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– Siéntense -dijo Bixby.

El director tamborileó los dedos mientras esperaba a que Mitchell y Solliday tomasen asiento. Mia tardó unos segundos adicionales solo por el gusto de verlo fruncir el ceño y por último se sentó a su lado.

La detective paseó la mirada por cada uno de los hombres antes de preguntar:

– ¿Quién es el alumno y dónde están los artículos?

El consejero no logró disimular un respingo y Secrest continuó con cara de pocos amigos.

– Investigamos al alumno y llegamos a la conclusión de que no era necesario insistir en el asunto. La señorita Adler experimentó… experimentó la necesidad personal de ver la escena con sus propios ojos, probablemente debido a la compasión que siente por las víctimas. ¿No es así, señorita Adler? -preguntó Bixby.

Adler asintió, insegura.

– Así es, señor.

Mia sonrió.

– Vaya, vaya. Doctor Bixby, ¿ha sido contratado por el estado, razón por la cual está sometido a auditorías estatales y a visitas por sorpresa de la junta que concede las licencias?

Bixby apretó la mandíbula.

– Detective, tenga la amabilidad de no amenazarme.

Mitchell miró a Solliday con expresión divertida.

– Me parece haber oído un eco. Hay muchísimas personas que me piden que no las amenace.

– Tal vez porque las personas con las que hablamos sabían algo que necesitábamos averiguar y no quisieron decirlo -replicó Reed con voz muy baja y casi agorera, por lo que su tono fue perfecto.

– Será por eso. -Mia se inclinó y deslizó la palma de la mano por encima de la mesa hasta quedar cara a cara con Bixby. Fue una jugada de desplazamiento del poder que solía ser muy eficaz y, a juzgar por el parpadeo contrariado del director, también dio resultado-. Doctor Bixby, me pregunto qué sabe. Dice que ha investigado, lo que me lleva a suponer que pensó que el alumno en cuestión no recortó los artículos periodísticos para un trabajo escolar.

– Tal como le he dicho a la señorita Adler, en el depósito de cadáveres hay dos mujeres -intervino Solliday con el mismo tono ominoso de antes-. Nuestra paciencia tiene un límite. Si su alumno no está implicado, nos marcharemos. Si lo está, representa un peligro para el resto de los alumnos y me figuro que esa clase de publicidad no le interesa.

A Bixby se le contrajo un músculo de la mejilla y Mia se dio cuenta de que Reed había dado en la diana.

– El alumno no sale del centro. Es imposible que esté implicado.

– Comprendido -aceptó Mia y se relajó-. ¿Todos los alumnos viven aquí?

– El veinte por ciento está solo durante el día -respondió el doctor Thompson-. El resto reside en el centro.

Mia esbozó una sonrisa.

– Residen aquí. ¿Está diciendo que permanecen encerrados?

La sonrisa de Thompson fue forzada.

– Significa que no pueden salir, aunque no están encerrados en celdas, como en la cárcel.

Mia abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿Nunca salen? -preguntó y parpadeó-. ¿Jamás?

Bixby echaba chispas por los ojos.

– Los alumnos que viven aquí disponen de tiempo supervisado al aire libre.

– El patio donde hacen ejercicio -concluyó Mia y Bixby se puso rojo. La detective levantó la mano y apostilló-: Ya sé que el centro no es una cárcel, pero a los vecinos no les gustaría enterarse de que un presunto asesino estuvo aquí, a menos de un kilómetro y medio de sus casas y de sus hijos.

– Pues no es así, ya se lo he dicho -aseguró Bixby con tono envarado.

– Ya lo oímos la primera vez -terció Solliday afablemente. Miró a Mia y enarcó una ceja oscura-. Sabes que prometí a Carmichael que sería la primera en saberlo.

Mitchell sonrió de oreja a oreja y manifestó su total acuerdo.

– Claro que lo sé.

Secrest se inclinó, entrecerró los ojos y masculló:

– Eso es extorsión.

– ¿Quién es Carmichael? -quiso saber Bixby.

– La periodista que firmó el artículo aparecido en el Bulletin de ayer -explicó Secrest.

Thompson quedó boquiabierto.

– No puede proporcionar información falsa.

Mia se encogió de hombros.

– Si me pregunta dónde estuve le diré que he venido a visitar el centro. No será una mentira. A veces me sigue en busca de noticias. Es posible que, mientras hablamos, esté al otro lado de las puertas del centro. En lo que a la publicidad se refiere, sería fatal, con comentarios del cariz de «nadie quiere estas instituciones cerca de su casa» y otras lindezas parecidas. -Taladró a Bixby con la mirada-. Su absoluta falta de cooperación afectará a su posición ante las autoridades estatales. Me ocuparé de que así sea.

Bixby parecía a punto de reventar y pulsó un botón del intercomunicador.

– Marcy, traiga el expediente de Manuel Rodríguez. -Jugueteó con el botón-. Supongo que con esto quedará satisfecha.

– Eso espero -replicó Mia con toda la sinceridad del mundo-. Lo mismo opinan las familias de las dos víctimas.

Thompson se había puesto como un tomate.

– Manny es un joven inocente.

Mia arrugó el entrecejo.

– Doctor Thompson, el joven está aquí, por lo que, evidentemente, no es tan inocente.

– No provocó los incendios -insistió Thompson.

– Señor Secrest, ¿registró la habitación de Manny? -preguntó Solliday sin hacer caso del consejero escolar.

– La registré -respondió y su mirada se tornó pétrea.

Mitchell volvió a fruncir las cejas.

– ¿Y?

– Y encontré una caja de cerillas.

– ¿Faltaba alguna? -presionó Solliday-. Para ahorrar tiempo, en caso afirmativo, ¿cuántas faltaban?

– Varias, pero esa caja de cerillas también fue utilizada por otra persona.

La detective reparó en que la mejilla de Thompson se contrajo.

– ¿Sabe de dónde las sacó? -inquirió Mitchell y de soslayo notó que Secrest ponía los ojos en blanco.

– Las cogió del despacho del doctor Thompson, que fuma en pipa -respondió Secrest.

Mia se recostó en el sillón.

– Por favor, que traigan al señor Rodríguez. -Todos se pusieron de pie-. Señorita Adler, tenga la amabilidad de quedarse. -La detective miró a Bixby y añadió-: Solo usted, señorita Adler.

En cuanto las puertas se cerraron, Mia se volvió hacia Adler, que estaba muy pálida, y apostilló:

– Explíquenos por qué fue a casa de Penny Hill.

La profesora se humedeció los labios con la lengua.

– Ya le dije que sentí curiosidad a raíz de los artículos.

Solliday negó con la cabeza.

– No es cierto. Señorita Adler, la vimos en el vídeo. Su expresión no era de curiosidad, sino de culpabilidad.

– Fue por la lectura -reconoció Brooke y en su mirada Mia percibió desdicha pura y dura-. Poco antes de Acción de Gracias, justo antes del primer incendio, puse como lectura El señor de las moscas. -Apretó firmemente los labios-. Lo asigné antes de que asesinaran a la primera mujer.

– Las fechas son muy interesantes -musitó Solliday-. De todos modos, ¿por qué fue a casa de la víctima?

– Porque necesitaba averiguar qué sabía la policía, descubrir si yo había hecho… si era la causante…

Mitchell miró a Reed con el ceño fruncido y comentó:

– Se me escapa la relación con el libro.

– El señor de las moscas trata de adolescentes varados en una isla que, en ausencia de los adultos, se sumen en la anarquía. Encienden una hoguera de señales y más adelante incendian prácticamente toda la isla -respondió el teniente con tono bajo.

– Entendido. -Mia volvió a concentrarse en Adler, que permaneció en silencio mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas-. ¿Es una lectura adecuada para un centro de estas características?