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Susanne se encogió de hombros y los dos se quedaron en silencio. Una vez llegaron a la amplia franja blanca y dorada de arena y dunas, se acercaron al Strandkorb, el sillón doble de cestería y cerrado donde habían dejado sus toallas y zapatos. Se sentaron refugiándose de la brisa y se besaron.

– Bueno -dijo Susanne-. Si no vas a llevarme al maravilloso mundo acuático del Wellenpark, o a apreciar las riquezas culturales del Teemuseum, entonces tal vez deberíamos volver e invitar a tu madre y a Gabi a comer a un lugar bonito.

44

Domingo, 18 de abril. 22:00 h

Ottensen, Hamburgo

Maria Klee apoyó la espalda contra la puerta de su apartamento, como si quisiera añadir su peso a la barrera entre su espacio interior y el mundo que estaba más allá. La comida había sido maravillosa; la cita, un desastre. Habían quedado para cenar en el restaurante Eisenstein, una antigua fábrica de hélices para barcos que había sido elegantemente reformada. Era uno de los lugares favoritos de Maria y, como estaba en Ottensen, le resultaba conveniente. La cita había sido con Oskar, un abogado al que había conocido a través de amigos que tenían en común. Oskar había demostrado ser un tipo inteligente, atento, encantador y atractivo. De hecho, como posible novio ella no habría podido encontrar a alguien mejor cualificado.

Pero cada vez que ella sentía que él estaba invadiendo su espacio personal, se echaba atrás. Siempre le ocurría lo mismo, desde que la apuñalaron. En cada cita. Cada encuentro con un hombre. Su jefe, Fabel, no tenía idea de ello; Maria no podía permitir que él se enterase jamás. Sabía que existía el riesgo real de que ello afectara a su capacidad como agente de policía. Y fuera lo fuese lo que le había quitado el bastardo que la había apuñalado, no iba a permitir que también le quitara su carrera. Ahora que Werner estaba de baja, recuperándose del ataque de Olsen, Maria era el único agente número dos que tenía Fabel. Y ella no lo defraudaría. No podía defraudarlo.

Pero en lo profundo de sus entrañas ardía un fuego oscuro e implacable de miedo: ¿qué ocurriría cuando se presentara la ocasión? ¿Qué pasaría cuando tuviera que volver a enfrentarse a un malhechor peligroso, lo que casi seguro tendría lugar tarde o temprano? ¿Sería capaz de volver a soportarlo?

Mientras tanto, en cada nueva cita, Maria tenía que afrontar el pánico que le provocaba cada amenaza de intimidad con un hombre. Oskar había sido cortés hasta el final, cuando por fin llegó el momento en que pudieron dar por terminada la velada sin que pareciera demasiado prematuro, lo que habría sido una vergüenza. La llevó en coche hasta su casa y la dejó en la puerta de su edificio. Se besaron brevemente cuando ella se despidió; no lo invitó a pasar a tomar un café y estaba claro que él no esperaba que lo hiciera.

Se quitó el abrigo y tiró las llaves en el cuenco de madera que estaba junto a la puerta. Casi sin darse cuenta su mano empezó a moverse en torno al tirante de su vestido y siguió hacia el pecho, justo debajo del esternón, y luego rozó la seda del vestido. No podía sentir nada a través de la fina seda pero sabía que estaba allí. La cicatriz. La marca que él le dejó cuando le hundió la hoja en el abdomen.

Se sobresaltó cuando oyó un golpe en la puerta. Luego lanzó un suspiro de irritación. Oskar. Creía que se había dado cuenta de cómo eran las cosas. Puso la cadena antes de abrir. Se sintió casi desilusionada al ver que no era la cita de esa noche. Sacó la cadena y abrió la puerta del todo para dejar pasar a Anna Wolff y Henk Hermann.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, pero ya estaba abriendo el cajón de la cómoda que estaba junto a la puerta, donde guardaba su Sig-Sauer reglamentaria.

– Nuestro literario amigo ha estado ocupado nuevamente. La víctima es un hombre. Esta vez en el parque Sternchanzen, bajo la torre de agua.

– ¿Se lo habéis notificado a Fabel?

– Sí. Pero está en Osfriesiand. Me dijo que te llevara al escenario del crimen de inmediato, para empezar a mover las cosas. El ya está en camino y se reunirá con nosotros en el Präsidium más tarde. -Anna sonrió cuando vio que Maria, con la Sig-Sauer en una mano, se miraba su vestido de noche, como si acabara de darse cuenta de que no tenía dónde abrocharse la pistolera-. Bonito vestido. Esperaremos aquí mientras te cambias.

Maria sonrió con gratitud y se dirigió hacia el dormitorio.

– Ah, Maria -dijo Anna-. Éste es especial… El bastardo le arrancó los ojos.

La Schutzpolizei y el Spurensicherungsteam ya habían puesto una barrera de mamparas blancas a cincuenta metros del escenario del crimen. El cuerpo también estaba protegido por una segunda barrera de mamparas forenses. La escena estaba iluminada por lámparas de arco voltaico y al fondo podía oírse el grave zumbido del generador transportable que las alimentaba. El parque Sternschanzen seguía siendo un campo de batalla entre las familias jóvenes de clase media-alta, que se mudaban a esa zona cada vez más de moda, y los traficantes de drogas y adictos que merodeaban de noche por el parque. Esa noche, los árboles iluminados por los reflectores se cernían amenazadoramente sobre la escena y, más allá de los éstos, la Wasserturm, la torre de agua de ladrillos rojos, se elevaba hacia la noche. Maria notó que era una disposición casi idéntica a la del último escenario de un crimen, el Winterhuden Stadtpark a la sombra del Planetario, que también había sido originalmente una torre de agua. El asesino estaba tratando de decirles algo. Maria se maldijo por no tener el talento de Fabel para interpretar el perverso vocabulario de los psicópatas.

El jefe del SpuSi, el equipo forense, que estaba de servicio a esa hora no era Brauner, sino un hombre más joven a quien ella nunca había visto antes. Maria apartó de su cabeza el pensamiento de que aquélla era la noche de los sustitutos. Cuando entró en la escena protegida, con las manos metidas en guantes de látex y los pies cubiertos por chanclos, ella y el jefe del equipo forense se saludaron formalmente con un movimiento de cabeza y él se presentó como Grueber. Llevaba unas gafas detrás de las cuales brillaban unos ojos grandes y oscuros; tenía un aspecto casi juvenil, una tez muy pálida y el pelo muy oscuro que le caía descuidadamente sobre una frente alta y amplia. Maria lo bautizó mentalmente como «Harry Potter».

En el centro de la escena protegida había un hombre tumbado, como si lo hubiera dejado allí el enterrador, con un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata dorada. Tenía las manos dobladas sobre el pecho y entre ellas alguien había dejado un mechón de cabello rubio, en la misma posición en que había aparecido una rosa entre las manos de Laura von Klostertadt. En la camisa, debajo de las manos, Maria pudo ver una pequeña mancha oscura y roja.

Los ojos no estaban. Los párpados magullados caían sobre las cuencas, sin cubrirlas del todo. La sangre se había coagulado alrededor de la zona en donde habían estado los ojos, pero no tanta como Maria esperaba. Maria se dio cuenta de que no podía dejar de mirar ese rostro sin ojos. Era como si, al quitarlos, también le hubieran quitado su humanidad. Incluso si hubiera estado allí tumbado con los ojos cerrados, habría quedado algo humano en el cadáver.

– ¿ Un disparo? -le preguntó a Grueber, señalando la mancha de sangre debajo de las manos. No había ninguna otra herida obvia en el cuerpo que sugiriera una lucha o un ataque frenético con un cuchillo.

– Aún no lo he examinado -dijo Grueber, el jefe forense; dio la vuelta alrededor del cuerpo y se agachó a su lado-. Podría ser una bala, o una única puñalada. Pero los ojos no fueron arrancados con un elemento afilado. Mi suposición es que el asesino los arrancó con sus pulgares. Éste es uno de esos asesinos que hacen las cosas con sus propias manos. -Se puso en pie y se volvió para mirar a Maria directamente-. La víctima tiene entre treinta y cinco y cuarenta años, varón, evidentemente, un metro setenta y siete de estatura, y yo diría que pesa unos setenta y cinco kilos. Hay ruptura capilar alrededor de la nariz y los labios, así como el evidente traumatismo por estrangulación en el cuello, lo que parece ser la causa de la muerte.