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– Déjame entrar con ella.

Spinnelli negó con la cabeza y Reed comprendió que estaba al tanto de todo.

– No.

– Está entrenada en intervenciones peligrosas, Reed -murmuró Murphy a su espalda-. Déjale hacer su trabajo.

Reed respiró hondo.

– Mia, me ha llamado Ben. El incendio del colegio se originó en dos puntos, lo que significa que Kates utilizó dos huevos. Puede que aún le quede uno.

– Cuento con ello. -Mia esbozó una sonrisa distraída-. No te lo tomes a mal, Reed, pero será mejor que te vayas. Tengo que concentrarme y no puedo hacerlo contigo aquí.

Reed recorrió la calle con la mirada, buscando los indicadores de los servicios públicos. Ese barrio tenía conductos de gas. Mia podría estar metiéndose en una bola de fuego. «No, no pienso permitirlo».

Si no podía entrar con ella, la apoyaría desde abajo. Spinnelli y todos los demás estaban conversando. Jack estaba colocando el mismo micrófono en el jersey de Mia que había empleado el día antes con Wheaton. Nadie lo estaba mirando. Echó a andar.

– ¿Va a algún sitio, teniente? -El murmullo femenino venía de detrás.

Reed soltó un suspiro.

– Carmichael, ¿no ha hecho ya suficiente?

– Hoy no he hecho nada. Y no pienso hacer nada. Si ni siquiera le he visto.

Reed se dio la vuelta con los ojos entornados.

– ¿Cómo dice?

– Tiene intención de entrar. -Carmichael levantó un hombro-. No hay que ser una lumbrera para darse cuenta. Le agradecería algunas palabras cuando salga. Cuide de Mitchell. A diferencia de lo que usted pueda pensar, la tengo en gran estima. Y se cree indestructible.

– Lo sé. -Reed siguió andando. «A prueba de balas», había dicho Jack. «Cuestión de suerte», creía Mia. «Todo demasiado humano», sabía Reed. Se escabulló por los jardines traseros hasta el jardín de Annabelle Mitchell. La llave principal del gas tenía que estar en el sótano. Un tramo de escalones conducía al mismo. Al llegar al último escalón se agachó, preparándose para forzar la puerta. Pero uno de los vidrios ya estaba roto. Y la puerta no tenía echado el cerrojo.

«Kates está aquí». Abrió la puerta con cautela y entró. «Ahora, yo también».

Lunes, 4 de diciembre, 9:35 horas

Mia abrió la puerta de Annabelle con su llave y la pistola detrás de la pierna, apuntando hacia abajo. La última vez que había estado allí fue el día que enterraron a Bobby. Ahora Bobby no importaba lo más mínimo. Lo único que importaba era sacar a Jeremy de allí ileso y atrapar a Kates.

«Kates ya está aquí». Lo presintió en cuanto cruzó la puerta. En la casa había un silencio extraño. Se acercó con sigilo a la puerta de la cocina y soltó una exclamación ahogada. Annabelle estaba sentada en una silla de la cocina, a medio metro del horno. Amordazada y maniatada, en ropa interior y temblando violentamente. El cuerpo le brillaba, cubierto desde los hombros hasta las caderas con el catalizador sólido que Kates había empleado hasta seis veces. Ya había separado el horno de la pared, dejando claras sus intenciones.

Annabelle la miró aterrorizada y… llena de ese desprecio feroz que Mia conocía tan bien. Su madre siempre las había culpado de la violencia de Bobby. Mia supuso que aquella vez su madre tenía finalmente razón. Kates se encontraba allí y ella estaba en peligro, «por mi causa».

El aire no olía aún a gas. O Kates se estaba preparando o estaba esperando el momento justo para abalanzarse sobre ella. Examinó la cocina, preguntándose dónde había metido a Jeremy. Su madre la siguió con la mirada entornada mientras Mia entraba sigilosamente y abría los armarios situados debajo del fregadero. Era el único lugar lo bastante grande para esconder a un niño. Pero estaban vacíos.

– Ayúdame. -No fue más que un gruñido sordo bajo la mordaza, pero los ojos de Annabelle no dejaban lugar a dudas sobre su significado.

Mia se llevó un dedo a los labios y, a renglón seguido, agarró un cuchillo del taco que descansaba sobre la encimera para cortarle las ataduras. Con un rehén menos podría concentrarse en Jeremy. Había dado un paso hacia su madre cuando una voz la detuvo en seco.

– Suelte el cuchillo, detective.

Aunque se había preparado mentalmente para esa imagen, a Mia se le paró el corazón. Jeremy estaba delante de Kates, temblando, con una de las manos enguantadas de Kates sobre su pelo rubio rojizo y el largo y reluciente cuchillo de Kates en la garganta. Las pecas destacaban en su pálido rostro. Jeremy la miraba aterrorizado y… con una confianza desesperada.

– Ya ha visto lo que mi cuchillo es capaz de hacer, detective -dijo suavemente Kates-. Y también el chico, ¿verdad, Jeremy? -Mia vio que los dedos de Kates se aferraban al pelo de Jeremy, que apretó la mandíbula para controlar el pánico-. Suelte el cuchillo.

Mia dejó el cuchillo con la empuñadura hacia fuera para poder agarrarlo rápidamente si surgía la oportunidad.

– Y la pistola. -Kates tiró de Jeremy hasta ponerlo de puntillas-. Ahora, pásemela.

Mia obedeció de nuevo y su pistola cruzó el suelo de la cocina.

– Mia. -Era la voz de Spinnelli en el audífono. Rezó para que Kates no lo descubriera. La cámara que llevaba oculta por el jersey le proporcionaba a Spinnelli y al resto una vista del interior. El audífono era su enlace con el puesto de control de la furgoneta-. Condúcelo a la sala de estar. Tengo francotiradores apuntando hacia la ventana. El muchacho es pequeño. Apuntaremos hacia arriba. Corto.

Un giro de muñeca de Kates y Jeremy moriría. Los francotiradores no podían disparar hasta que Jeremy estuviera a salvo. Tenía que conseguir que Kates lo dejara ir.

– No le haga daño al chico. -No fue una súplica, ni una orden-. No le ha hecho nada.

Kates rio.

– Sí me lo ha hecho, y los dos lo sabemos, ¿verdad, Jeremy? Le dijo que yo había estado en su casa. La condujo hasta mis cosas.

– No fue él. Encontramos la casa por nuestra cuenta. Jeremy no dijo nada.

– Imposible.

– Es cierto. Encontramos el coche que abandonó la noche que mató a Brooke Adler. Estaba equipado con un GPS que usted no vio.

Kates parpadeó ligeramente. Estaba irritado consigo mismo. Bien.

– ¿Y?

– Le gustan los animales. Deja ir a los gatos y los perros antes de prender fuego a las casas.

Kates levantó la mandíbula.

– Repetiré la pregunta. ¿Y?

– Y tenía acceso al curare. Comprobamos todas las clínicas veterinarias y tiendas de animales situadas en un radio de dos kilómetros del coche que encontramos. Fue así como dimos con la señora Lukowitch.

Kates apretó los labios.

– Y ella me delató. Ojalá hubiera matado a esa zorra con mis propias manos.

– No. Mintió, pero mal, y eso nos hizo sospechar. Encontramos su alijo de la forma tradicional, Kates. Con un trabajo de investigación y una orden de registro. Jeremy no dijo nada. Déjelo ir. -Kates no se movió-. Solo tiene siete años. Es inocente. -Mia decidió arriesgarse y rezar-. La misma edad que tenía Shane antes de lo del marido de su tía.

La mano que sostenía el cuchillo se tensó sobre el mango.

– No pronuncie su nombre. -Kates levantó el mentón con la mirada afilada-. No recuerdo haber visto un jersey como ese en su armario. Solo recuerdo esas camisetas ceñidas que lleva para marcar pecho porque es una provocadora. Lleva puesto un chaleco. Quítese el jersey, detective. Ahora.

– Mia, no te quites el chaleco -espetó Spinnelli, pero en ese momento Kates colocó el cuchillo bajo la barbilla de Jeremy y apretó la hoja lo suficiente para que sangrara. Luego volvió a poner el cuchillo junto a la garganta.

– Quítese el jersey o el muchacho morirá delante de sus narices.

– Mia. -En la voz de Spinnelli había un hilo de pánico-. No.

Los ojos de Jeremy se estaban llenando de lágrimas. Pero el muchacho no se movió en ningún momento. No sollozó en ningún momento. Kates enarcó las cejas.