– ¿Basándote en la identidad falsa que dejó en la mano de la chica muerta?
– En eso y en el hecho de que, como tú mismo has señalado, las dos chicas eran tan similares en su apariencia que ello daría a entender que él conoció a Paula Ehlers cuando estaba viva, no sólo a partir de la fotografía que apareció en los periódicos. Quiero decir, nosotros mismos tuvimos que tomar muestras de ADN para descartar con toda seguridad que la chica muerta fuera Paula Ehlers.
– Entiendo lo que dices. Entonces ¿en qué te has fijado?
– He revisado las notas del caso junto a Robert Klatt.
– Maldición -dijo Fabel-. Me olvidé por completo del Kommissar Klatt. ¿Cómo está acomodándose?
Anna se encogió de hombros.
– Bien. Es un buen tío, supongo. Y parece estar entusiasmado con la idea de trabajar en la Mordkommission. -Abrió la carpeta y continuó-. En cualquier caso, he estado revisando esto junto a él. Volvimos a la cuestión de Fendrich. ¿Lo recuerdas? Heinrich Fendrich, el profesor de alemán de Paula.
Fabel hizo un leve gesto de asentimiento. Recordaba que Anna le había hablado sobre Fendrich en el café de la gasolinera de camino a casa de los Ehlers.
– Bien. Como sabes, Klatt tenía sus sospechas. Admite que sus fundamentos para sospechar de Fendrich no eran muy firmes… Más bien una combinación de instinto, prejuicio y una falta total de otras pistas.
Fabel frunció el ceño.
– ¿Prejuicio?
– Fendrich es un poco ermitaño. Tiene alrededor de treinta V cinco años… Bueno, casi cuarenta ahora, supongo. Sigue soliera y vive con su anciana madre. Aunque, al parecer, en aquella época tenía una novia, una relación que se interrumpía y volvía a empezar. Pero creo que aquello terminó más o menos en la misma época de la desaparición de Paula.
– De modo que el Kommissar Klatt buscaba desesperadamente a algún sospechoso y encontró a un tipo al estilo de Norman Bates -dijo Fabel. Anna parecía desconcertada-. El personaje de la película Psicosis,
– Oh, sí, desde luego. Bueno, sí, supongo que hasta cierto punto es cierto. Pero ¿quién podría culparlo? Había una chica desaparecida, presumiblemente muerta a esas alturas, y estaba este profesor con quien ella al parecer tenía una buena relación y que, admitámoslo, no daba la impresión de haber tenido relaciones normales. Además los compañeros de escuela de Paula sostenían que Fendrich le dedicaba a Paula un tiempo desproporcionado en la clase. Para ser honesta, nosotros mismos habríamos presionado un poco a Fendrich.
– Supongo que sí, pero es igual de posible que el secuestrador y probable asesino de Paula fuera un típico hombre de familia. En cualquier caso, ¿qué siente Klatt sobre Fendrich ahora?
– Bueno… -Anna estiró la palabra para enfatizar su inseguridad-. Me da la impresión de que ahora cree que estaba equivocado. Después de todo, Fendrich al parecer tenía una buena coartada para el momento de la desaparición de Paula.
– ¿Pero?
– Pero Klatt sigue sosteniendo que tiene un «presentimiento» sobre Fendrich. Que es posible que hubiera algo menos que apropiado en su relación con Paula. Sugirió que tal vez valdría la pena echarle otra ojeada a Fendrich, aunque dijo que no conviene que él participe. Al parecer, Fendrich estuvo a punto de amenazarlo con una orden de alejamiento y una demanda por acoso.
– Entonces ¿dónde lo encontramos? ¿Sigue en la escuela?
– No -respondió Anna-. Se ha trasladado a otra escuela. Esta vez en Hamburgo. -Anna consultó el expediente-. En Rahlstedt. Pero al parecer todavía vive en la misma casa que hace tres años. También está en Rahlstedt.
– De acuerdo -dijo Fabel, mirando su reloj y levantándose de la silla-. Herr Fendrich ya debe de haber regresado del trabajo hace bastante rato. Me gustaría averiguar si tiene una coartada para el momento en que fue asesinada la chica de la playa. Hagámosle una visita.
La casa de Fendrich en Rahlstedt era un chalet bastante grande y sólido, un poco alejado de la calle en una hilera de cinco edificaciones similares. En alguna época habían aspirado a una fracción del prestigio de las residencias más suntuosas de Rotherbaum y Eppendorf, pero después de sobrevivir a los bombarderos británicos de la guerra y a los planificadores de los años cincuenta, presentaban un aspecto discordante en medio de las viviendas que, siguiendo el plan habitacional de posguerra, se habían construido en Rahlstedt a gran velocidad para albergar a la población del centro de Hamburgo que había quedado sin hogar debido a los bombardeos.
Fabel aparcó al otro lado de la calle. Cuando Anna y él se acercaron a la hilera de chalés, Fabel se dio cuenta de que, mientras los otros edificios se habían dividido en dos o más apartamentos, la vivienda de Fendrich ocupaba uno entero. El edificio tenía un aire desvaído y melancólico; el pequeño jardín de la parte delantera estaba descuidado y había atraído los desechos indeseados de los que pasaban por allí.
Fabel apoyó la mano en el brazo de Anna cuando ella empezaba a subir la media docena de escalones de piedra hacia la puerta principal. Le señaló el punto en que la pared de la casa le encontraba con el abandonado jardín; había dos ventanas pequeñas y poco profundas con un cristal sucio. Fabel pudo ver la difusa silueta de tres barrotes detrás de cada una de ellas.
– Un sótano… -dijo Anna.
– Un lugar donde podrías tener a alguien «bajo tierra»…
Subieron los escalones y Fabel presionó el antiguo botón de porcelana del timbre.
– Haz las preguntas tú, Anna. Yo intervendré si siento que hay alguna otra cosa que quiera saber.
La puerta se abrió. A Fabel le dio la impresión de que Fendrich parecía más cercano a los cincuenta años que a los cuarenta. Era alto y delgado, de tez grisácea. Su descolorido pelo rubio era ralo y lacio y la luz del vestíbulo le hacía brillar el cuero cabelludo en la parte superior de su cabeza ovoide. Fendrich recorrió con la mirada a Anna y a Fabel con una expresión de curiosidad e indiferencia. Anna le enseñó la placa ovalada de la Kriminalpolizei.
– KriPo de Hamburgo, Herr Fendrich. ¿Podríamos hablar ion usted?
La expresión de Fendrich se endureció.
– ¿ De qué se trata?
– Pertenecemos a la Mordkommission, Herr Fendrich. Antes de ayer se halló el cuerpo de una joven en la playa de Blankenese…
– ¿Paula? -interrumpió Fendrich-. ¿Era Paula? -Su expresión volvió a cambiar: esta vez era más difícil de descifrar, pero Fabel reconoció algo parecido al pavor en ella.
– Si pudiéramos conversar dentro de la casa, Herr Fendrich… -sugirió Fabel en un tono quedo y tranquilizador. Fendrich pareció confundido durante un momento; luego, resignado, se hizo a un lado para dejarlos pasar. Después de cerrar la puerta, señaló la primera habitación contigua a la sala, a la izquierda.
– Pasen a mi estudio.
La habitación era grande y desordenada y parecía inhóspita bajo la cruda luz de un tubo fluorescente demasiado fuerte que pendía incongruente de un elaborado rosetón. Había estanterías en todas las paredes excepto en la que tenía una ventana que daba a la calle. Un gran escritorio ocupaba casi exactamente el centro de la sala; su parte superior estaba llena de más libros y papeles y una cascada de cables y enchufes que salían del ordenador y la impresora que descansaban en él. Había pilas de revistas y periódicos atados con hilos y apilados, como bolsas de arena, debajo de la ventana. Parecía un completo caos, pero después de mirar toda la habitación, Fabel percibió una especie de desorden organizado; daba la impresión de que Fendrich probablemente podía localizar lo que quisiera en un instante y con mayor facilidad que si todo estuviera cuidadosamente catalogado y clasificado. Había algo en la sala que sugería concentración, como si buena parte de la vida de su ocupante -una vida monótona y funcional- tuviera lugar allí. Fabel sintió la urgencia de revisar el resto de esa gran casa, de ver qué había más allá de ese pequeño centro.