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Fabel le sostuvo la mirada. Esa obscenidad no le sentaba bien a la dignidad y la compostura de Vera Schiller. Y ésa era, desde luego, la razón por la que la había utilizado.

– Estoy seguro de que entenderá, Frau Schiller, que tengo que preguntarle dónde estuvo anoche.

Otra vez la risita amarga.

– ¿La esposa engañada, llena de furia, que se venga de su marido? No, Herr Fabel, no tenía ninguna necesidad de recurrir a la violencia. No tenía conocimiento de que había algo en-t re Markus y Fräulein Grünn. Y si lo hubiera sabido, no me habría importado. Markus tenía muy presente que había límites más allá de los cuales no podía empujarme. Mire, yo soy la dueña de la compañía Backstube Albertus. Era la empresa de mi padre. Markus es… -Hizo una pausa y frunció el ceño, luego negó con la cabeza, como si le irritara su incapacidad de adaptarse a una nueva realidad-. Markus era apenas un empleado. También soy la dueña de esta casa. No tenía necesidad de matar a Markus. De un solo golpe podía dejarlo sin dinero y sin casa. Para una persona con los gustos caros de Markus, ésa era la peor de las amenazas.

– ¿Dónde estuvo anoche? -repitió la pregunta Werner.

– Fui a un acto en Hamburgo, de la industria de la alimentación, donde estuve hasta cerca de la una de la mañana. Puedo proporcionarles todos los detalles.

Fabel volvió a contemplar la sala. Había dinero allí. En cantidad. Con los contactos adecuados, uno podía comprar cualquier cosa en Hamburgo si contaba con el dinero suficiente. Incluyendo a un asesino. Se levantó del sofá, que era excesivamente incómodo.

– Gracias por su tiempo, Frau Schiller. Si no le molesta, me gustaría visitar las instalaciones de su empresa y hablar con algunos de los empleados. Entiendo que tal vez cierre la Backstube Albertus durante unos días, pero…

Vera Schiller interrumpió a Fabel.

– Mañana abriremos como todos los días. Estaré en mi oficina.

– ¿Va a trabajar mañana? -Si Werner estaba tratando de disimular su incredulidad, fracasó miserablemente.

Frau Schiller se puso de pie.

– Pueden enviarme el procedimiento para una identificación formal a mi despacho.

Cuando salieron por el camino hacia la carretera principal, los tupidos árboles parecieron cerrarse detrás de ellos. Fabel trató de imaginar a Frau Schiller, sola en el decorado estudio, en el momento en que la muralla que había construido se desmoronara y dejara que toda su pena y sus lágrimas la inundaran. Pero, por alguna razón, no pudo hacerlo.

15

Domingo, 21 de marzo. 21:00 h

PÓSELDORF, HAMBURGO

Cuando Fabel abrió la puerta de su apartamento, sonaba un ('D de música clásica y se oían ruidos desde la cocina, lo que lo llenó de una extraña mezcla de sentimientos. Lo tranquilizaba y reconfortaba estar volviendo a algo que no era un espacio vacío. Que alguien lo esperara. Pero, al mismo tiempo, no podía evitar experimentar una especie de sensación de invasión. Se a legró de que Susanne y él aún no hubieran tomado la decisión de vivir juntos, o, al menos, le pareció que se alegraba. Tal vez pronto llegaría el momento. Pero todavía no. Y sospechaba que ella sentía lo misino. Por otra parte, diferir la decisión lo preocupaba; en su vida profesional, su mismo papel lo obligaba a ser decisivo, pero en su vida personal parecía incapaz de tomar decisiones, buenas, en cualquier caso, razón por la cual siempre tendía a postergarlas. Y era plenamente consciente de que sus vacilaciones, su vaguedad, habían sido, al menos en parte, responsables del fracaso de su matrimonio con Renate.

Se quitó la cazadora Jaeger y se desabrochó el arma y la tunda. Dejó ambas cosas sobre el sofá de cuero. Pasó a la cocina. Susanne estaba preparando una tortilla para sumar a la ensalada que ya había hecho. Un Pinot Grigio enfriado ya estaba escarchando dos copas de vino.

– Pensé que llegarías con hambre -dijo ella cuando él se le acercó por detrás y le rodeó la cintura con los brazos. Llevaba recogido su pelo largo y oscuro y él le besó el cuello descubierto. El sensual olor de Susanne le llenó los orificios nasales y él lo absorbió. Era el olor de la vida. Del vigor. Era como un buen vino después de un día con los muertos.

– Tengo hambre -respondió-. Pero primero necesito ducharme…

– Gabi ha telefoneado -le gritó Susanne cuando él entraba en la ducha-. Nada importante. Quería charlar. Habló con tu madre; se encuentra bien.

– Bien. Las llamaré a las dos mañana. -Fabel sonrió. Estuvo preocupado porque a su hija Gabi le molestase la presencia de Susanne. No fue así; ambas se llevaron bien desde el principio. Susanne se encariñó de inmediato con la inteligencia y el ingenio de Gabi y a ésta le impresionó la belleza, el estilo y el trabajo «super guay» de Susanne.

Después de cenar, Fabel y Susanne se sentaron a charlar sobre todo y sobre cualquier cosa excepto el trabajo. La única mención que hizo Fabel sobre los sucesos del día fue preguntarle a Susanne si podía asistir a su reunión sobre el caso la tarde siguiente. Fueron a la cama e hicieron el amor de una manera somnolienta y perezosa antes de quedarse dormidos.

Él se incorporó de pronto apenas se despertó. Sintió un chorro de sudor en la espalda.

– ¿ Estás bien? -Susanne parecía alerta. Debía de haberla despertado-. ¿Otra pesadilla?

– Sí… No lo sé… -Frunció el ceño en la oscuridad, atisbando, a través de la puerta del dormitorio y los ventanales, el resplandor de las luces que se reflejaban en las aguas del Aussenalster, como si quisiera divisar la huidiza pesadilla-. Creo que sí.

– Esto está ocurriéndote con demasiada frecuencia, Jan -dijo ella, tocándole el brazo-. Estos sueños indican que no estás haciendo frente a… bueno, a las cosas a las que tienes que hacer frente.

– Me encuentro bien -dijo él con una voz demasiado fría y dura. Se volvió hacia ella y endulzó el tono-. Me encuentro bien. En serio. Tal vez haya sido esa tortilla de queso que hiciste… -Se echó a reír y volvió a tumbarse en la cama. Ella tenía razón, los sueños estaban empeorando. Cada caso nuevo parecía invadirlo mientras dormía-. Ni siquiera puedo recordar de qué se trataba -mintió. Dos niños sin rostro, un varón V una niña, estaban sentados en un claro del bosque, comiendo un picnic frugal. La mansión de Vera Schiller asomaba entre los árboles. No ocurría nada en el sueño, pero había sentido una abrumadora atmósfera de maldad.

Se quedó tumbado en la oscuridad, pensando, recorriendo ron la mente la ciudad. Sus pensamientos vagaron hasta el solitario bosque del sur. «Hänsel y Gretel.» Niños perdidos en la parte más oscura del bosque. A lo largo del oscuro Elba, hacia las pálidas arenas de la Blankenese Elbstrand. Una chica tumbada en la orilla. Ése era el comienzo. Se suponía que Fabel debía entenderlo. Ésas eran las notas de la obertura y él no había comprendido su significado.

Su cansada mente empezó a errar, mezclando cosas inconexas. Pensó en Paul Lindemann, el joven policía que había perdido en su último caso importante y sus pensamientos se volvieron hacia Henk Hermann, el Komissar uniformado que había preservado la escena en el Naturpark, y luego hacia Klatt, el KriPo Kommissar de Norderstedt. Dos personas ajenas al equipo de la Mordkommission, una de las cuales, creía él, pronto se convertiría en un miembro permanente. Pero aún no sabía cuál sería. Se oyeron risas desde el exterior. En alguna parte de la Milchstrasse había gente que salía de un restaurante. Otras vidas.

Fabel cerró los ojos. «Hänsel y Gretel.» Un cuento de hadas. Recordó la entrevista radial que había oído en el camino de regreso de Norddeich, pero su cansado cerebro bloqueó el nombre del autor. Le preguntaría a su amigo Otto, dueño de una librería de la Alsterarkaden.