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A la mañana siguiente, cuando Susanne se despertó, le dedicó una sonrisa semidormida y de bienvenida a Fabel e hicieron el amor. Para Fabel y Susanne había un momento dorado en las mañanas en el que no hablaban del trabajo, sino que charlaban, hacían bromas y compartían el desayuno, como si ambos tuvieran profesiones inocuas y para nada exigentes que no invadían sus vidas privadas. No lo habían planeado así. No habían fijado una regla sobre dónde y cuándo deberían hablar sobre sus trabajos en campos paralelos. Pero de alguna manera habían caído en el hábito de saludar y comenzar cada día como si fuera nuevo. Más tarde cada uno de ellos descendería, por caminos separados pero paralelos, hacia el mundo de locura, violencia y muerte que era el centro de su vida profesional cotidiana.

Fabel salió del apartamento poco antes que Susanne. Llegó al Präsidium justo después de las ocho y analizó los expedientes del caso y sus notas de los días anteriores. Durante media hora añadió detalles al boceto que ya se había formado en su mente. Trató de hacerse una idea objetiva pero, por mucho que lo intentara, el rostro aturdido y fatigado de Frau Ehlers seguía colándose en sus pensamientos. Cuando eso ocurría, la ira de Fabel se renovaba, los rescoldos de la furia de la noche anterior volvían a encenderse y ardían con una intensidad todavía mayor en el aire frío y claro de un nuevo día. ¿Qué clase de bestia obtenía satisfacción infligiendo semejante tortura psicológica a una familia? En especial una familia cuya hija, según creía Fabel, él ya había asesinado. Y Fabel sabía que debía prolongar esa agonía: no podía confiar en la identificación fallida de una víctima que llevaba tres años desaparecida. Existía la posibilidad remota de que el tiempo, y cualesquiera fueran los traumas y malos tratos que habría sufrido en ese período, hubieran generado cambios sutiles en su aspecto.

Fabel esperó hasta las nueve de la mañana antes de levantar el teléfono y apretar el botón de memoria con el número del Institut für Rechtsmedizin. Pidió que le pasaran con Herr Doktor Möller. Möller era el patólogo forense con quien Fabel había trabajado en la mayoría de los casos. Sus modales arrogantes y agresivos le habían ganado la enemistad de casi todos los investigadores de homicidios de Hamburgo, pero Fabel sentía un gran respeto por sus conocimientos.

– Aquí Möller… -La voz al otro lado del teléfono sonaba distraída, como si atender la llamada fuera una interrupción no deseada de una tarea infinitamente más importante.

– Buenos días, Herr Doktor Möller. Soy el Kriminalhauptkommissar Fabel.

– ¿Qué ocurre, Fabel?

– Está a punto de hacerle una autopsia a la chica que encontramos en la playa de Blankenese. Hay una confusión res-pecto de su identidad. -Fabel procedió a explicar el contexto, incluyendo la escena que había ocurrido durante lo que debe-11 a haber sido una identificación de rutina en el Instituí la no-i he antes-. Me preocupa que todavía quede una probabilidad de que la chica muerta sea Paula Ehlers, aunque sea muy remota. No quiero angustiar más a la familia, pero necesito establecer la identidad de la chica.

Möller se quedó callado un momento. Cuando habló, su voz carecía de su habitual tono autoritario.

– Como usted sabe, podría hacerlo a partir de los registros dentales. Pero me temo que la forma más rápida y segura sea lomar muestras de la saliva de la madre de la chica desapareada. Podré hacer una comparación urgente de ADN aquí, en el laboratorio del Instituí.

Fabel le agradeció y colgó. Hizo otra llamada a Holger Brauner y, sabiendo que podía confiar en el tacto de Brauner, le pidió que se encargara personalmente de tomar las muestras de saliva de la madre.

Cuando colgó pudo ver, a través de la mampara de cristal que separaba su despacho de la oficina principal de la Mordkommission, que Anna Wolff y Maria Klee ya estaban en sus escritorios. Llamó a Arma por el intercomunicador y le pidió que viniera. Cuando ella entró en su despacho él le pasó por encima del escritorio la fotografía de la chica muerta tomada en el depósito de cadáveres.

– Quiero saber quién es ella en realidad, Anna. Me gustaría tener la respuesta antes del final del día. ¿Cómo vas hasta ahora?

– Estoy haciendo una verificación en la base de datos de personas desaparecidas de la BKA. Es probable que esté allí. He puesto un parámetro en la búsqueda con mujeres entre diez y veinticinco años y con prioridad para los casos ocurridos en un radio de doscientos kilómetros de Hamburgo. No pueden ser tantos.

– Ésta es tu tarea para hoy, Anna. Deja cualquier otra cosa y concéntrate en establecer la identidad de esta chica.

Anna asintió.

– Chef… -Hizo una pausa. Había algo incómodo en su postura, como si no estuviera segura de lo que iba a decir.

– ¿ Qué ocurre, Anna?

– Fue muy duro. Me refiero a lo de anoche. No pude dormir después.

Fabel sonrió sin alegría y le indicó que se sentara.

– No eres la única. -Hizo una pausa-. ¿Quieres que te asigne algo distinto?

– No -respondió Anna enfáticamente. Se sentó al otro lado de Fabel-. No… Quiero seguir en este caso. Quiero averiguar quién es esta chica y quiero ayudar a encontrar a la verdadera Paula Ehlers. Es sólo que fue muy duro ver a una familia destrozada por segunda vez. La otra cosa fue que, y sé que esto suena loco, pero casi pude sentir la presencia de Paula… Bueno, no su presencia, en realidad su falta de presencia en la casa.

Fabel se quedó en silencio. Anna estaba tratando de dar forma a una idea y él quería que llegara hasta el final.

– Cuando yo era una niña, había una chica en mi escuela que se llamaba Helga Kirsch. Era más o menos un año menor que yo y muy pequeñita, como un ratoncito. Tenía esa clase de cara que jamás notas pero que te darías cuenta de que la conoces si la ves fuera de contexto. Ya sabes, si la vieras en la ciudad el fin de semana o algo así.

Fabel asintió.

– En cualquier caso -continuó Anna-, un día nos reunieron a todos en la sala principal de la escuela y nos dijeron que Helga había desaparecido… Que había salido con su bicicleta y que sencillamente se había esfumado. Recuerdo que después de aquello empecé, bueno, a darme cuenta de que ya no estaba. Alguien con quien jamás había hablado pero que había ocupado alguna clase de espacio en mi mundo. Pasó una semana hasta que encontraron la bicicleta, y luego el cuerpo.

– Lo recuerdo -dijo Fabel. El había sido un joven Kommissar en la época y sólo había estado implicado en aspectos laterales del caso. Pero se acordaba del nombre. Helga Kirsch, trece años de edad, violada y estrangulada en un pequeño prado de pasto tupido junto al sendero para bicicletas. Habían tardado un año en encontrar al asesino y sólo después de que este hubiera truncado otra joven vida.

– Desde el momento en que se anunció su desaparición hasta el día en que encontraron el cuerpo hubo una sensación muy extraña en la escuela. Como si alguien se hubiese llevado una pequeña parte del edificio que no podíamos identificar pero que sabíamos que ya no estaba. Después de que la hallaran sentimos algo parecido a la pena, supongo. Y culpa. Yo me quedaba en la cama de noche tratando de recordar si alguna vez había hablado con Helga, o le había sonreído, o había tenido alguna clase de interacción con ella. Y, desde luego, no lo había hecho. Pero la pena y la culpa fueron un alivio después de aquel sentimiento de ausencia. -Anna se volvió y miró por la ventana de Fabel el cielo amoratado de nubes-. Recuerdo haber hablado con mi abuela sobre ello. Ella me explicó cosas de cuando era una niña, en los tiempos de Hitler, antes de que ella y sus padres comenzaran a esconderse. Dijo que era lo mismo que ellos sentían: que los nazis se llevaban de noche a personas a las que conocían, a veces familias enteras, y quedaba un espacio inexplicable en el mundo. Ni siquiera había una confirmación de la muerte para ocuparlo.