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– Puedo imaginármelo -dijo Fabel, aunque no era cierto. El hecho de que Anna fuera judía nunca había tenido ninguna relevancia en su incorporación al equipo, ya fuera positiva o negativa. Esa cuestión, simplemente, no se había registrado en el radar de Fabel. Pero cada tanto, como en ese momento, él estaba sentado a una mesa con ella y se le hacía patente el hecho de que él era un policía alemán y ella judía, y en momentos así se sentía abrumado por el peso de una historia insoportable.

Anna apartó la mirada de la ventana.

– Lo siento. No puedo expresarlo con más claridad, sólo que estoy afectada. -Se puso de pie y fijó en Fabel la desconcertante franqueza de su mirada-. Te conseguiré la identificación, chef.

Después de que Anna saliera del despacho, Fabel sacó el bloc de dibujo de un cajón, lo puso sobre el escritorio y lo abrió. Pasó un momento mirando la amplia extensión de papel que se presentaba ante él. Vacía. Limpia. Otro símbolo del principio de un nuevo caso. Fabel llevaba más de una década de investigaciones de homicidios usando esos blocs. En esas hojas gruesas y satinadas, diseñadas para una tarea mucho más creativa, Fabel resumía el transcurso de los incidentes, apuntaba nombres abreviados de personas, lugares y hechos, y trazaba líneas entre ellos. Eran sus bocetos, sus esquemas de una investigación de homicidio, en los que aplicaba primero luces y sombras, luego detalles. En primer término trazó las ubicaciones: la playa de Blankenese y la casa de Paula en Norderstedt. Luego escribió los nombres que había encontrado en las últimas veinticuatro horas. Enumeró a ¡os cuatro miembros de la familia Ehlers y al hacerlo dio forma a la ausencia que Anna acababa de describir: tres miembros de una familia -padre, madre y hermano- localizados; tres personas que uno podía buscar y encontrar, con las que se podía hablar y de quienes uno podía formarse una imagen viva en la mente. Luego estaba el cuarto miembro. La hija. Para Fabel ella seguía siendo un concepto; una colección insustancial de las impresiones y los recuerdos de otras personas; una imagen, captada en una película fotográfica, de ella soplando las velas en una tarta de cumpleaños.

Si Paula era un concepto sin forma, también estaba la chica que encontraron en la playa: una forma sin concepto; un cuerpo sin identidad. Fabel escribió las palabras «ojos azules» en el centro de la hoja. Había, por supuesto, un número de caso que podría haber utilizado, pero ante la falta de un nombre «ojos azules» era lo más cerca que podía estar. Sonaba más como una persona y menos como una cosa muerta, que era en lo que la convertiría el número de caso. Trazó una línea desde «ojos azules» hasta Paula, con una interrupción en el medio. En ese espacio dibujó un doble signo de interrogación. Fabel estaba convencido de que en esa brecha se encontraba el asesino de la chica de la playa y el secuestrador y posible homicida de Paula Ehlers. Podrían haber sido dos personas distintas, desde luego. Pero no dos personas, ni más, que actuaran de manera independiente. Ya fuera que se tratase de un individuo, un par o un grupo más grande, quienquiera que hubiera matado a «ojos azules» también se había llevado a Paula Ehlers.

Fue entonces cuando sonó el teléfono.

7

Jueves, 18 de marzo. 18:30 h

NORDDEICH, FRISIA ORIENTAL

Era un lugar que él había considerado su hogar. Un lugar que siempre supuso que lo había definido. Pero en ese momento, de pie en un paisaje que era puro horizonte, supo que pertenecía a otra parte. Hamburgo era el sitio que definía verdaderamente quién era Jan Fabel. Quién era él ahora. En quién se había convertido. La separación de Fabel de ese paisaje se había producido en dos etapas: la primera había tenido lugar cuando se marchó de la casa de su familia y viajó a Oldenburg, el interior del país, donde estudió inglés e historia en la flamante Universität Carl von Ossietzky. Luego, después de graduarse, se trasladó a la Universität de Hamburgo para estudiar historia europea. Y para vivir una nueva vida.

Fabel aparcó su BMW en la parte trasera de la casa. Salió del coche, abrió la puerta posterior y buscó el bolso de viaje que había preparado apresuradamente. Cuando se irguió se quedó de pie un momento en silencio, absorbiendo todas las formas y sonidos que habían sido constantes durante su infancia: el pulso continuo y lento del mar oculto por la hilera de árboles detrás de la casa y el dique y las dunas más allá; la geometría sencilla y seria de la casa de sus padres, achaparrada y recia bajo su amplio techo de tejas rojas; el pasto verde pálido que ondeaba como agua bajo la fresca brisa frisona y el inmenso cielo que se desplegaba con fuerza sobre el paisaje plano. El agudo pánico que sintió cuando recibió la llamada en el Präsidium se había aliviado hasta convertirse en un dolor suave pero constante durante las tres horas y media de viaje por la A28, y se había calmado un poco más al ver a su madre sentada en la cama del hospital de Norden, diciéndole a Fabel que no era tanto escándalo y que se asegurara de que su hermano no se preocupara demasiado.

Pero luego, entre los detalles familiares de su infancia, la agudeza de aquel primer pánico volvió a asaltarlo. Buscó la 11ave de repuesto en el bolsillo del abrigo que había tirado encima del bolso de viaje y abrió la pesada puerta de madera de la cocina. En la parte inferior de la puerta todavía se veían, debajo de años de barniz, las oscuras marcas donde Fabel y su hermano, cargados de libros de la escuela, acostumbraban a empujarla con los pies. Incluso en ese momento, con un bolso de cuero y una cara cazadora abrigo Jaeger en vez de un bolso escolar en el brazo, sintió el instinto de empujar la puerta con el pie cuando hizo girar el picaporte.

Entró en la cocina. La casa estaba vacía y silenciosa. Dejó el bolso y el abrigo sobre la mesa y se quedó de pi8e un momento, asimilando todo lo que no había cambiado en la cocina: los paños con motivos florales sobre la barra cromada de la cocina, le viejo juego de mesa y sillas de madera de pino, los tableros de corcho llenos de capas de notas y postales, la pesada cómoda de madera contra la pared. Fabel se dio cuenta de que al niño que había en él le disgustaban los escasos y pequeños cambios que había hecho su madre: una nueva tetera, un horno microondas, un nuevo armario estilo Ikea en un rincón. Era casi como si, en lo profundo de su ser, sintiera que esas incursiones contemporáneas eran como traiciones diminutas; que el hogar de su niñez no debería haberse modificado en todos los años que han pasado.

Se preparó un poco de té. Jamás se le hubiera ocurrido toar café: estaba de regreso en su casa de Frisia Oriental, don-el té era un elemento fundamental de la vida. Su madre, aunque no había nacido en Frisia, había adoptado con entusiasmo los rituales locales sobre el té, incluido el intervalo de s tazas antes del mediodía conocido como elfürtje en frisón, el impenetrable dialecto local que estaba entre el alemán, el holandés y el inglés antiguo. Buscó automáticamente en los armarios, donde cada ingrediente estaba donde lo esperaba: el té, los tradicionales kluntjes de azúcar cristalizada, las tazas color blanco y celeste. Se sentó a la mesa y bebió el té, escuchando los ecos de las voces de su padre y su madre en lo profundo del silencio. Un silencio que se quebró cuando sonó su teléfono móvil. Era Susanne, con la voz tensa por la preocupación.

– Jan… acabo de recibir tu mensaje. ¿Te encuentras bien? ¿Cómo está tu madre?

– Está bien. Bueno, ha sufrido un pequeño ataque cardíaco, pero ahora se encuentra estable.

– ¿Estás en el hospital?

– No, estoy en casa… Quiero decir, en casa de mi madre. Pasaré aquí la noche y esperaré a mi hermano, que debería llegar mañana.

– ¿Quieres que vaya para allí? Podría salir ahora mismo y llegar en dos o tres horas…