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Reed cruzó el área de Homicidios y aflojó el paso al acercarse al escritorio de su compañera porque estaba vacío y tanto los expedientes como Mia habían desaparecido.

– Se ha ido a casa -dijo un policía de traje arrugado que mordía algo delgado de color naranja. Reed llegó a la conclusión de que se trataba de un trozo de zanahoria. Frente a él se encontraba un hombre más joven que tecleaba a toda velocidad y a cuyo lado había una docena de rosas rojas envueltas en papel de seda y colocadas sobre una caja de regalo cubierta de papel brillante-. Supongo que eres Solliday. Me llamo Murphy -se presentó el del traje arrugado con tono afable y mirada vigilante-. Este es Aidan Reagan.

Reed reconoció al más joven.

– Creo que ya nos hemos visto.

Murphy se sorprendió y preguntó:

– ¿Cuándo?

Reagan miró a su compañero antes de replicar:

– El lunes en el depósito de cadáveres. Te conté que lo había visto.

El más joven volvió a concentrarse en el teclado y a Murphy se le escapó la sonrisa.

– No te ofendas por la descortesía de mi compañero. Hoy cumple el primer mes de casado.

Aidan levantó la cabeza con los ojos entornados.

– En realidad, se cumplió ayer, pero tuve que trabajar y no pudimos celebrarlo. Si esta noche me lo pierdo… -Meneó la cabeza-. No me lo perderé.

La carcajada de Murphy fue ligeramente socarrona.

– Eso espero. No quiero ni pensar en el humor que tendrás mañana si esta noche Tess no se prueba lo que contiene la caja.

A Reagan no se le movió un pelo.

– Intentas hacerme perder la concentración, pero no lo conseguirás. -Tecleó unas pocas palabras más y con grandes aspavientos le dio al botón del ratón-. Ya está. Mi informe está listo y entregado y me voy a cenar con mi esposa.

– Y a tomar el postre -apostilló Murphy.

Reagan miró hacia arriba mientras se ponía el abrigo.

– Sí, claro. Murphy, no trabajes hasta tarde. Solliday, me alegro de verte.

Aidan se marchó a la carrera, con las rosas bajo un brazo y la caja con el regalo bajo el otro.

El suspiro de Murphy fue lascivo.

– Lo acompañé a comprar lo que hay en la caja y casi me dieron ganas de volver a casarme. -Miró al teniente-. Solliday, ¿estás casado?

– No. -Su mente trabajó horas extras imaginando el contenido de la caja, que le habría gustado ver en el cuerpo de cierta rubia menuda y cimbreante-. Deduzco que tú tampoco estás casado.

– Tienes razón.

Distraído, Murphy mordisqueó el trozo de zanahoria, pero su mirada pasó de vigilante a mordaz y Reed tuvo la sensación de que el policía estaba enfadado con él.

– ¿En qué se fue Mia a su casa?

– Spinnelli le dejó un coche de la comisaría.

– Ah. ¿Estaba bien cuando se marchó?

– Desde luego. Cogió los expedientes y dijo que los leería en casa. Pidió que te avisásemos de que te reúnas con ella en el despacho de Spinnelli mañana a las ocho en punto. Antes de que se me olvide, recibió un mensaje dirigido a ti.

Murphy empujó un papel hasta el borde del escritorio y se dedicó a esperar.

Reed suspiró al leer las siguientes palabras:

Holly Wheaton ha llamado. Te espera a cenar esta noche a las siete en Leonardo, en Michigan. Ponte corbata. Dice que la pasta es divina y que ella invita.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué llamó a Mia si tiene mi número de móvil?

– Me figuro que quiso restregárselo en las narices. Seguro que le encantó que apuntara el mensaje como si fuese tu secretaría. ¿Hay algo entre Wheaton y tú?

Reed pegó un respingo.

– Por favor, claro que no. Esa mujer es una víbora. Llegué a un acuerdo con ella para que nos entregara el vídeo de uno de los escenarios de los incendios. No es la primera vez que cambio información por una entrevista. Lo que no imaginaba es que Mia se enfadara tanto.

– La mayor parte del tiempo Mia es bastante previsible, como nosotros, pero cuando Wheaton se cruza en su camino… Más vale apartarse porque ambas sacan las garras.

Solliday ya lo había visto, parcialmente, la víspera.

– ¿A qué se debe?

– Tendrás que preguntárselo a Mia. Se trata de algo personal. ¿Ese café era para ella?

– Sí. -Reed entregó a Murphy una de las tazas-. ¿Hace mucho que la conoces?

– Diez años, desde antes de que Ray Rawlston fuese su compañero.

– ¿Qué fue de él?

– Murió en el cumplimiento del deber. -Murphy miró para otro lado-. Mia detuvo al culpable, pero le pegaron un balazo. -Miró hacia atrás con expresión compungida-. Estuvimos a punto de perderla.

Impresionado, Reed se sentó en el borde del escritorio de Aidan.

– ¡Dios mío! -Le resultó imposible pensar en perder a Mia-. ¿Después le dispararon mientras trabajaba con Abe? ¿Cuáles son las probabilidades?

– No tengo ni idea, pero sé que en este momento Mia es muy… muy vulnerable.

Se trataba de una advertencia y Solliday tuvo la sensatez de tomarla como tal. Comentó:

– Esta mañana se llevó una gran sorpresa al ver a esa mujer en medio de los convocados. De todas maneras, creo que verse obligada a reconocerlo ante nosotros tuvo que ser todavía más duro.

Murphy asintió lentamente.

– Casi siempre es fuerte, pero tiene corazón, lo que a veces la hunde. Solliday, no la hundas.

– No la hundiré.

– Así me gusta. Pásame la caja de galletas que hay en el cajón de Mia. Estoy hasta la coronilla de comer zanahorias. Dejar de fumar es muy difícil.

Reed le lanzó la caja y arrugó el entrecejo.

– No le sentará nada bien que te comas su tesoro.

Murphy se encogió de hombros.

– Te echaré la culpa.

Miércoles, 29 de noviembre, 19:15 horas

– Estaba delicioso. Tendrás que repetir la receta -dijo Reed.

Beth sonrió de oreja a oreja.

– La preparamos en tecnología del consumidor.

– La economía doméstica de toda la vida -precisó Lauren-. Beth, tu padre tiene razón. Está exquisito. -Guiñó el ojo con actitud bromista-. Podrías reemplazarme como cocinera de la familia.

La adolescente se echó a reír.

– Lo dudo mucho. Además, se trata de un trabajo escolar. Me puntuarán cuando rellenéis el cuestionario. -Sacó dos bolígrafos del bolsillo-. Si os pasáis, la señora Bennett pensará que mentís, aunque espero que seáis lo bastante amables como para que me ponga un excelente. Bastará con nueves, aunque dadme un diez por la limpieza, ya que Bennett es maniática de la pulcritud.

– ¡Y pensar que creía que intentabas sacarme algo! -exclamó Reed y echó un vistazo al cuestionario-. O tal vez querías disculparte.

Beth frunció los labios, disgustada.

– Papá, ya está bien.

Solliday le impuso el peor castigo que podía imaginar: no iría a la fiesta del fin de semana.

– ¿Qué quieres?

– Pensé que este fin de semana podrías dejarme salir, aunque solo sea para ir a casa de Jenny Q.

Reed se estiró y le pellizcó la nariz.

– Bethie, no hace falta que me sobornes, basta con que digas que lo sientes. Lo… lo siento -pronunció lentamente y su hija puso los ojos en blanco.

– Lo siento -espetó Beth, más rápido y con menos sinceridad de la que su padre esperaba.

– ¿Por qué te disculpas?

– ¡Papá! -La adolescente se enfadó y por un instante se pareció muchísimo a Christine. Lanzó un trágico suspiro que agitó los papeles que había sobre la mesa-. Lo siento, lamento haber sido difícil anoche.

– Beth, no solo fuiste difícil, sino directamente grosera y, por si fuera poco, en presencia de una invitada.

La mirada de su hija se tornó pícara.

– Tu nueva acompañante. ¿Eso significa que Foster ya no vendrá a cenar? Sería lamentable.