– Sí -dijo Fabel-. Los he visto.
– El padre es un capullo. Es tan pobre en cerebro como rico en dinero. Y es indiscreto. Lleva quince años follándose a la mayor parte de las secretarias de Hamburgo. De todas formas le aseguro que puedo entenderlo cuando miro a Margarethe, su esposa.
Fabel parecía confundido.
– Yo habría dicho que es una mujer muy atractiva. Que sin duda fue una belleza en su época, así como Laura lo fue en la suya.
Schnauber le dedicó una sonrisa de complicidad.
– Hay veces, la mayor parte del tiempo, en realidad, en que me alegro mucho de ser gay. Para empezar, me hace inmune a la hechicería de Margarethe. Pero puedo ver que a usted ya lo ha hechizado, Herr Fabel. No crea ni durante un minuto que la química sexual que exuda Margarethe hace que sea satisfactorio follar con ella. Uno no puede follársela si no tiene cojones y durante toda su vida Margarethe se ha especializado en capar a hombres. Yo creo que es por eso que el padre de Laura mete la polla en cualquier lado apenas se le presenta la oportunidad. Sólo para comprobar que aún sigue allí. -Dio otro trago y vació el vaso-. Pero no es ésa la razón por la que odio a Margarethe von Klostertadt. La razón por la que la desprecio es por la forma en que trató a Laura. Al parecer la encerraba y le negaba todo: amor, afecto, las mil cosas pequeñas que unen a una madre con su hija.
Fabel asintió mientras reflexionaba. Nada de esto le servía directamente para la investigación, pero el whisky y la pena habían dejado al descubierto la furia de Schnauber por una muerte injusta que evidentemente había puesto fin a una vida injusta e infeliz. La habitación vacía y la vista vacía desde la sala de la piscina comenzaban a cobrar sentido. Schnauber se levantó, volvió al aparador y se sirvió otro whisky. Hizo una pausa durante un momento, con la botella suspendida en una mano, el vaso en la otra, y miró por la ventana, a lo largo de la Eppendorfer Landstrasse.
– A veces detesto esta ciudad. A veces detesto ser un maldito alemán del norte, con todos estos traumas reprimidos y estos complejos de culpa. La culpa es una cosa terrible, realmente terrible, ¿no cree?
– Supongo que sí-dijo Fabel. Schnauber tenía una expresión que Fabel había visto muchas veces en su carrera; esa vacilante indecisión de alguien que no sabe si revelar una confidencia. Fabel dejó que el silencio se extendiera, permitiendo que Schnauber se tomara el tiempo de decidirse.
Schnauber se apartó de la ventana y se enfrentó a Fabel.
– Usted debe de verlo todo el tiempo, supongo. Como policía, quiero decir. Apuesto que hay personas que cometen los crímenes más terribles, asesinatos, violaciones, abusos a menores, y que aun así no tienen ningún sentido de culpa.
– Por desgracia, sí, hay personas así.
– Eso es lo que me enfurece: que sin el sentido de culpa no haya castigo. Como algunos de esos viejos bastardos nazis que se niegan a ver nada malo en lo que hicieron, mientras que la siguiente generación está traumatizada por la culpa de algo que ocurrió antes de que ellos nacieran. Pero también está el otro lado de la moneda. -Schnauber volvió a sentarse en el sofá-. Esos que hacen cosas que la mayoría de nosotros consideraríamos pecados veniales, triviales inclusive, pero a quienes la culpa los persigue por el resto de sus vidas.
Fabel se inclinó hacia delante en la silla.
– ¿Laura se sentía perseguida?
– Por uno de los muchos trapos sucios de los armarios de los Von Klostertadt, sí. Un aborto. Hace muchos años. Ella misma era poco más que una niña. Nadie lo sabe. El secreto está más protegido que la Cancillería Federal. Margarethe se encargó de todo y se aseguró de que fuera así. Pero Laura me lo contó. Esperó muchos años para hacerlo, y cuando lo hizo se rompió su pequeño corazón.
– ¿Quién era el padre del niño?
– Nadie. Ése fue su pecado, ser un don nadie. De modo que Margarethe se aseguró de que desapareciera del cuadro. Eso, más que nada, es la razón por la que la llamo «mi princesa rota». Un procedimiento quirúrgico de una hora y culpa para toda la vida. -Schnauber bebió otro trago. Sus ojos enrojecieron como si hubiera recibido un golpe, pero no a causa del whisky-. ¿Sabe que es lo que más me entristece, Herr Kriminalhauptkommissar? Que, cuando este monstruo asesinó a Laura, lo más probable es que ella creyera que se lo tenía merecido.
40
Miércoles, 14 de abril. 22:00 h
Der Kiez, Sankt Pauli, Hamburgo
Henk Hermann se acomodó en la silla. Había escuchado el relato de Anna acerca de la operación en la que Paul Lindemann había muerto, en la que Maria había sido apuñalada y en la que la misma Anna había estado muy cerca de perder la vida.
– Por Dios, debió de ser muy duro. Ahora entiendo lo que quieres decir. Evidentemente yo sabía algo. Pero no todos los detalles. Comprendo a qué te refieres cuando dices que aquello sacudió al equipo. Que afectó a la forma en que operabais, quiero decir.
– Sé que Fabel quedó muy afectado. ¿Has visto la expresión que tenía en la cara cuando Olsen golpeó a Werner? No nos permite meternos en ninguna situación arriesgada antes de que intervenga un grupo del MEK. Supongo que necesita… Supongo que todos necesitamos recuperar la confianza en nosotros mismos.
Se produjo un incómodo silencio. Era como si a Henk se le hubiese ocurrido algo pero luego lo hubiera pensado mejor.
– ¿Qué? -preguntó Anna-. Adelante. ¿Qué es lo que quieres preguntarme?
– Es algo personal. Espero que no te moleste.
Anna lo miró con una expresión de intriga en su rostro.
– Vale…
– Es sólo que he visto tu collar. La cadena que llevas.
La sonrisa desapareció de los labios de Anna pero su cara siguió relajada. Sacó la estrella de David de debajo de la camiseta.
– ¿Qué…? ¿Esto? ¿Te molesta?
– No… Por Dios, no… -Henk de pronto pareció ponerse nervioso-. Es sólo que me suscita curiosidad. Me han contado que estuviste un tiempo en Israel. En el ejército. Y regresaste.
– ¿Te resulta tan sorprendente? Soy alemana. Hamburgo es mi ciudad. Es donde pertenezco. -Se inclinó hacia delante y susurró en actitud conspirativa-. No se lo digas a nadie… pero somos cinco mil en Hamburgo.
Henk parecía incómodo.
– Lo siento. No debería habértelo preguntado.
– ¿Por qué no? ¿Te resulta extraño que eligiera vivir aquí?
– Bueno. Con una historia tan terrible… Quiero decir, no te culparía si no quisieras vivir en Alemania.
– Como ya he dicho, yo soy, en primer lugar, alemana. Después soy judía. -Anna hizo una pausa-. ¿Sabías que, justo hasta antes de que los nazis tomaran el poder, Hamburgo era una de las ciudades menos antisemitas de Europa? En toda Europa los judíos sufrían toda clase de restricciones sobre los oficios que podían desempeñar; también tenían límites para ejercer el derecho al voto. Pero en la Ciudad Hanseática de Hamburgo, no era así. Ésa es la razón de que, hasta que llegaran los nazis, Hamburgo tenía la comunidad judía más numerosa de Europa; conformábamos el cinco por ciento de la población. Incluso durante «el capítulo oscuro», mis abuelos consiguieron esconderse en casas de amigos de esta ciudad. Hacía falta mucha valentía para hacer algo así. Más valentía, si he de ser honesta, que la que creo que yo misma habría tenido. En cualquier caso, hoy es una ciudad en la que puedo sentirme cómoda. Es mi casa. No soy una flor del desierto, Henk. Necesito riego constante.
– No sé si yo podría perdonar…
– No tiene que ver con perdonar, Henk. Tiene que ver con no bajar la guardia. Yo no fui parte de lo que ocurrió con los nazis. Tú tampoco. Ni nadie de nuestra edad. Pero jamás olvidaré que sí ocurrió. -Hizo una pausa, girando la copa entre las manos con expresión ausente. Luego lanzó una pequeña carcajada-. De todas maneras, no creas que perdono tanto. Me atrevería a decir que tú te has enterado de que, en algunas escasas ocasiones, me he visto envuelta en situaciones… polémicas, podríamos llamarlas.