Max, que se había quedado ciego, colgaba flojo de las manos inmensamente fuertes de su atacante, que lo apretaban de manera inexorable. Su universo se había transformado en relámpagos y chispas, e incluso pensó que podía ver de nuevo la silueta de su atacante, como grabada en neón, mientras los nervios ópticos y el cerebro trataban de dar sentido a la repentina ausencia de los ojos. Luego sobrevino la oscuridad. El apretón de torno comenzó a ceder. Pero antes de que Max pudiera desplomarse al suelo, sintió que una sola mano lo agarraba del pelo y lo tiraba hacia arriba. Hubo un momento de silencio en la oscuridad. Una vez más, sólo podía oírse la respiración tranquila, profunda y resonante del gigante que lo había dejado ciego. Luego oyó el sonido de algo metálico que salía de un estuche. Como una funda de cuero.
Max dio un pequeño salto de sorpresa cuando sintió el golpe a través del cuello y la garganta. Una minúscula fracción de tiempo, durante la cual se preguntó por qué el otro no lo había golpeado con más fuerza, se estiró hasta el infinito. Cuando se dio cuenta de que tenía la garganta cortada y de que las salpicaduras calientes y espasmódicas que sentía sobre los hombros y el pecho eran su propia sangre, Max ya estaba deslizándose hacia la muerte.
Lo último que oyó fue la extraña mezcla de la voz resonante y el tono infantil de su atacante.
– Hans el listo, Hans el listo… ¿por qué no le pones ojos tiernos?
42
Viernes, 16 de abril. 19:40 h
Sankt Pauli, Hamburgo
¿Qué era ese olor? Era un olor sucio. Débil, difuso e imposible de identificar, pero desagradable. Punzante. Era como el hedor que a veces sentía en su casa. Pero ahora también estaba allí, como si estuviera siguiéndolo. Acosándolo.
Bernd había cogido el S-Bahn. Era difícil aparcar en Kiez y a él le gustaba el anonimato del transporte público cuando salía en una de sus excursiones. En cualquier caso, probablemente se tomaría algunos tragos. Después.
Había una joven sentada frente a él en el S-Bahn. Tenía poco más de veinte años, el pelo rubio corto, como el de un chico, y un mechón rosado. Llevaba un abrigo de estilo afgano que le llegaba hasta las pantorrillas, pero abierto. Su figura era plena, casi regordeta, y llevaba la camiseta muy ceñida a los pechos. El se concentró en la franja de piel pálida y suave que estaba expuesta entre la parte inferior de su camiseta y la cintura baja de sus téjanos de tiro corto. La piel desnuda estaba interrumpida por las tachuelas que llevaba en su ombligo perforado.
Bernd contempló a la muchacha, que era joven y estaba en el mejor momento, y sintió una erección. Otra vez. La chica miró hacia él y sus ojos se encontraron. Él le dedicó lo que pensaba que era una sonrisa traviesa pero que en sus labios se convirtió en pura lascivia. La chica hizo un gesto que era una imitación de una náusea, se cerró el abrigo y se puso el bolso sobre las piernas. Él se encogió de hombros pero no dejó de sonreír. Después de unos minutos en los que intentó volver a trazar con los ojos las curvas deliciosas pero ya ocultas de su joven cuerpo, el S-Bahn se detuvo en la estación siguiente, Königstrasse. La chica se puso de pie cuando las puertas automáticas se abrieron. Desde esa posición, lo miró con furia.
– Vete a la mierda, depravado…
Bernd siguió en el tren hasta la parada siguiente. Su ansiedad aumentó cuando subió por la escalera de la estación y salió hacia la noche. Respiró profundo y se dio cuenta de que el hedor seguía allí, aunque no tan fuerte, sino insinuado entre el húmedo aire de la noche y los gases del tráfico. A su alrededor, brillaba Sankt Pauli.
La estación del S-Bahn se encontraba en el extremo occidental de la Sündige Meile de Hamburgo, la milla pecaminosa. La Reeperbahn atraviesa el corazón del distrito de Sankt Pauli. Esa zona había sido Hamburger Berg antes de que la bautizaran con el nombre de la iglesia local de San Pablo, una tierra de nadie entre dos ciudades vecinas que competían entre sí: la alemana Hamburgo y la danesa Altona. Era una zona llana, húmeda y pantanosa donde ambas ciudades se deshacían de sus residuos. Y de sus indeseables. A los leprosos, rechazados por los dos municipios, los mandaban allí, transportándolos por el río hasta el área menos acogedora de una ciénaga de por sí bastante poco agradable. Más tarde, se informó a aquellos a quienes no se permitía registrarse como comerciantes en Altona o Hamburgo de que podían ejercer su comercio allí, incluyendo a los cordeleros, que fabricaban Reep, como se les decía a las cuerdas en bajo alemán, y quienes le dieron su nombre a la Reeperbahn, o Vía de los Cordeleros. Todos estos comerciantes podían ejercer las ocupaciones para las que antes no tenían licencia, y la segunda calle más famosa de la zona fue bautizada como Grosse Freiheit: Gran Libertad.
Pero esa libertad atrajo otra clase de actividades, que se instalaron en esa zona y prosperaron. La prostitución y la pornografía.
En la actualidad los daneses ya no están y Altona es parte de Hamburgo. Pero el área intermedia sigue siendo un semimundo de libido y estridente vulgaridad. En los últimos años, Sankt Pauli intentó ocultar su indecencia con bares de moda, clubes nocturnos, discotecas y teatros. Pero en las callejuelas que salen de la Reeperbahn, aún se trafica con deseo, carne y dinero.
Y allí encontró Bernd su propia gran libertad. Algo le había ocurrido recientemente que no podía explicar. Una liberación que le había permitido cortar con todas las restricciones morales que le habían impuesto desde su infancia. Ahora él merodeaba por las noches y daba rienda suelta a sus deseos más oscuros.
Ése era su lugar favorito, su punto de partida, justo fuera de la boca del S-Bahn, con la Reeperbahn extendiéndose ante él en una dirección, y la Grosse Freiheit con sus picaras invitaciones que brillaban y titilaban al otro lado de la calle. Era más que un lugar. Era un momento, el brillante y delicioso momento entre la ansiedad y la satisfacción. Pero esta noche, la necesidad de Bernd era aún más urgente que antes y él no tenía tiempo de saborear el momento. La insinuación de oscura lujuria que se había iniciado en el U-Bahn se había convertido, como siempre ocurría, en una molestia desagradable, como una presión de la que necesitaba liberarse. Un hervor que necesitaba aquietarse.
Bernd caminó resueltamente por la Reeperbahn, sin prestar atención a los escaparates cargados de juguetes sexuales totalmente desproporcionados y esquivando las inoportunas invitaciones del portero de una «sala de vídeos». Giró hacia la Hans-Albert-Platz. La presión en su ingle y el ardor que sentía en el pecho alcanzaron un nuevo nivel de intensidad, y podría haber jurado que el olor se había vuelto todavía más agudo, como si ambas cosas estuvieran conectadas; como si el hedor combinara un elemento afrodisíaco con la repulsión. Ya casi había llegado a su meta. Avanzó a través de las pantallas deflectoras que protegían la Herberstrasse, una calle de cien metros de burdeles, del resto de Hamburgo.
Después, Bernd cruzó la Reeperbahn y llegó al pequeño pub de la Hein-Hoyer-Strasse. Era un típico Kneipe de Sankt Pauli. Música pop Schlager retumbaba desde la máquina tragaperras y las paredes estaban cubiertas por redes de pesca, barcos en miniatura, gorras de Prinz-Heinrich y el obligatorio grupo de fotografías de visitantes de distintos niveles de celebridad. Había una foto de Jan Fedder, nativo de Sankt Pauli y protagonista de Grosstadtrevier -serie televisiva sobre policías que llevaba mucho tiempo transmitiéndose-, recortada de una revista, junto con la imagen descolorida del hijo más famoso de la zona, Hans Albert. Bernd se abrió paso hasta la barra, pidió una cerveza Astra y se apoyó en el mostrador. La camarera estaba excedida de peso, tenía mala piel y el tono rubio de su pelo no era muy convincente, pero de todas maneras él se encontró considerando qué probabilidades tenía con ella. Una vez más, volvió a sentir aquel mismo olor.