Un poco después, Fabel preguntó:
– ¿Recuerdas cuando te leía cuentos antes de dormir?
– Sí, papi. No me digas que vas a meterme en la cama con un vaso de leche caliente y me vas a leer «Pedrito el Greñoso» cuando vaya a tu casa.
Fabel se echó a reír.
– No… No, no lo haré. ¿Recuerdas que nunca me dejabas que te leyera cuentos de los hermanos Grimm? ¿Ni siquiera «Blancanieves» o «La bella durmiente»?
– Claro que lo recuerdo. Detestaba esos cuentos.
– ¿Por qué?
– En realidad no lo sé. Eran espantosos. No… inquietantes. Se suponía que eran para niños, pero en realidad eran para adultos. Un poco como los payasos, ¿sabes? Se supone que son divertidos y amables, pero no lo son. Son siniestros, oscuros. De una oscuridad antigua… como esas máscaras talladas en madera que usan en el sur para el Fasching, el carnaval. Se nota que tienen que ver con toda clase de cosas antiguas en las que la gente creía de verdad en aquella época. ¿Por qué lo preguntas?
– Oh, nada. Es sólo por algo que ha surgido hoy. -Fabel desvió la conversación a cuestiones familiares y a los preparativos para el fin de semana. Eso era lo más lejos que había llegado en incorporar la sombra de su trabajo en la relación con su hija. Después de colgar, se preparó un plato de pasta, se sirvió más vino y se sentó a leer, mientras comía, la introducción del libro de Gerhard Weiss.
Alemania es el corazón de Europa y la Märchenstrasse es el alma de Alemania. La Märchenstrasse es la historia de Alemania. La Märchenstrasse es Alemania.
Nuestro idioma, nuestra cultura, nuestros logros y fracasos, nuestra gracia y nuestra perversidad: todas estas cosas pueden encontrarse en la Ruta de los Cuentos de Hadas. Siempre ha sido así y siempre lo será. Somos los niños perdidos en el bosque, guiados sólo por nuestra inocencia; pero también hemos sido los lobos que atacan a los débiles. Nosotros, los alemanes, hemos aspirado, más que a ninguna otra cosa, a la grandeza: un gran bien y un gran mal. Ése ha sido siempre nuestro camino, con sus curvas y desvíos, y el cuento folklórico alemán es un relato de pureza y corrupción, de inocencia y malicia.
Esta historia es la historia de un gran hombre. Un hombre que nos ayudó a entendernos a nosotros mismos y a nuestro idioma. Este cuento, porque no es más que un cuento, sigue a este gran hombre por la Marchenstrasse, por el camino que él verdaderamente siguió; pero también formula una pregunta: ¿Y si se hubiera desviado del camino y hubiera entrado en la oscuridad del bosque?
Fabel hojeó el resto de las páginas. El libro era una versión ficcionalizada de un Reisetagebuch, el diario de viajes de Jakob Grimm cuando recorría Alemania en busca de cuentos de hadas. Grimm aparecía retratado como un pedante fastidioso que prestaba la misma atención a los detalles de los asesinatos que cometía que a su obra como filólogo y folklorista. Luego Fabel llegó a un capítulo que lo hizo dejar a un lado la copa de vino. Se titulaba «El niño cambiado».
El cuento «El niño cambiado» es ejemplar; también es uno de los más antiguos de nuestra tradición. No sólo articula el mayor de los temores, el de perder a un hijo, sino también el horror de que algo falso, malévolo y pernicioso se hubiera introducido en nuestra familia y en nuestro hogar. Más aún, advierte a los padres de que serán castigados si dejan de vigilar o descuidan a quienes están a su cargo. El relato de «El niño cambiado» puede encontrarse en innumerables versiones a lo largo de Alemania, los Países Bajos, Dinamarca, Bohemia, Polonia y más allá. Incluso Martín Lutero creía firmemente en los niños cambiados y escribió varios tratados sobre cómo escaldarlos, ahogarlos o pegarles hasta que el diablo viniera a reclamarlos.
Jamás he eludido una tarea difícil, pero hasta ahora éste es el relato que más me ha costado recrear en la realidad. Como en cada uno de los cuentos que he reconstruido, primero me ocupé de los preparativos con mucho detalle y gran entusiasmo. Para este cuento necesitaba encontrar a dos niños: uno para que representara el papel del Niño Cambiado, mientras el otro tenía que ser un niño verdadero que yo pudiera quitarle a su madre.
Los investigadores que trabajan para mí y para mi hermano nos habían llevado al norte de Alemania, y habíamos encontrado un modesto alojamiento en una aldea cerca de la costa báltica. En los últimos días que pasamos en la aldea noté a una joven de piel muy clara y cabello muy rubio que ejemplificaba la estupidez robusta, honesta y firme de los campesinos de Alemania del norte. Esta mujer siempre tenía consigo a un hijo recién nacido que llevaba primero en un brazo y después en el otro. Yo sabía, por la obra de otros eminentes folkloristas, y por mis propias investigaciones, que este hábito de pasar al niño de un brazo a otro se conocía como llevar al bebé «cambiado». Una superstición muy extendida desde Renania y Hessen hasta Mecklenburg y la Baja Sajonia sostiene que llevar a un bebé «cambiado» aumenta en gran medida las probabilidades de que termine en manos de la Gente Subterránea. Supuse que aquel niño aún no había sido bautizado y que tendría menos de seis semanas, lo que, como es sabido, concuerda con las preferencias de los secuestradores. Más aún, ni esa campesina ni su familia habían tomado las cuatro precauciones para proteger a un recién nacido de la Gente Subterránea que yo he enumerado en mi libro Deutsche Mythologie: colocar una llave junto al infante; nunca dejar solas a las mujeres en las seis semanas posteriores al alumbramiento porque en ese período son más vulnerables a la influencia del diablo; no permitir que la madre duerma durante las primeras seis semanas a menos que haya alguien vigilando al bebé; cada vez que la madre salga de la habitación, dejar encima del niño una prenda del padre, en especial los pantalones.
Como aquella madre no había tomado ninguna de esas precauciones, éste sería, entonces, el niño «verdadero» del cuento, que ilustraría a la perfección la perdurable verdad de la leyenda y recordaría a la gente de esta zona lo necio de no acatar las prohibiciones antiguas. El secuestro en sí de este niño parecía ser la parte más sencilla del plan. Yo había observado exhaustivamente la rutina de la mujer y había tomado notas detalladas. Había llegado a la conclusión de que había un momento, inmediatamente después del mediodía, en que dejaba al bebé dormido al aire libre mientras ella se ocupaba de las tareas hogareñas. Sabía que ése era el momento en que podría efectuar el cambio. Una vez que pudiera secuestrarlo, por supuesto, ya no tendría necesidad de conservar al niño «verdadero» y dispondría de él rápidamente. En su lugar, dejaría a un niño sustituto; esa parte sería más difícil. Se sabe que los niños sustitutos son más bastos que aquellos cuyo lugar han usurpado. Esto concuerda con el hecho de que son hijos de la Gente Subterránea, una raza tan inferior a la verdadera humanidad y tan desagradable a la vista que se esconden bajo tierra, en la noche o en las sombras más oscuras del bosque.
Consideré este problema durante unos días hasta que me enteré de que unos gitanos habían acampado cerca de la aldea. Sabía que como los aldeanos sentían hostilidad hacia los gitanos, éstos no se aventurarían en la población. Si, por lo tanto; mi plan no resultaba y los ancianos no recurrían a las antiguas creencias sobre la Gente Subterránea para explicar el secuestro y la sustitución, entonces no buscarían más allá de los gitanos que habían acampado en las cercanías. En realidad, tampoco estoy seguro de que ello implicase un fracaso en recrear el cuento tal cual yo lo había registrado, puesto que, en el transcurso de mis investigaciones, con frecuencia me he preguntado si los gitanos u otros grupos itinerantes no habrán inspirado las historias sobre la Gente Subterránea. La instintiva desconfianza y hostilidad que sentimos hacia los extranjeros y los extraños siempre me ha parecido una potencial herramienta de manipulación. En este caso, los prejuicios ignorantes me protegerían de las sospechas.