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Dana asintió lentamente.

– Probemos primero con Kelsey. Mia me contó lo ocurrido entre ella y Olivia. Puede que no se muestre muy receptiva ahora mismo.

– No tiene que ser ahora -intervino el médico-. Puede sobrevivir con diálisis.

– Pero no volverá a ser policía -dijo Reed sin más.

El médico meneó la cabeza.

– Detective de Homicidios, desde luego, no. Quizá un trabajo de despacho.

Reed tragó saliva. «Eso es lo que soy», le había dicho Mia.

– Creo que Mia preferiría antes la muerte.

El médico le dio unas palmadas en el hombro.

– No tomen ninguna decisión drástica por el momento.

Se marchó y Reed se llevó los dedos a las sienes.

– Ojalá hubiera disparado a ese cabrón cuando tuve la oportunidad. Estaba intentando salvar a la madre, maldita sea.

– Y ahora ella se niega a hacerse las pruebas -murmuró Ethan.

– Es una mujer amargada -dijo Dana con voz queda-, pero Mia no habría querido que obraras de otra manera, Reed. Hablaré con Kelsey. Estoy segura de que aceptará. Quiere mucho a Mia. -Respiró hondo-. Lamento haber dicho que eras su prometido, pero supuse que querías ver a Mia, y no te dejarían verla si no lo fueras. -Sonrió, pero su mirada era de desconsuelo-. En las pelis funciona.

Reed dejó escapar una risa triste.

– Felicidades por el bebé. Mia me lo ha contado. -La noche antes, mientras hacían guardia en el coche, esperando a Kates.

Los ojos de Dana se llenaron de lágrimas.

– Tiene que ponerse bien. Es la madrina.

– También me lo contó. Está encantada.

Dana pestañeó para ahuyentar las lágrimas.

– Las hormonas -murmuró-. Tengo que ir a casa para organizarme con la mujer que está cuidando de nuestros niños. Volveré más tarde, cuando Mia se haya despertado. No dejes que nadie se lo cuente hasta que yo vuelva, ¿vale?

Reed tenía ganas de llorar, pero asintió.

– Vale. Por el momento simplemente les diremos a los demás que la operación ha ido bien.

Dana le estrechó las manos, como hiciera el día que se conocieron.

– Y rezaremos.

Martes, 5 de diciembre, 7:25 horas

– ¿Cómo está? -susurró Dana.

Reed hizo ademán de levantarse, pero ella lo empujó contra la silla que había colocado junto a la cama de Mia, en la UCI.

– Igual. -Mia no se había movido en todo ese tiempo-. El médico dice que si duerme tanto puede deberse al agotamiento de la última semana y al hecho de haber regresado demasiado pronto al trabajo después de la última herida.

Dana acarició dulcemente la frente de Mia.

– Nuestra chica tiene la cabeza dura. No puedes decirle nada.

«La bala habría rebotado en tu dura cabezota -había dicho Jack-. A veces me gustaría que no fueras a prueba de balas». Y no lo era.

– Lo último que dijo fue que debí dejar que conservara sus placas de identificación. No soy un hombre supersticioso, pero me pregunto si tenía razón.

– Recuérdame que te dé un beso -dijo suavemente Dana-. Esas placas tenían que desaparecer y me alegro de que la convencieras para que se las quitara. Reed, Mia es policía, corre riesgos todos los días. La superstición no tiene nada que ver con esto. ¿Has descansado?

– Un poco.

La mirada de Dana era serena, tranquilizadora.

– ¿Por qué se negó su madre a hacerse las pruebas?

– Annabelle siempre culpaba a sus hijas de todo. Pensaba que si hubieran sido varones, la vida habría sido diferente. Si hubieran sido varones, Bobby Mitchell habría encontrado otra razón para maltratarlos. El problema era él. Kelsey y Mia lo pagaron caro.

– ¿Sabes si Mia quiere a su madre?

Dana levantó un hombro.

– Creo que se siente en deuda con ella. Estás intentando encontrar sentido a algo que no lo tiene. Crees que si ella quisiera a su madre a pesar de todo, lo que hiciste estaría, en cierto modo, justificado. No funciona así.

– Hablas como un loquero -farfulló Reed, y Dana rio suavemente.

– Vete al hotel a dormir, Reed. Me quedaré con ella y te llamaré en cuanto se despierte, te lo prometo. -Esperó a que se levantara para tenderle una bolsa de la librería-. Lo he encontrado en mi sala de estar. El domingo trajo un libro para Jeremy y se dejó esto. Es para ti. -Esbozó una leve sonrisa-. No es la clase de cosas que ella lee, así que lo abrí. Asegúrate de leer la nota.

Reed esperó a estar de vuelta en su habitación del hotel, solo por primera vez desde… desde el sábado por la noche, se percató, cuando, sentado en su sala de estar, comprendió que Mia le hacía feliz. Mia iba a despertar. Tenía que despertar. No podía creer en otra posibilidad.

Sacó el libro de la bolsa y frunció el entrecejo. Era de poesía. Poesía radical, sarcástica, de un tipo llamado Bukowski. Se titulaba Elamoresunperroinfernal. Espiró hondo y lo abrió por la nota que Mia le había escrito. Como todo lo demás, su letra era amplia, descontrolada, caótica.

No es mi corazón. Más bien mi bazo. Pero mis palabras son torpes y este tipo dice lo que siento. Puede que, después de todo, me guste la poesía.

¿No era su corazón? «Oh». Cerró los ojos, recordando la noche que Mia le vio la cadena con el anillo en el cuello. Había estado leyendo el cuaderno de poemas de Christine. Cuando despertó, el cuaderno estaba en la mesilla de noche. Mia debió de leer la dedicatoria de Christine. Ahora el cuaderno de Christine, cargado de lirismo, había sido destruido y en sus manos sostenía un libro nuevo de palabras crudas, apasionadas, en ocasiones vehementes. Pero el sentimiento le tocó hondo y mientras leía el libro que ella había elegido, finalmente se permitió derramar las lágrimas que llevaba tantos días conteniendo.

Se pondría bien. Mia era demasiado testaruda para aceptar otro resultado. «Y yo».

Capítulo 25

Lunes, 11 de diciembre, 15:55 horas

Una enfermera entró en la habitación.

– Tiene visita, detective.

Mia quiso soltar un gruñido. Le dolía la cabeza. No había parado de recibir visitas desde que la trasladaron a una habitación individual. Podría haberles pedido a las enfermeras que pusieran fin a tanta entrada y salida, pero cada persona que llegaba era alguien a quien quería. Y alguien que la quería a ella. Una jaqueca era un precio pequeño.

– Hágala pasar.

Jeremy asomó la cabeza por la puerta y Mia sonrió.

– Hola, chaval.

– Hola. -Se acercó a la cama-. Tienes mejor aspecto.

– Me encuentro mejor. -Mia dio unas palmaditas al colchón-. ¿Cómo va el colegio?

Con cuidado, Jeremy se sentó a su lado.

– Hoy mi profesora se ha equivocado.

– ¿En serio? Cuéntamelo.

El niño le explicó, en un tono muy grave, como Mia sabía ya que era su manera, que la profesora había pronunciado mal el nombre de un rey babilónico del que Mia jamás había oído hablar. Mientras hablaba, el dolor de cabeza amainó y Mia apartó de su mente las preocupaciones sobre el estado de su cuerpo y su carrera. Ese niño estaba sano y salvo. Había hecho algo importante.

Ahora quería que Jeremy estuviera algo más que sano y salvo. Ya sonreía de vez en cuando y aquella semana incluso había reído en una ocasión. Parecía estar a gusto en casa de Dana, pero, en cierto modo, no era suficiente. Mia quería que se sintiera feliz, no solo a gusto.

Jeremy acabó su relato y, después de hacer una larga pausa y observar detenidamente a Mia, dijo:

– Tú te equivocaste aquel día. -Arrugó el entrecejo-. De hecho, mentiste.

No fue necesario especificar el día.

– ¿En serio?

Jeremy asintió.

– Le dijiste a Kates que nunca te había hablado de él. Mentiste.

– Hum. -O sea que la historia de la profesora no había sido más que un astuto ardid-. Estoy de acuerdo. ¿Habrías preferido que hubiese dicho la verdad?