Herr y Frau Ehlers intercambiaron una mirada que Anna no pudo descifrar. Luego Herr Ehlers sacudió la cabeza con su pelo color ceniza.
– No, no. Nunca.
– Herr Fendrich parecía ser el único profesor al que Paula le dedicaba tiempo, por desgracia -dijo Frau Ehlers-. El vino a vernos… unos seis meses antes de la desaparición de Paula, más o menos. A mí me pareció extraño que un profesor viniera a casa y todo eso, pero él estaba muy… no sé cómo decirlo… muy convencido de que Paula era brillante, especialmente en a alemán, y que nosotros deberíamos ir a la escuela a tener una reunión con el director. Pero al parecer ninguno de los otros profesores creía que había algo especial en Paula y nosotros no queríamos que se fijara expectativas demasiado altas sólo para que luego se desilusionara.
Anna y Hermann se sentaron en el Volkswagen de ella en la puerta de la casa de los Ehlers. Anna cogió el volante y se quedó inmóvil, con la mirada fija en el parabrisas.
– ¿Tengo razón si creo que estamos en un callejón sin salida? -preguntó Hermann.
Anna lo contempló inexpresivamente durante un momento antes de girar la llave en la ignición con un movimiento decidido.
– Aún no. Primero tengo que hacer un desvío…
Dada la sensibilidad de Fendrich a las investigaciones policiales, Anna decidió que también lo llamaría para avisarle, lo que hizo desde su teléfono móvil mientras conducía hacia el sur alejándose de Norderstedt. Llamó a la escuela en la que él enseñaba, pero sin revelar que lo hacía de parte de la Polizei de Hamburgo. Fendrich no estaba muy contento cuando llegó al teléfono pero accedió a encontrarse con ellos en el café de la Rahlstedt Bahnhofsvorplatz.
Aparcaron en una Parkplatz a una manzana de distancia del café, y caminaron bajo un cielo que pasaba alternativamente de la luz a la sombra cuando las irregulares nubes cubrían el sol. Fendrich ya estaba allí cuando llegaron, revolviendo un capuccino con aire contemplativo. Cuando entraron, Fendrich levantó la mirada y observó a Hermann con una mezcla de sospecha y desinterés. Anna presentó a su nuevo compañero y los dos se sentaron a la mesa redonda.
– ¿Qué es lo que quiere de mí, Kommissarin Wolff? -preguntó Fendrich con un tono de cansada protesta.
Anna se corrió las gafas de sol a la parte superior de la cabeza.
– Quiero encontrar a Paula, Herr Fendrich. O bien está viva y ha sido sometida a Dios sabe qué tormentos durante los últimos tres años, o, y los dos sabemos que eso es lo más probable, está muerta en alguna parte. Escondida del mundo y de su familia, que lo único que quiere es llorarla. No sé cuál era la base de su relación con ella, pero sí creo que, en el fondo, a usted Paula le importaba verdaderamente. Sólo necesito encontrarla. Y lo que quiero de usted, Herr Fendrich, es cualquier cosa que pueda decirme para indicarme la dirección correcta.
Fendrich volvió a revolver su capuccino, contemplando la espuma. Cuando levantó la mirada, dijo:
– ¿Está familiarizada con la obra del dramaturgo George Bernard Shaw?
Anna se encogió de hombros.
– Eso tiene más que ver con mi jefe. Al Kríminalhauptkommissar Fabel le interesa todo lo inglés.
– Shaw era irlandés, en realidad. Una vez dijo: «Los que pueden, hacen; los que no, enseñan». Básicamente calificaba a todos los maestros de fracasados. Pero también negaba que uno pudiera «hacer» la enseñanza. Yo no vine a parar a esta profesión, Frau Wolff. Para mí es una vocación. Me encanta. Cada día me enfrento a clase tras clase de mentes jóvenes. Mentes que aún no se han formado ni desarrollado plenamente. -Se echó hacia atrás y lanzó una risita amarga. Su mano seguía posada sobre la cuchara y volvió a contemplar la superficie del café-. Por supuesto que hay tanta… bueno, polución, podríamos llamarla. Polución cultural… de la televisión, de Internet, y de todas las tecnologías descartables que les imponen a los jóvenes hoy en día. Pero en ocasiones uno se encuentra con una mente fresca y clara que está esperando que sus horizontes se expandan, que exploten. -Los ojos de Fendrich parecían haber recuperado la vida-. ¿Tiene idea de lo que se siente al ser objeto de una investigación policial por un crimen como éste? No. Claro que no. Tampoco puede tener ninguna idea de lo que se siente en esa posición cuando uno es profesor. Alguien a quien los padres le confían lo que es más valioso para ellos. Su colega, Herr Klatt, prácticamente destruyó mi carrera. Casi me destruyó a mí. Los alumnos trataban de no estar a solas conmigo. Los padres, y hasta mis colegas, me miraban sin disimular su hostilidad. -Hizo una pausa, como si hubiera estado corriendo y de pronto no pudiera deducir hacia dónde iba. Miró a ambos agentes de policía-. Yo no soy un pedófilo. No tengo ningún interés sexual en las chicas o en los muchachos. Ningún interés físico. Son sus mentes lo que me interesa. Y la mente de Paula era un diamante. Un intelecto claro, cristalino, temiblemente agudo y penetrante, en bruto. Necesitaba que lo refinaran y lo lustraran, pero era sobresaliente.
– Si eso es cierto -dijo Anna-, entonces no entiendo por qué usted parece que fue el único en notarlo. Ningún otro profesor veía a Paula como más que una alumna promedio, como mucho. Incluso los padres parecían pensar que usted se equivocaba.
– Tiene razón. Nadie más se daba cuenta. Y eso se debía a que no prestaban atención. Paula muchas veces parecía haragana y soñadora, más que lenta. Que es precisamente lo que ocurre cuando un niño dotado queda atrapado en un ámbito educativo, o doméstico, para el caso, que no le presenta ningún desafío intelectual. La otra cosa es que las dotes de Paula se manifestaban en mi materia; ella tenía un oído y un talento natural para el idioma alemán. Y cuando escribía… Cuando escribía era como si cantara. En cualquier caso, además de aquellos que no se daban cuenta, estaban los que no querían darse cuenta.
– ¿Sus padres? -dijo Henk Hermann.
– Exacto. Paula escribió un cuento como tarea para mí. Era, bueno, casi un cuento de hadas. Ella bailaba con nuestro idioma. Allí, en ese pequeño ejemplo de escritura con una letra infantil, vi a alguien que me hizo sentir corno un peatón. Llevé ese trabajo cuando entrevisté a sus padres e hice que lo leyeran. Nada. No significaba nada para ellos. Su padre me preguntó de qué servían los cuentos a la hora de conseguir empleo. -De pronto pareció que toda la energía que había animado brevemente a Fendrich hubiera desaparecido-. Pero ahora Paula está muerta. Como usted dice, ustedes lo saben, yo lo sé.
– ¿Por qué lo sabe? ¿Qué lo hace estar tan seguro de que, si ella estaba tan asfixiada intelectualmente como usted dice, no se escapara de su casa? -preguntó Hermann.
– Porque no me escribió. Ni a mí ni a nadie. Si hubiera huido de su casa, estoy absolutamente seguro de que habría dejado una carta, una nota… algo escrito. Como ya he dicho, era como si la palabra escrita hubiese sido creada para Paula. Ella no habría dado un paso tan importante sin volcarlo al papel, para marcarlo. Me habría escrito.
Los tres salieron del café simultáneamente. Tanto Hermann como Anna estrecharon la mano de Fendrich y empezaron a caminar en dirección de la Parkplatz. Fendrich había regresado hacia el café y la escuela estaba en la dirección opuesta, pero pareció vacilar en el umbral. Anna y Hermann habían hecho tan sólo unos metros cuando que Fendrich gritaba:
– ¡ Kriminalkommissarin Wolff!
Había algo en el lenguaje corporal de Fendrich, que estaba allí, de pie, en el umbral, no de la cafetería, sino de otro sitio más oscuro, que le indicó a Anna que debía manejar sola ese asunto. Le dio las llaves del coche a Hermann.
– ¿Te molesta?
Hermann se encogió de hombros y se dirigió hacia el coche. Fendrich se encontró con Anna a mitad de camino.
– Kommissarin Wolff. ¿Puedo decirle algo? ¿Algo confidencial?