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– ¡Eres una insolente y pequeña…! -El consejero siseó apretando los dientes-. ¡Ni se te ocurra decir lo que tendría que haber hecho! ¡Has echado a perder meses de avances con el chico! ¡Varios meses! Gracias a ti, la confianza que había desarrollado con Manny se ha esfumado.

A Brooke el corazón le latía con tanta fuerza que pensó que Julian lo oiría. Era un hombre corpulento, estaba demasiado cerca y respiraba su aire. De todos modos, levantó la barbilla y lo miró con actitud desafiante:

– Dijiste que no prendería fuego en el centro.

– Y no lo ha hecho.

La profesora meneó la cabeza.

– Secrest encontró cerillas en su habitación.

Julian entrecerró los párpados.

– Eso es imposible.

– Habla con Secrest. Te lo dirá. Manny podría haber provocado un incendio y todos los internos y profesores habríamos corrido peligro. Por mucho que no te guste, he hecho lo correcto.

Temblorosa de la cabeza a los pies y satisfecha de no haber cedido y pedido disculpas, Brooke caminó hasta su coche y respiró hondo al tiempo que se abrochaba el cinturón. Cogió con mano trémula los artículos que había fotocopiado los dos últimos días: el del Trib del lunes y el del Bulletin del día. Se referían a dos incendios locales, en los que había habido un par de víctimas. Esa mañana, en plena clase, habían ido a buscar a Manny, que estaba inquieto y abstraído. En su habitación habían encontrado cerillas.

Era imposible que Manny hubiese participado en dichos incendios. No podía salir del centro de internamiento. De todos modos, alguien se las había ingeniado para introducir cerillas. Las noticias de los incendios eran los únicos artículos locales que el muchacho había recortado. ¿Qué volvía tan especiales dichos incendios? ¿Acaso Brooke había vuelto a encender la compulsión de Manny y habría bastado con cualquier artículo de periódico sobre un incendio?

Brooke dio un respingo. «Encender», pensó, y llegó a la conclusión de que no había elegido las palabras adecuadas. En esos incendios habían perdido la vida dos personas. Sería incapaz de conciliar el sueño mientras le preocupase la posibilidad de que, de alguna manera, era… era «responsable», aunque tampoco se trataba de una palabra bien elegida. Preferiría suponer que estaba «relacionada». Debía averiguar si Manny estaba relacionado con los incendios y, a través de él… también ella.

Podía llamar a la policía, que sería lo más sensato, pero lo más probable es que sus temores fueran completamente absurdos y no existiese la más mínima relación. Para la policía representaría una búsqueda inútil, lo cual también sería contraproducente.

En el caso de que hubiera una relación, tendría que comunicárselo a la policía y solo había una manera de averiguarlo. El segundo incendio se había producido en un barrio cercano al centro. Decidió ver los resultados con sus propios ojos.

Martes, 28 de noviembre, 16:15 horas

– Mia… ¡Mia!

La detective dio un brinco, apartó la mirada de los expedientes de Burnette y parpadeó con rapidez a fin de enfocar a Solliday. «¡Mierda!» Se había quedado frita sentada en su escritorio.

– ¿Estás a punto para cotejar nombres?

Reed negó con la cabeza.

– Tenemos compañía -murmuró el teniente. Una mujer con los ojos enrojecidos e hinchados atravesó las oficinas de Homicidios-. Coincide con la descripción de la hija de Hill.

Totalmente despierta, Mia se puso de pie. La mujer llevaba en la mano un ejemplar del Bulletin.

– Soy Margaret Hill y busco a la detective Mitchell, que me ha dejado un mensaje.

– Soy la detective Mitchell. Supongo que ha venido por su madre.

– Entonces, ¿es cierto? -musitó la mujer y esgrimió el periódico-. ¿Es cierto lo que dicen de mi madre?

– Señorita Hill, lo siento. Vayamos a un sitio donde podamos hablar en privado.

Mia la condujo a un pequeño despacho contiguo al de Spinnelli. Sin soltar el diario, Margaret Hill se dejó caer en la silla y cerró los ojos. Solliday entró y cerró la puerta.

– Señorita Hill, lamento que haya perdido a su madre. Le presento al teniente Solliday, que trabaja para la oficina de investigaciones de incendios. Investigamos la muerte de su madre.

Margaret asintió y se enjugó las lágrimas con las yemas de los dedos. Solliday dejó una caja de pañuelos de papel en el regazo de la mujer y se apoyó en el borde de la mesa, de tal modo que Margaret quedó entre ambos.

– Señorita Hill -dijo Reed en un tono tan suave que a Mia se le hizo un nudo en la garganta-. Seguramente sabe por el periódico que anoche se incendió la casa de su madre.

Margaret levantó la cabeza y las lágrimas rodaron por sus mejillas.

– Dice… el periódico dice que la policía sospecha que la asesinaron.

– Así es, señorita -confirmó Solliday y Margaret rompió a llorar.

– Perdonen… -musitó la mujer-. No puedo… ¡Dios mío! ¡Ay, mi madre!

Mia le cogió la mano.

– ¿Su madre le comentó si estaba preocupada por algo o por alguien?

Margaret hizo denodados esfuerzos por controlarse.

– Mi madre era trabajadora social y durante veinticinco años cada semana se ocupó de salvar a menores con madres desequilibradas y padres maltratadores.

– ¿Se preocupaba por esos padres? -preguntó Solliday.

– En realidad, no. A veces le inquietaba visitar sus casas. Una vez le dispararon y estuvo a punto de morir. Me alegré mucho de su decisión de retirarse y pensé que, por fin, podría dormir por la noche.

– ¿No dormía? Acaba de decir que los padres no le inquietaban -añadió Mia.

– Y así era. -La sonrisa de Margaret fue de amargura-. Le aterrorizaba la posibilidad de que algo se le pasara por alto. Si se le escapaba un detalle, un menor se vería afectado. Mi madre solía despertarse gritando en plena noche. Las cosas empeoraron después de que le dispararon. Entonces pensamos que la habíamos perdido. Yo solo tenía quince años.

– ¿Qué sucedió con el agresor?

– Lo condenaron y encarcelaron. A mi madre solo la hirió, pero mató a su esposa.

– ¿Sigue en prisión?

– Supongo que sí. En el caso de que salga tienen que avisarnos.

Mia tomó nota.

– Señorita Hill, ¿alguien tenía un problema personal con su madre?

Margaret asintió antes de responder:

– Mi ex marido quería matarla.

Solliday enarcó las cejas e inquirió:

– ¿Por qué?

– Porque finalmente mi madre me convenció de que lo dejase. Hace dos meses pedí el divorcio. Mamá podría haber recitado «ya te lo decía yo», pero no lo hizo.

– ¿Por qué se separó? -preguntó Mia y Margaret se arremangó. Solliday no pudo refrenar un respingo. Los brazos de la mujer estaban cubiertos de pequeñas cicatrices redondas: quemaduras de cigarrillo. Mia apretó los labios-. Está bien, ya me ha respondido.

– Señorita Hill, ¿dónde está su ex marido? -preguntó Solliday con voz tensa.

Mia notó que el teniente estaba muy indignado, aunque se controló, lo que consideró positivo.

– En Milwaukee.

Mia bajó las mangas del abrigo de Margaret.

– ¿Su madre estaba al tanto de los malos tratos?

– Durante una temporada logré ocultarlos, pero al final los descubrió.

– ¿Cómo reaccionó su ex marido al darse cuenta de que usted se había ido?

– Doug intentó entrar por la fuerza en casa de mi madre, que lo amenazó con llamar a la policía. Se largó sin dejar de maldecirla. Yo permanecí oculta en el cuarto trasero. Por lo visto, acabé huyendo de Doug tal como escapé de mi madre.

Solliday arrugó el entrecejo.

– ¿A qué se refiere?

– La relación entre mi madre y yo fue difícil. Supongo que me casé con Doug simplemente para castigarla. La autoritaria trabajadora social era incapaz de controlar a su propia hija. Es imposible que lo entiendan.