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La tensión en los hombros angulosos de Fendrich se aplacó y el desafío de sus ojos se suavizó, pero de todas maneras no parecía del todo convencido. Volvió a mirar la fotografía de la chica muerta. La contempló durante un rato largo y silencioso.

– Es el mismo hombre -dijo por fin. Anna y Fabel se miraron entre sí.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Anna.

– Lo que quiero decir es que ustedes tienen razón… Hay una conexión. Dios mío, esta chica podría ser su hermana, el parecido es sorprendente. Quienquiera que matara a esta chica debía de conocer a Paula. Conocerla muy bien. -Los ojos opacos de Fendrich volvieron a brillar de dolor-. Paula está muerta, ¿verdad?

– No lo sabemos, Herr Fendrich…

– Sí. -Fabel interrumpió la respuesta de Anna-. Sí, mucho me temo que lo está.

9

Viernes, 19 de marzo. 21:30 h

Naturpark Harburger Berge, sur de Hamburgo

Buxtehude era un chiste. Un lugar donde «wo sich Fuchs und Base gute Nacht sagen». Un lugar donde nunca pasaba nada.

Para Hanna, ser de Buxtehude tenía un significado claro e inequívoco. Significaba venir del quinto pino. Ser un paleto. Ser un don nadie. Hanna Grünn había salido de Buxtehude, pero allí sentada, esperando en su VW Golf de cinco años de antigüedad, en medio de ese espeluznante aparcamiento del bosque, pensó con amargura que no había llegado muy lejos. Tan sólo hasta esa estúpida panadería de mierda.

Desde los catorce años, Hanna siempre había sido atractiva para los chicos. Era alta, con una figura bien formada y el pelo largo y rubio, y había sido la chica más popular de su escuela. No era inteligente, pero sí lo bastante lista como para darse cuenta de ello y utilizar otros recursos para lograr lo que quería. Y lo que más quería era salir corriendo de Buxtehude. Recortaba y coleccionaba artículos sobre la carrera de Claudia Schiffer que contaban cómo ésta había sido arrancada de la oscuridad mientras estaba en una disco y que hablaban de sus primeros contratos como modelo, de las sumas fenomenales que había ganado, de los exóticos lugares en los que había estado. De modo que a los dieciocho años Hanna dejó atrás Buxtehude, decidida, con la inflexible determinación de la juventud, a empezar una carrera como modelo en Hamburgo. Sin embargo, no había tardado mucho en darse cuenta de que las recepciones de todas las agencias en las que tuvo que esperar estaban atestadas con otros clones de Claudia Schiffer. En su primera entrevista había enseñado la carpeta con las fotos que le había hecho un fotógrafo local antes de irse de su casa. Un marica alto y flacucho y una mujer de casi cincuenta años, que evidentemente era una ex modelo, casi se echaron a reír mientras hojeaban sus fotos. Luego le preguntaron a Hanna de dónde era. Cuando ella respondió «soy de Buxtehude», los bastardos lanzaron una carcajada.

La historia había sido la misma en la mayoría de las otras agencias. Hanna sentía que la vida que había imaginado se evaporaba en el aire. De ninguna manera regresaría a Buxtehude, pero lo que antes había sido, en su mente, la certeza de una carrera como modelo, se había convertido en un sueño y no faltaba mucho para que fuera tan sólo una fantasía. Por fin, después de revisar las guías telefónicas, encontró una agencia en Sankt Pauli. Hanna no era tan inexperta como para no darse cuenta de lo que significaba el hecho de que la oficina de la agencia estuviera justo encima de un club de striptease. El cartel de la puerta le confirmó que la agencia se especializaba en «modelos, bailarinas exóticas y acompañantes», y el italiano fornido, de baja estatura y chupa de cuero que la dirigía parecía más un criminal que una figura de la industria de la moda. El, para ser justos, había hablado claro. Le había dicho a Hanna que era guapísima, que tenía un cuerpo grandioso y que él podía conseguirle mucho trabajo, pero que sería, en su mayoría, para hacer vídeos. «Follar de verdad, ¿entiendes?»

Cuando Hanna le respondió al italiano que no estaba interesada, éste se limitó a encogerse de hombros y dijo: «bueno». Pero le entregó una tarjeta y le sugirió que se pusiera en contacto con él si cambiaba de idea. De regreso en el dormitorio de su apartamento compartido, Hanna se llevó la almohada a la boca para amortiguar los sollozos enormes e incontrolables que la sacudían. Lo que más la había deprimido era la actitud empresarial, casual, con que el italiano le había dicho que el trabajo en vídeo implicaría «follar de verdad». No se había mostrado particularmente sórdido, no había estado lascivo: sólo le había ofrecido una descripción del trabajo, igual que si le hubiese explicado los detalles de un empleo en una oficina. Pero lo que más la había afectado era que estaba claro que él pensaba que ella no valía más que para eso. Que aquello era lo único a lo que podía aspirar. Fue entonces cuando empezó a buscar un empleo común y corriente; y, sin preparación como secretaria, sin el Abitur que le conferiría una mínima titulación, sus posibilidades eran muy limitadas.

Luego encontró un puesto en la Backstube Albertus, en una línea de producción junto a mujeres gordas, estúpidas, de mediana edad, que jamás habían tenido una sola ambición en toda BU vida. A partir de ese momento, día tras día, allí estaba ella, ron su brillante pelo rubio recogido bajo un gorro elástico de panadería, con su cuerpo perfecto oculto tras un batín blanco sin forma, recubriendo tartas de cumpleaños con una sensación de hundimiento cada vez mayor.

Pero no por mucho tiempo. Pronto Markus la sacaría de iodo aquello. Pronto alcanzaría las riquezas y el estilo de vida que siempre había deseado. Markus era el dueño de la panadería y si follar al jefe era lo que hacía falta para obtener lo que quería, entonces lo haría. Y ahora estaba muy cerca: Markus le había prometido que dejaría a esa vaca frígida que tenía por esposa. Luego se casaría con Hanna.

Miró su reloj. ¿Dónde demonios estaba él? Siempre llegaba larde, en la mayoría de los casos por culpa de su esposa. Hanna recorrió con la mirada la densa masa de árboles que rodeaban el aparcamiento, un negro más oscuro contra un cielo oscuro y sin luna. Detestaba encontrarse con él en ese sitio; era un lugar espantoso. Le pareció ver que algo se movía entre los árboles. Miró fijamente la oscuridad durante un momento y luego se relajó, dejando escapar un suspiro de impaciencia.

El ya la había seguido antes hasta allí, pero no se había atrevido a seguirla por la carretera hasta el aparcamiento del Naturpark por miedo a ser demasiado conspicuo; el único vehículo además del de ella en una ruta aislada que llevaba justo hasta ese sitio. Por eso había venido durante el día y había estudiado el lugar. De modo que esa noche, después de haberla seguido lo suficiente como para establecer hacia dónde se dirigía, se le adelantó y llegó allí primero. Su conocimiento del Naturpark reveló un angosto sendero auxiliar utilizado por los guardas forestales para el mantenimiento del bosque. Condujo la motocicleta hasta la mitad del sendero y luego apagó las luces y el motor, dejando que se deslizara un momento antes de esconderla entre los árboles. Luego anduvo el resto del camino para evitar que cualquiera que se encontrara en el aparcamiento oyera el ruido de la motocicleta. Ahora estaba en el borde de los árboles, fuera de la vista, observando a la puta que esperaba a su amante casado. Sintió la excitación de una sombría anticipación, el conocimiento de que pronto la ira y el odio que lo invadían como un cáncer saldrían a la luz. Ellos iban a sufrir. Los dos iban a enterarse de lo que era experimentar un dolor verdadero. Ella se volvió en su dirección. Él no se echó hacia atrás; no se movió. Ella miró directamente hacia él, atisbando en la oscuridad, pero esa estúpida perra no pudo verlo. No faltaba mucho para que lo hiciera.

El rayo de los faros delanteros de un coche recorrió los árboles y él se movió un poco hacia atrás. Era un Mercedes deportivo. El coche de Markus Schiller. Vio cómo el coche aparcaba junto al Golf y Schiller ensayaba un gesto de disculpa. Desde su posición estratégica, escondido tras los árboles, observó a Hanna salir del Golf, cerrar la puerta de un golpe, pasarse al Mercedes de mal humor y subirse al asiento del pasajero.