Ella estaba sentada y se sentía envejecer. En una semana cumpliría treinta y un años. Heinz, su agente, estaría al llegar. Venía a ayudarla a prepararse para la fiesta de cumpleaños. Heinz se aseguraría de que todo saliera bien; era un gay extravagante y activo que combinaba una energía ilimitada con una determinación tenaz y una eficiencia férrea. Era un buen agente, pero, en mayor medida, también era lo más parecido a un amigo de verdad que Laura tenía. Sabía que el interés de Heinz por ella iba más allá de «cuidar el talento»; él era la única persona que había logrado atravesar las defensas de Laura y había entendido el alcance de su tristeza. Y en poco tiempo aquel caserón se llenaría con la exuberancia de Heinz. Pero, por el momento, estaba en silencio.
La habitación en la que Laura estaba sentada era uno de los dos lugares en los que le gustaba retraerse. Ambos se encontraban en su amplio chalé de Blankenese; uno era esa sala grande, demasiado luminosa y deliberadamente incómoda, con la inflexible dureza de la silla, del suelo de madera y de sus paredes blancas; el otro era la sala de la piscina adosada a un costado de la casa, que daba al patio y en la cual, cuando uno nadaba hacia los inmensos ventanales que se encontraban en un extremo de la piscina, tenía la sensación de estar hundiéndose en el cielo. Esos eran los lugares en los que Laura von Klostertadt se encontraba consigo misma.
Esta sala, sin embargo, estaba vacía, salvo por la incómoda silla en la que ella se había sentado y un único mueble contra una de las paredes. La cadena de audio que estaba en el mueble era el único elemento de confort o de placer que se había permitido en ese espacio.
Era una estancia luminosa. Era la habitación que la había convencido de mudarse a esa casa. Era grande, con un techo alto de yeso enmarcado con molduras ornamentadas e iluminada por la luz que entraba por el amplio ventanal. Ideal para un cuarto de niños, había pensado, y en ese momento había decidido comprar la casa.
Pero no era un cuarto de niños. Lo había dejado blanco y austero, convirtiendo su luminosidad en algo inflexiblemente estéril. Era el sitio en el que Laura se sentaba a pensar sobre un niño de diez años que no existía. Que, en realidad, jamás había existido. Laura se sentaba en aquella silla incómoda, en la habitación blanca y estéril, y pensaba en cómo se habría visto con colores fuertes, con juguetes. Con un niño.
Era mejor así. La experiencia que había tenido Laura con su propia madre la había llevado a creer que tener un niño equivaldría simplemente a pasar a otra generación los sufrimientos que ella misma había padecido. No era que la madre de Laura hiera cruel. Jamás le había pegado ni humillado adrede. Era, tan sólo, que estaba claro que Margarethe von Klostertadt, la madre de Laura, jamás había sentido nada en particular por fila. A veces Margarethe miraba a Laura de una manera desconcertante y un poco negativa, como si estuviera tratando de evaluarla, de definir quién era exactamente y de qué manera debía encajar en su vida. Laura siempre había tenido plena conciencia de que, de una manera sólo evidente para su madre, rila debía de haberse portado mal. Había sido una niña mala. No cabía duda de que Margarethe había identificado todos los defectos de Laura como niña y los había realzado con el glacial reflector de su desaprobación. Su madre, sin embargo, también había reconocido la extraordinaria belleza de Laura; de hecho, la había aislado, como si fuera su única virtud. Al principio, incluso, había manejado su carrera, antes del nombramiento de Heinz. Había trabajado sin descanso, de una manera hasta obsesiva, para promover la carrera de Laura y asegurarse de que se convirtiera en una parte prominente del círculo social al que los Von Klostertadt pertenecían. Pero Laura no tenía ningún recuerdo de la infancia de su madre jugando con ella. Cuidándola. Sonriéndole con una calidez genuina.
Y luego se había producido el problema.
Casi exactamente diez años antes, cuando la belleza de Laura acababa de florecer y los contratos de modelo empezaban a llegar, alguien, de alguna manera, había conseguido atravesar las duras defensas que Margarethe von Klostertadt había construido alrededor de su hija. Que Laura había construido alrededor de sí misma.
La madre de Laura se hizo cargo de la situación; lo organizó todo. Laura no le había dicho que estaba embarazada; ella misma apenas acababa de descubrirlo, pero a través de algún medio casi místico que Laura no pudo atribuir al instinto maternal, su madre se enteró del embarazo. Laura jamás volvió a ver a su novio, y jamás volvió a mencionarlo o incluso a pensar en él. Sabía que su madre se había asegurado de que él nunca reapareciera; la familia Von Klostertadt tenía los medios para imponer su voluntad a los demás y la riqueza para comprar I aquellos que no se doblegaban. Una semana antes de su vigésimo primer cumpleaños, se organizaron unas breves vacaciones: una clínica privada en Londres. Luego la carrera social y de modelo de Laura continuó como si nada hubiera ocurrido.
Qué extraño, ella siempre pensó que habría sido un varón. No sabía por qué, pero ésa era la forma en que siempre había imaginado a su hijo.
Oyó el ruido de un coche en la entrada. Heinz. Suspiró, se levantó de la silla y salió hacia el vestíbulo.
13
Domingo, 21 de marzo. Mediodía
Naturpark Harburger Berge, sur de Hamburgo
Los descubrimientos tuvieron lugar casi al mismo tiempo.
El Kommissar Hermann comunicó por radio que habían encontrado dos coches -un lujoso Mercedes deportivo y un VW Golf más viejo- semiocultos en el bosque en el extremo sur del Naturpark. Este tipo era listo. Metódico. Si había conducido con el primer coche hasta aquel sitio, el asesino habría necesitado veinte minutos para regresar andando hasta el secundo. Fabel quería detalles, pero no deseaba discutir el hallazgo por la radio, de modo que llamó a Hermann al móvil.
– Mandaré a Herr Brauner y a su equipo hasta allí apenas luyan terminado aquí. Asegúrese de que el escenario se mantenga protegido.
– Por supuesto -dijo Hermann, y Fabel se dio cuenta de que se había ofendido ligeramente.
– Lo siento -dijo-. Usted ya ha dejado muy claro con su trabajo aquí que sabe cómo preservar una escena. ¿Hay algo allí que le llame la atención?
– El Mercedes es la escena del crimen, como suponía. Pongámoslo de esta manera: el tapizado ya no volverá a ser como antes. Hay un maletín en el asiento trasero. Es muy posible que podamos obtener alguna identificación de él, pero evidentemente aún no lo hemos tocado. Hemos comprobado el número de placa; el coche está a nombre de una empresa, Backstube Albertus, ubicada en Bostelbek, en la zona de Heimfeld de la ciudad. He hecho que se comuniquen con ellos para averiguar quién lo conduce. Por el momento sólo decimos que lo hemos encontrado abandonado. El Golf pertenece a una tal Hanna Grünn. Está registrado en un domicilio de Buxtehude.
– Bien. Iré con Herr Brauner cuando terminemos aquí.
– Hay algo extraño -dijo Hermann-. Casi daría la impresión de que no tenía muchas ganas de esconder los coches. Podría haberlos quemado.
– No… -dijo Fabel-. Sólo estaba ganando un poco de tiempo. Poniendo más distancia entre nosotros y él. Quería que viéramos dónde los mató. Sólo que quería que lo hiciéramos cuando a él le convenía.
Fue Holger Brauner quien hizo el otro descubrimiento. Guió a Fabel de regreso hasta el aparcamiento principal y los bordes del bosque. Había un sitio donde la maleza estaba menos crecida y, después de empujar unas ramas, ambos llegaron a un sendero estrecho, ni siquiera lo bastante ancho como para formar un cortafuegos. Alguna vez había sido un segundo camino hacia el claro, pero tan estrecho que evidentemente estaba pensado sólo para caminantes o ciclistas, o simplemente como un acceso. Fabel soltó una maldición cuando los zapatos color tostado por los que tanto había pagado en Londres se hundieron en la turba.