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Los ojos azules de Mia transmitieron comprensión.

– ¿Falleció?

– Sí.

Esa escueta palabra vibró con una cólera que lo sorprendió aunque, de momento, Reed no supo con quién estaba más enfadado.

– Lo siento sinceramente -dijo Mia y suspiró.

Reed también lo lamentaba.

– Sucedió hace mucho tiempo. -Solliday suavizó el tono de voz-. Mia, por favor, vete a casa.

La detective asintió.

– De acuerdo. Me iré a casa.

Su respuesta había sido demasiado afable y no hacía falta un investigador para saber que Mia no le haría caso.

Algo perverso asaltó a Reed. Esa mujer se las ingeniaría para que la matasen y, maldita sea, empezaba a caerle estupendamente bien. Comprendió por qué Spinnelli tenía tan buena opinión de ella. No le quedó más remedio que reconocer que Mitchell había despertado su curiosidad.

Solliday esperó a que la detective se alejara y la siguió. En el primer semáforo tuvo claro que no lo había detectado y que debía de estar agotada. Cogió el móvil, dijo «casa» y esperó a que el reconocimiento de voz cumpliese su función.

– Hola, papá -saludó Beth.

Solliday se sobresaltó porque aún había momentos en los que el identificador de llamadas le sorprendía.

– Hola, cielo. ¿Cómo ha ido la escuela?

El semáforo se puso en verde y Mitchell arrancó sin intentar quitárselo de encima. De momento, todo iba bien.

– Sobre ruedas. ¿Cuándo estarás en casa?

– Tardaré un rato. Ha habido novedades en el caso que investigo.

– ¿Qué has dicho? Aseguraste que me acompañarías a casa de Jenny Q para ver a su madre y así este fin de semana podré asistir a la fiesta. ¿Lo has olvidado?

La vehemencia del tono de su hija lo desconcertó.

– Bueno, también puedo ir mañana.

– ¡Pero si esta noche tengo que estudiar con Jenny!

Reed tuvo la sensación de que su hija escupía las palabras.

– Beth, ¿qué te pasa?

– Lo que me pasa es que me fastidia que no cumplas tu palabra. ¡Vaya!

Solliday tuvo la sensación de que su hija refrenaba un sollozo, se inquietó y se irguió en el asiento. ¡Otra vez las hormonas! Nunca recordaba cuál era la semana en la que tenía que ser más cuidadoso que nunca.

– Cielo, no te preocupes. Si para ti es tan importante le pediré a la tía Lauren que te acompañe.

– Está bien. -Beth se estremeció y suspiró-. Lo siento, papá.

Reed parpadeó.

– No te preocupes, cielo. Ponme con tía Lauren.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lauren al cabo de un minuto.

– Este fin de semana Beth quiere ir a una fiesta a casa de su amiga y quedé con ella en ver esta noche a su madre, pero trabajo hasta tarde. -Se trataba de una pequeña mentira, de una mentira piadosa, y se sintió contrariado, pero no hizo ademán de emprender el regreso-. ¿Puedes llevarla esta noche e interrogar a la madre?

– ¿Tengo que utilizar los focos más potentes y las mangueras de goma?

Solliday rio entre dientes.

– No fastidies. No sé a qué hora volveré.

– Reed, ¿estás investigando el incendio en el que murió la trabajadora social?

Solliday puso mala cara.

– ¿Cómo lo sabes?

– Los telediarios no hablan de otro tema. Por favor, pobre mujer.

– ¿A qué telediarios te refieres?

– Al local. Fue una de las noticias principales. ¿Quieres que te grabe el de las diez?

– Me encantaría. Recuerda que Beth tiene que estar en casa a las nueve.

– Reed, hace mucho tiempo que me ocupo de tu hija -puntualizó Lauren con paciencia-. No deberías preocuparte por mi manera de cuidar a Beth, sino por la posibilidad de que me case.

– ¿Tienes previsto celebrar un gran bodorrio en un futuro inmediato? -bromeó el teniente.

– Hablo en serio. El día menos pensado me iré y tendrás que buscarme una sustituta.

– Vaya, de modo que estás hablando de que salga con alguien.

Lauren era experta en soltar indirectas.

– Encontrar a una buena esposa es mucho más fácil que contratar a una buena niñera. Mi reloj biológico empieza a funcionar y tengo que encontrar marido antes de que los cojan a todos. Hablaremos más tarde.

Reed colgó y frunció el ceño. Se preguntó qué haría con Beth cuando Lauren abandonase el nido. Sabía que no estaba dispuesto a casarse solo para conseguir una criada y niñera que viviese en casa. Ya había tenido un buen matrimonio y nada lo convencería de aceptar algo inferior. Divagó mientras seguía el coche de Mia Mitchell y recordó a Christine. Había sido la esposa perfecta: guapa, inteligente y sexy. Suspiró y se repitió que Christine había sido sexy. Decidió dejar de divagar porque solo acababa pensando en el sexo.

Cuando estaba tan cansado le costaba controlar su mente, por no hablar de su cuerpo. Recordaba todo con gran intensidad, el semblante de la mujer y lo que había sentido al hacer el amor con ella en el silencio de la noche. Recordaba haberle acariciado la piel y el pelo, la forma en la que ella pronunciaba su nombre cuando se pegaba a su cuerpo y le suplicaba que la llevase hasta el sol. También recordaba lo que había sentido cuando ella llegaba a la cumbre y lo arrastraba consigo. Lo que recordó con más claridad fue la sorprendente paz que sentía después de hacer el amor, cuando la tenía pegada a su cuerpo.

«¡Ya está bien!», se regañó. Algo fallaba en esa fantasía, era distinta. Reed parpadeó varias veces y volvió a ver con claridad los pilotos traseros de los coches que lo precedían. «¡Caramba!» Agitado, volvió a abrir y cerrar los ojos, pero la imagen no cambió. La mujer de sus divagaciones no era alta, morena y con el cuerpo esbelto de una bailarina, sino rubia, de cuerpo fuerte y atlético, los pechos… las piernas… era distinta. No tenía los ojos oscuros y misteriosos, sino grandes y azules como el cielo en verano.

«¡Joder!» La mujer con la que había imaginado que hacía el amor no era Christine, sino Mia Mitchell. Se removió inquieto, pero la imagen de Mitchell siguió ocupando su mente. Estaba desnuda y lo esperaba. Después de haberla visto así, aunque solo fuese imaginariamente, le costaría lo suyo contemplarla desde otra perspectiva.

– Bueno, lo que me faltaba -masculló.

Hacer el amor con un recuerdo era seguro y fantasear con una mujer de carne y hueso resultaba demasiado peligroso. Por lo tanto, descartaría ese pensamiento. Podía hacerlo; ya lo había hecho con anterioridad. Para eso servía la disciplina.

Cuatro coches más adelante, Mia señaló su entrada a la interestatal en dirección sur. Solliday se dijo que, si tenía dos dedos de frente, seguiría su camino hasta la salida siguiente, daría media vuelta y regresaría a su casa. No lo hizo. Por algún motivo que ni siquiera trató de averiguar la siguió al tiempo que se preguntaba dónde acabarían.

Martes, 28 de noviembre, 19:00 horas

Depositó el jarrón lleno de flores en el mostrador de la recepción del hotel.

– Traigo una entrega, señora.

Una mujer menuda tecleaba al otro lado del mostrador. En su placa se leía Tania y debajo, en letra más pequeña, Subdirectora. De su cuello colgaba una tarjeta identificativa con foto y detrás una tarjeta que el individuo supuso que hacía las veces de llave maestra. Era precisamente lo que necesitaba.

La mujer levantó la cabeza y esbozó una sonrisa cansina antes de musitar:

– Enseguida lo atiendo.

El individuo bostezó y se acomodó las gafas de montura oscura. Solo eran gafas de lectura de diez dólares, pero le daban otro aspecto. Si a ello sumaba la peluca de pelo largo que había comprado por una cifra modesta, la diferencia bastaría para engañar a la cámara de seguridad.

– Tarde lo que necesite.

– Veo que trabaja hasta tarde -comentó la mujer con actitud comprensiva.

El bostezo del individuo había sido de verdad. Últimamente había trabajado hasta muy tarde un par de noches.

– A última hora recibimos varios pedidos, aunque esta es mi última entrega de hoy. Necesito irme a casa.