Reed notó que le ardían las mejillas, como si el sueño que había tenido fuera un anuncio pornográfico que pasaba por su frente.
– Sí, muy bien. -Miró el edificio de la cárcel, cuyos focos resaltaban contra el firmamento, y volvió a observar a su compañera-. Si te pregunto a qué has venido, ¿me responderás que me meta en mis asuntos?
Mia entrecerró ligeramente los ojos.
– Eres muy entrometido.
– Perdona.
– Claro que también pareces agradable y relativamente inofensivo.
Reed evocó el sueño con gran intensidad, claridad y en tecnicolor. Llegó a la conclusión de que lo que Mia no supiese tampoco le haría daño.
– La mayor parte del tiempo sí.
– Hoy me has traído dos cafés y ayer un frankfurt.
Los comentarios eran cada vez más prometedores.
– Y los dos días te he dejado elegir dónde comimos.
Mia esbozó una sonrisa.
– Sí, tienes razón. -Repentinamente se puso seria-. Acabo de visitar a mi hermana.
Solliday no estaba preparado para esa respuesta.
– ¿Cómo dices?
– Ya me has oído. Mi hermana menor está en la cárcel por robo a mano armada. ¿Te sorprende?
– Sí, debo reconocer que estoy sorprendido. ¿Cuánto tiempo lleva entre rejas?
– Doce años. Vengo en el horario de visitas, como todo el mundo. No quiero que las reclusas sepan que su hermana es policía.
Reed se quedó azorado y no supo qué decir. Mia sonrió a medias, probablemente porque comprendía la mudez de su compañero.
– Como dijiste ayer, a veces es incluso peor en el caso de los hijos de los policías. Mi hermana cumple condena por haber tomado varias decisiones realmente malas. Si no sale en libertad condicional, tendrá que seguir trece años más en la cárcel.
– En ese caso, entiendes realmente lo que Margaret Hill sintió en relación con su madre. -Mitchell se limitó a mirarlo sin hacer el menor comentario-. Bueno… -Solliday se rascó la mejilla, ya que le molestaba la barba que comenzaba a crecer-. ¿Qué hacemos?
– Yo vuelvo a leer expedientes.
Reed reparó en que Mia estaba muy ojerosa y propuso:
– También podríamos cenar.
Mitchell lo observó con atención.
– ¿Por qué?
– Porque mi estómago se queja tanto que me sorprende que no lo oigas.
La detective volvió a sonreír.
– En realidad, lo oigo. Lo que te preguntaba es por qué me has seguido.
– Porque estabas cansada y te sentías culpable debido a que en una noche no has procesado la información de los expedientes, archivos que a los dos nos llevará varios días examinar. -Mia no se tragó la explicación, por lo que Solliday dio la única respuesta satisfactoria-: No me preguntes por qué, pero me caes bien y no quiero que te pase nada. Eso es todo.
Mitchell se estremeció y sus ojos adquirieron un brillo de desconfianza que lo dejó petrificado cuando la detective retrocedió un paso de gigante. Giró la cabeza para mirar el edificio de la cárcel y, cuando la volvió, su mirada era diáfana y su sonrisa ligeramente burlona.
– En ese caso, vayamos a cenar, pero no por aquí, ¿de acuerdo?
Solliday asintió.
– Me parece bien. Esta vez eres tú la que me sigue.
Martes, 28 de noviembre, 22:15 horas
Reed salió del garaje y esperó a que el pequeño Alfa Romeo de Mitchell entrase en la calzada de acceso a su casa. Se sorprendió ligeramente al ver que lo seguía cuando quedó claro que se iban a su casa, pero allí estaba, con la chaqueta gastada y lo demás. Al fin y al cabo, no era la primera vez que llevaba a cenar a compañeros de trabajo. El solterón Foster acudía regularmente a comer caliente.
Estaba claro que Foster no se parecía en nada a Mia Mitchell. Reed tuvo la sensación de que el corazón se le escapaba del pecho cuando la vio apearse. Desde donde se encontraba divisó cada una de sus curvas. «Te has vuelto loco. Es una mala idea, una idea pésima», pensó. Claro que en la mirada de la detective había percibido algo, una especie de delicada vulnerabilidad. La mañana anterior había pensado que no poseía la más mínima delicadeza, pero se había percatado de hasta qué punto estaba equivocado.
Mia se detuvo a un metro y enarcó las rubias cejas.
– ¿Vamos al Café du Solliday?
– No sé qué opinas, pero estoy harto de tomar hamburguesas en el coche.
Mitchell sonrió divertida.
– ¿Vas a cocinar para mí?
– Depende de lo que para ti signifique la palabra cocinar. Vamos. -La condujo a la cocina a través del garaje. Beth estaba junto al microondas, preparando palomitas-. Hola, cariño. -Su hija se limitó a volver la cabeza y mirarlo con furia. Puso los ojos en blanco y apartó la mirada. Consciente de que Mitchell estaba a sus espaldas, Solliday avanzó un paso-. ¡Beth!
– ¿Qué?
– ¿Qué te pasa?
Beth apretó los dientes.
– Nada.
– Será mejor que me vaya -murmuró Mitchell.
Reed levantó la mano y replicó:
– No, está bien. Beth, te presento a la detective Mitchell, mi compañera provisional. Esta es mi hija Beth, mi educada hija Beth.
La adolescente meneó la cabeza y dejó escapar un gruñido de contrariedad.
– Encantada de conocerla, detective.
– Lo mismo digo, Beth. Oye, Solliday, puedo…
La sonrisa de Reed fue forzada.
– Puedes sentarte. Beth, si eres incapaz de explicarme lo que ocurre de manera sensata, retírate a tu habitación.
– Lo que pasa es que todos me tratan como si tuviera cuatro años. Lo único que quería era quedarme a dormir en casa de Jenny. Ya está bien, incluso llevé el cepillo de dientes, pero Lauren… -Apretó los labios-. Lauren me avergonzó en presencia de todo el mundo.
– ¿Quién es todo el mundo?
– Da igual.
Las palomitas estallaron y cada chasquido fue como un puñetazo de tensión.
– Lauren cumplía mis instrucciones. Ya sabes que entre semana no duermes fuera de casa.
El microondas pitó y Beth aferró la bolsa.
– De acuerdo. -Cerró violentamente la puerta del electrodoméstico y segundos después hizo lo propio con la de su dormitorio.
Reed se volvió hacia Mitchell e hizo una mueca de dolor.
– Te aseguro que antes tenía una hija encantadora.
Mia sonrió apesadumbrada.
– Alienígenas, extraterrestres y ladrones de cuerpos, es la única explicación.
Solliday rio cansinamente, se quitó el abrigo y la americana y los dejó en una silla.
– Le daré la posibilidad de serenarse antes de hablar de los privilegios que perderá por ese berrinche. Mia, quítate el abrigo y quédate un rato.
Mia llegó a la conclusión de que ir a casa de Solliday había sido una pésima idea pero, al verlo moverse por la cocina, le importó realmente muy poco. Reed había dejado los zapatos fuera; aún tenían restos del barro de la mañana, pero estaba segura de que a las ocho en punto de la mañana siguiente brillarían como un espejo.
Fue interesante conocer a su hija; Beth tenía catorce años y se dijo que con eso estaba todo dicho. La reacción de Solliday fue más reveladora si cabe: una actitud paciente, firme y desconcertada. Bobby la habría arrojado al suelo de un revés. Ni siquiera Kelsey se había atrevido a desafiarlo en presencia de terceros. Mia apartó a Bobby de su mente y se centró en la reflexión distinta pero igualmente inquietante acerca de Reed Solliday.
El teniente se tironeaba la corbata y a Mia le pareció un gesto mucho más íntimo de lo que le habría gustado. El movimiento de los músculos bajo la camisa cuando se quitó la corbata y se desabotonó la camisa le produjo cosquillas en el estómago y un agudo pinchazo descendente.
Reed Solliday era un hombre digno de ser contemplado y, en el silencio de la cocina, a Mia no le quedó más remedio que reconocer que le interesaba. «Ten cuidado, nunca te enrollas con policías», se dijo severamente. «Pero si no es policía», razonó mientras hacía denodados esfuerzos por no clavar la mirada en el vello oscuro que asomó por el cuello abierto de la camisa. «A la mierda con los tecnicismos, domínate». Alzó la mirada y lo pilló observándola con los ojos casi negros.