Fabel se puso de pie, salió del dormitorio y pasó a la sala. Los ventanales de su apartamento enmarcaban el resplandeciente paisaje nocturno del lago Aussenalster y, más allá, las luces de Uhlenhorst y Hohenfelde. Incluso a esa hora, pudo ver el recorrido de los faros de una pequeña embarcación que cruzaba el Alster. Esa vista siempre conseguía calmarlo. Pensó en Laura von Klostertadt, nadando hacia su propia vista panorámica. Pero mientras Fabel adoraba ese paisaje, porque le daba una sensación de conexión con la ciudad que lo rodeaba, Laura había gastado una fortuna en una arquitectura de lejanía, creando una panorámica del cielo y desconectándose del entorno, distanciándose de la gente. ¿Qué era lo que había hecho que una joven tan bella e inteligente se aislara de esa manera?
Fabel imaginó a Laura, nadando hacia el cielo; aquel cielo nocturno enmarcado por esos inmensos ventanales. Pero sólo pudo verla a ella. Sola. Todo lo que había en su casa sugería aislamiento, un retiro de una vida delante de las cámaras y de la opinión pública. Una mujer hermosa y solitaria haciendo olas pequeñas y silenciosas en las sedosas aguas mientras nadaba hacia el infinito. Nadie más. Pero alguien más tuvo que haber estado allí, en el agua, junto a ella. La autopsia había revelado que se había ahogado en aquella piscina, y los moretones inmediatos post mórtem daban a entender que la habían sujetado debajo del agua. Möller, el patólogo, había sugerido que había sido una sola mano, que los moretones correspondían a un pulgar extendido de un lado y al apretón de los dedos del otro. Pero había aclarado que tenía que haber sido una mano inmensa.
Manos grandes. Como las de Olsen. Pero también como las de Gerhard Weiss.
«¿Quién ha sido, Laura? ¿Quién estaba en la piscina contigo? ¿Por qué aceptaste compartir el aislamiento que habías construido tan cuidadosamente?» Fabel contempló el paisaje que se extendía ante él mientras formulaba en su cabeza preguntas a una mujer muerta; su familia no había podido contestarlas. Fabel visitó a sus padres en su enorme finca en los Altes Land. Fue una experiencia perturbadora. Hubert, el hermano de Laura, estuvo presente y presentó a Fabel a sus padres. Peter von Klostertadt y su esposa Margarethe fueron el epítome de la frialdad aristocrática. Peter, sin embargo, parecía un poco ajado; la combinación del desfase horario y de la pena se le notaba en los ojos y en el embotamiento de sus acciones. Pero Margarethe von Klostertadt mantuvo una compostura helada. Su falta de emoción le recordó a Fabel las primeras impresiones que había tenido de Hubert. Estaba claro que Laura había heredado su belleza de su madre, pero en el caso de Margarethe se trataba de una belleza dura, inflexible y cruel. Tal vez tuviera poco más de cincuenta años, pero su figura y la firmeza de su piel habrían causado la envidia de una mujer de la mitad de su edad. Fabel tuvo la sensación de que los trataba a Maria y a él con una especie de estudiada altanería, hasta que se dio cuenta de que, incluso en reposo, sus rasgos siempre tenían la misma expresión, como una máscara. Aquella mujer le cayó mal desde el momento en que la vio. También le perturbó lo poderoso que era su atractivo sexual. El encuentro no le sirvió para mucho, tan sólo para apuntar a Fabel en la dirección de Heinz Schnauber, el agente de Laura, quien probablemente había sido su confidente más íntimo y que estaba totalmente devastado por la muerte de Laura. Lo que, según la descripción de Margarethe von Klostertadt, era previsible.
Fabel percibió la presencia de Susanne a sus espaldas. Ella le rodeó la cintura con los brazos y descansó el mentón sobre su hombro mientras compartía la vista sobre el Alster, y él sintió el calor de ese cuerpo femenino contra su espalda.
– Lo siento -dijo él con su voz de las tres de la mañana-. No quería despertarte.
– Está bien. ¿Qué ocurre? ¿Otra pesadilla?
Él volvió la cabeza y la besó.
– No. Tan sólo cosas que se me ocurren.
– ¿Qué?
Fabel se dio la vuelta, la tomó en sus brazos y le dio un largo beso en los labios. Luego dijo:
– Me gustaría que vinieras a Norddeich conmigo. Me gustaría que conocieras a mi madre.
35
Miércoles, 14 de abril. 10:30 h
Norderstedt, Hamburgo
Henk Hermann había hecho un esfuerzo por mantener algo semejante a una conversación pero, después de tantas respuestas monosilábicas, se había dado por vencido y se había dedicado a contemplar el paisaje urbano mientras Anna conducía el coche hasta Norderstedt. Cuando aparcaron frente a la casa de la familia Ehlers, Anna se volvió hacia Hermann y pronunció la primera frase completa desde que salieron del Präsidium.
– Ésta es mi entrevista, ¿de acuerdo? Estás aquí para observar y aprender, ¿está claro?
Hermann suspiró y asintió.
– ¿Herr Klatt sabe que hemos venido? ¿El tipo de la KriPo de Norderstedt? -Anna no respondió; en cambio, salió del coche y empezó a caminar por el sendero que daba a la puerta principal de la casa antes de que Hermann se hubiera desabrochado el cinturón.
Anna Wolff había llamado a Frau Ehlers antes de emprender el viaje. No quería que creyeran que habían encontrado el cuerpo de Paula o que se había producido algún adelanto significativo en el caso. Era sólo que necesitaba revisar algunos detalles con ellos. Lo que Anna no había revelado era que el enigma central que estaba tratando de resolver era por qué el nombre de Paula había aparecido en la mano de la víctima «sustituta». Pero lo más importante de todo era que sentía la abrumadora necesidad de ser ella quien encontrara a Paula. Devolvérsela a su familia, incluso aunque ello implicara llevar un cadáver.
A Anna le sorprendió que Herr Ehlers también se encontrara en la casa. Llevaba un mono azul claro, oscurecido por una película de polvo de ladrillo muy fino o alguna sustancia similar, que colgaba flojo en su cuerpo alto y delgado. Trajo una silla de la cocina y se sentó en ella, para no manchar el tapizado de la sala. Anna supuso que Frau Ehlers lo había llamado al trabajo y que él había venido directamente. Otra vez vio Anna una intensidad en la postura de ambos Ehlers que le resultaba desconcertante e irritante; ella había dejado muy claro que no tenía ninguna novedad. Les presentó a Henk Hermann. Antes de sentarse, Frau Ehlers entró en la cocina y volvió con una bandeja en la que había una jarra de café, tazas y algunas galletas.
Anna fue directa al grano. Y el grano era Heinrich Fendrich, el antiguo profesor de alemán de Paula.
– Ya hemos hablado de esto muchas veces. -La cara de Frau Ehlers tenía un aspecto cansado y demacrado, como si llevara tres años sin dormir lo suficiente-. No creemos que Herr Fendrich tuviera algo que ver con la desaparición de Paula.
– ¿Por qué están tan seguros? -Henk Hermann habló desde un rincón, donde estaba sentado, apoyando una taza de café en la rodilla. Anna lanzó una mirada feroz en su dirección, que él pareció no notar-. Quiero decir, ¿hay algo en particular que les dé esa certeza?
Herr Ehlers se encogió de hombros.
– Después… Quiero decir, después de que Paula desapareciera, él nos ayudó y nos apoyó mucho. Su preocupación por Paula era genuina. Era algo que no podría haber fingido. Incluso a pesar de que la policía no dejaba nunca de interrogarlo, nosotros sabíamos que estaban buscando en el lugar equivocado.
Anna asintió con un gesto reflexivo.
– Escuchen, sé que ésta es una pregunta incómoda, pero ¿alguna vez sospecharon que el interés de Herr Fendrich por Paula fuera, bueno, inapropiado?