió.
– ¿Siempre eres tan maternal? -quiso saber la detective.
Solliday se sorprendió.
– No. En todo caso, soy paternal. ¿Por qué solo las madres consiguen que os toméis las medicinas?
– Porque… -Mitchell se mordió la lengua. «Porque los padres son el motivo por el cual hay que tomar medicinas. Las madres te dan una pastilla y te piden que dejes de provocarlo». Cogió la primera carpeta y comenzó a leer-. Pongamos manos a la obra, ¿de acuerdo?
Mia notó que Solliday no le quitaba ojo de encima, aunque al final permaneció en silencio, se acomodó en la silla de Abe y se puso a leer.
Martes, 28 de noviembre, 16:00 horas
Bart Secrest era un hombre de aspecto temible, una especie de Don Limpio, pero con cara de malo. Su despacho era oscuro y austero y no había una sola foto u objeto personal que suavizase su imagen.
Brooke aceptó la silla que le ofreció.
– Señorita Adler, ha hecho lo correcto -afirmó Secrest sin más preámbulos.
– No he querido molestar a Julian.
El consejero escolar se había puesto furioso al enterarse de que habían registrado la habitación de Manny.
– Julian lo superará -añadió Bart en un tono que llevó a Brooke a pensar que esos dos no se llevaban demasiado bien-. Señorita Adler, atinó al preocuparse por Manny Rodríguez.
– ¿Han encontrado algo?
El encargado de seguridad asintió y repuso:
– Unos cuantos artículos de prensa sobre incendios.
– ¿Sobre incendios locales, como los de las dos noticias que le vi recortar?
– No, esos fueron los únicos artículos locales. Los que encontramos se refieren a las maneras de provocarlos.
– ¡Santo cielo! ¿Coleccionaba artículos sobre cómo encender fuegos?
– Así es. -Secrest se acomodó en la silla-. También encontramos una caja de cerillas en una zapatilla. Evidentemente la introdujo de forma clandestina.
Brooke frunció el entrecejo.
– Pero si estamos encerrados. ¿Es posible entrar algo de tapadillo?
– Señorita Adler, hasta los castillos tienen un punto débil.
La joven parpadeó.
– ¿Cómo dice?
La sonrisa de Bart fue efímera y le dio aspecto de malvado.
– Toda institución, incluso esta, tiene un conducto que permite el contrabando. Le aseguro que lo encontraré.
Secrest se puso en pie y Brooke dedujo que el encuentro había tocado a su fin.
– Muy bien, buenas tardes.
La respuesta de Bart fue una fugaz inclinación de cabeza y Brooke salió. Había doblado el recodo que conducía a la entrada principal cuando oyó que pronunciaban su nombre. Julian se había asomado a la puerta de su despacho con cara de pocos amigos.
– Brooke, ¿qué demonios has hecho?
Convencida de que había hecho lo correcto, la joven enderezó la espalda. Hasta Bart Secrest opinaba que había obrado bien.
– Julian, avisé que había detectado una conducta sospechosa, tal como tendrías que haber hecho tú.
Julian se acercó hasta que prácticamente la pisó. Se inclinó, invadió el espacio de la profesora y le hizo cosquillas en la nariz con el olor a tabaco de pipa que impregnaba su chaqueta.