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Otto asintió con un gesto de su inmensa y puntiaguda cabeza.

– Eran personas muy dedicadas y talentosas. Y formaban un equipo formidable. Su trabajo con el idioma alemán, con la lingüística en general, fue, como sabes, pionero. Y sigue teniendo influencia a día de hoy. Ellos definieron la mecánica del lenguaje, la forma en que los lenguajes evolucionan y toman elementos uno del otro. Es irónico que se los recuerde como autores de cuentos cuando en realidad no escribían. Bueno, en realidad, sí editaron y reescribieron algunas de las versiones posteriores, para hacerlas más aceptables.

– Mmm, es cierto… -Susanne bebió un sorbo de vino y luego dejó la copa sobre la mesa-. Como psicóloga, me resultan fascinantes los cuentos de hadas. Hay muchas cosas profundas en ellos. Muchas cuestiones sexuales.

– Exacto -dijo Otto, sonriéndole a Susanne-. Los hermanos Grimm no eran escritores: eran compiladores, lingüistas y filólogos que recorrieron lugares remotos de Hessen y otros sitios del norte y centro de Alemania, recopilando viejos relatos y fábulas folklóricos. Al principio no reescribían ni embellecían los cuentos tradicionales que compilaban. Pero la mayoría de aquellos relatos no eran tan agradables como aparecieron en las ediciones posteriores, ni tan asquerosamente endulzados como en las versiones de Disney y otros. Cuando sus compilaciones se convirtieron en éxitos de ventas, en especial las de los cuentos infantiles, comenzaron a quitar o a hacer más asépticos algunos de los elementos más oscuros y sexuales.

– Por eso todos seguimos teniendo un poco de miedo de los cuentos de hadas -añadió Susanne-. Nos los cuentan en la cama antes de dormir cuando somos niños pero en realidad son advertencias e instrucciones sobre cómo evitar toda clase de males y peligros. Y también tratan de los riesgos que se ocultan en las cosas que conocemos y que nos inspiran confianza. El hogar. La amenaza de lo conocido y familiar es tanto parte de esas fábulas como el temor a lo desconocido. Y es interesante que uno de los motivos más comunes de esos relatos sea la madrastra perversa.

– Weiss sostiene que estos relatos folklóricos son la verdad fundamental que se oculta bajo nuestros temores y prejuicios. Como Susanne ha dicho, nuestra psicología. -Fabel hizo una pausa para coger otro bocado de tagliatelli-. El afirma que, cada vez que nos sentamos a leer una novela o a ver una película, en especial si tratan de cosas que nos amenazan, lo que tenemos entre manos no es sino una nueva versión de aquellos primeros cuentos.

Otto asintió vigorosamente y señaló a Fabel con el tenedor.

– Sí, bueno… algo de razón tiene. ¿Cómo es eso que dicen, que sólo hay cuatro historias básicas que uno puede contar? ¿O eran seis? -Se encogió de hombros.

– Como sea -dijo Fabel-. Todo esto está relacionado, de una manera bastante extraña, con un caso en el que estoy trabajando. Y eso significa que es hablar de trabajo, lo que está estrictamente prohibido.

– De acuerdo -dijo Otto con una sonrisa traviesa- pero mi última palabra es que puedo entender por qué a Jan le interesan los cuentos de hadas…

Susanne hizo un gesto de interrogación enarcando una ceja.

– La Bella… -Otto levantó la copa hacia Susanne, luego hacia Fabel- y la Bestia.

28

Domingo, 28 de marzo. 23:20 h

Blankenese, Hamburgo

La sala de la piscina estaba oscura y silenciosa, el agua quieta y muda en la noche.

Laura se desvistió en el vestuario y se quedó de pie desnuda delante del cristal. Su piel seguía impecable, su cabello conservaba el brillo dorado y las curvas de su cuerpo seguían siendo elegantes y suaves. Había sacrificado mucho para mantener ese cuerpo, esa cara. Contempló ese ideal de perfección femenina por el que tantos fotógrafos y diseñadores habían pagado grandes sumas. Se llevó la palma de la mano al vientre. Era plano. Duro. Nunca había necesitado crecer ni estirarse. Laura contempló su propia perfección y se sintió inundada de asco y odio hacia sí misma.

Entró desnuda en la sala de la piscina. Dejó las luces principales apagadas y permitió que la oscuridad y el silencio la rodearan. Respiró profundamente y miró al otro lado de la reluciente obsidiana de la piscina, hacia el amplio ventanal que enmarcaba el paisaje nocturno de un cielo tormentoso. Podía entrar nadando en aquel cielo, liberar y limpiar la mente. Encendió solamente las luces subacuáticas. Un pálido fulgor azulado recorrió los bordes de la piscina. Laura entró en la parte menos profunda, dejando que el agua fresca, casi fría, le tensara la piel con un cosquilleo, le pusiera la carne de gallina y le pellizcara los pezones hasta convertirlos en dos puntas duras. Empezó a caminar hacia la parte más profunda, mientras el agua ondeaba con una electricidad azul en torno de ella.

Fue entonces cuando lo vio.

Una silueta. Más bien como una sombra grande y oscura en la penumbra azulada de la piscina. Había algo en el fondo. Había algo en el fondo de la piscina y nada de aquello tenía sentido. Laura avanzó hacia esa cosa, frunciendo el ceño. Trató de pensar qué demonios podría haberse metido allí y quién podría haberlo dejado. Se acercó un poco más pero aún no podía distinguir qué era aquel objeto inmóvil. Cuando estaba a unos dos metros de distancia la silueta se desplegó y salió a la superficie en un solo movimiento. Creció inmensamente bajo la mortecina luz azul, saliendo del agua y cerniéndose sobre ella y salvando la distancia entre los dos en un segundo. El tiempo se volvió más lento. El cerebro de Laura trató de dar sentido a lo que ocurría. ¿Sería la silueta de un hombre? No. Sin duda aquello era demasiado grande. Demasiado rápido. Su cuerpo era oscuro. Oscurecido con palabras. Él… aquello… estaba cubierto de palabras. Miles de palabras en la antigua caligrafía germánica. Cubriéndole todo el ancho pecho, girando en espiral y retorciéndose en torno a los brazos. No tenía sentido. Un cuento con la forma de un gigante estaba acercándose hacia ella. Ya estaba encima de ella. Una mano le agarró la garganta mientras la otra le empujó la cabeza hacia el agua iluminada de azul. Sí. Un hombre. Un hombre, pero un hombre que era una mole enorme y oscura, cubierta de palabras en caligrafía antigua. La apretaba de una manera en la que era imposible soltarse, pero sin aplastarla, como si supiera cómo aplicar la presión exacta para controlarla sin hacerle daño. Las manos eran amplias y de una fuerza inconmensurable. La cabeza de Laura ya estaba bajo el agua. En ese momento apareció el temor. Trató de gritar y la boca y la nariz se le llenaron con el agua débilmente clorada y el temor se convirtió en el pánico cegador del instinto de supervivencia. Se agitó con fuerza, clavando las uñas en los brazos y en el cuerpo de su atacante, pero era como si estuviera hecho de piedra. Jadeó y con cada jadeo su delgado cuerpo se inundaba más. Cuando el agua le llenó los pulmones las contorsiones, y el temor, se desvanecieron. Sus piernas dejaron de moverse. La serenidad y la belleza volvieron a su rostro.

La más profunda de las alegrías llenó la mente moribunda de Laura von Klostertadt. Eso estaba bien. Eso era lo que tenía que ser. Castigo y perdón. Su madre siempre había tenido razón: Laura era mala. Indigna. Inepta como madre. Inepta como novia. Pero había sido absuelta. La alegría de Laura en la muerte se produjo por su conciencia de dos hechos. Ya nunca más envejecería. Ahora estaría con su hijo.