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Ingrid cerró con llave el arcón y regresaron a la sala. Maria trató de que Ingrid le diera más detalles sobre los movimientos de su marido en la semana anterior. Pero cuanto más trataba Maria de concentrarse en esos datos, más le inquietaba el arcón bajo llave en el sótano, la vida secreta. En cualquier caso, era una tarea difícil y desgraciada porque, además de su repentina lascivia, parecía que Ungerer se había vuelto cada vez más cerrado y a la defensiva. Salía más por las noches, a «ver clientes en un entorno social», y eso fue lo que había dicho la noche en que lo mataron. En aquella ocasión, cuando él no regresó, Ingrid no se preocupó. Estaba disgustada, pero no preocupada; era habitual que Bernd pasara toda la noche fuera. Había resguardos de tarjeta de crédito escondidos que Ingrid había encontrado pero que había guardado de nuevo sin hacer ningún comentario al respecto. Todos estaban a nombres de agencias de acompañantes, clubes y saunas de Sankt Pauli.

– Estaba claro que algo malo le ocurría a Bernd -explicó-. Se convirtió en una persona diferente. Había otras cosas extrañas en él. A veces llegaba a casa y se quejaba de que olía a sucia. No era cierto, pero yo tenía que limpiarla de arriba abajo, incluso aunque lo hubiera hecho antes ese mismo día, sólo para satisfacerlo. Entonces él me daba mi «recompensa», como lo llamaba. Pensé que estaría pasando por una crisis nerviosa, y por eso le sugerí que fuéramos a ver a nuestro médico de cabecera, pero Bernd no quiso saber nada.

– ¿De modo que jamás obtuvo ninguna opinión profesional sobre su comportamiento?

– Sí, sí. Fui a ver a Herr Doktor Gärten por mí cuenta. Le conté lo que ocurría. Me explicó que existe una afección llamada «satiriasis», la versión masculina de la ninfomanía. Me dijo que estaba muy preocupado por Bernd y que era necesario que él fuera a verlo, pero cuando yo le conté a Bernd que había ido al médico sin él, a sus espaldas, según sus palabras… bueno, las cosas se pusieron bastante más desagradables.

Las dos mujeres se quedaron en silencio un momento. Luego Maria comenzó a explicarle a Ingrid las ayudas que había disponibles, y los procedimientos que tendrían lugar en los días y semanas siguientes. A continuación, se puso en pie para marcharse. Casi había llegado a la puerta cuando se volvió para despedirse de Ingrid Ungerer y repitió sus condolencias.

– ¿Puedo hacerle una última pregunta, Frau Ungerer?

Ingrid asintió débilmente.

– Usted me dijo que sus colegas y clientes le habían puesto un sobrenombre. ¿Cuál era?

Los ojos de Ingrid se llenaron de lágrimas.

– Barbazul. Así llamaban a mi marido… Barbazul.

47

Lunes, 19 de abril. 15:00 h

Krankenhaus Mariahilf, Heimfeld, Hamburgo

Las enfermeras estaban encantadas. Qué detalle tan amable había sido traerles una enorme caja de deliciosas pastas para que ellas tomaran con el café. Era un pequeño gesto de agradecimiento, les había explicado él, para la Oberschwester y todo su personal, por la maravillosa atención que le habían prodigado a su madre. Qué amable. Qué considerado.

El había estado conversando con el Chefarzt, Herr Doktor Schell, durante casi media hora. El Doktor Schell le había explicado, una vez más, las precauciones esenciales que debía tomar con su madre una vez que ella estuviera viviendo en su casa. El doctor tenía consigo el informe que los servicios de asistencia social le habían suministrado sobre el apartamento que el hijo había acondicionado para compartir con su madre enferma. Según ese informe, la vivienda estaba equipada con todas las comodidades. El doctor felicitó al hijo por el esfuerzo que había hecho para suministrar a su madre la mejor atención posible.

Cuando salió del despacho del Doktor, el hombre miró con una sonrisa al grupo de enfermeras. También en ese momento la enfermera jefe empezó a dudar de que en su vejez alguno de sus desagradecidos hijos se tomara siquiera un cuarto de las molestias que se había tomado aquel hombre por su madre.

El hijo volvió a sentarse junto a la cama de su madre y acercó la silla, recluyéndolos a ambos en su universo confinado, excluyente y venenoso.

– ¿Sabes qué, mutti? El fin de semana estaremos juntos. A solas. ¿No es maravilloso? Lo único por lo que tendré que preocuparme es la ocasional visita de la enfermera del distrito, que vendrá a ver cómo nos va. Pero puedo solucionarlo. No, no será ningún problema cuando la Gemeindeschwester venga a vernos. Ya lo verás, tengo un maravilloso apartamento todo equipado con cosas que jamás utilizaremos; porque casi no estaremos allí, ¿verdad, muttil Sé que tú preferirías estar en tu antigua casa, ¿no es cierto?

La anciana estaba, como siempre, inmóvil, indefensa.

– ¿Sabes lo que encontré el otro día, madre? Tu viejo traje del Speeldeel. ¿Recuerdas lo importante que era para ti? ¿Esos bailes y canciones tradicionales de Alemania? Creo que podremos encontrarle alguna utilidad. -Hizo una pausa-. ¿Quieres que te lea, muttil ¿Quieres que te lea los cuentos de los hermanos Grimm? Lo haré cuando estemos en casa. Todo el tiempo. Como antes. ¿Recuerdas que los únicos libros que permitías en la casa eran la Biblia y los cuentos de hadas de los hermanos Grimm? Dios y Alemania. Eso era todo lo que necesitábamos en nuestra casita… -Volvió a detenerse. Luego su voz pasó a ser un susurro grave y cómplice-. Me hacías tanto daño, mutti. Me lastimabas tanto que hubo veces en que pensé que moriría. Me golpeabas y me decías todo el tiempo que yo no servía para nada. Que era un don nadie. No parabas nunca. Cuando era adolescente, y más tarde adulto, seguías diciéndome que no servía para nada. Que no era digno de que nadie me quisiera. Decías que por eso no podía tener una relación duradera. -El susurro se convirtió en un siseo-. Bueno, estabas equivocada, vieja puta. Creías que estábamos solos cada vez que me molías a palos. Pero no era así. Él siempre estaba allí. Mi Märchenbruder. Invisible. Se mantuvo en silencio durante mucho, mucho tiempo. Hasta que un día lo oí. Lo oí yo, tú no podías. Él me protegía de tus palizas. Me proporcionó palabras para las historias. Él abrió un mundo nuevo para mí. Un mundo maravilloso y deslumbrante. Un mundo sincero. Y entonces, con su ayuda, encontré mi verdadero arte. Hace tres años, ¿lo recuerdas? La chica. La chica que tuviste que ayudarme a enterrar porque estabas aterrorizada del escándalo, de la desgracia de tener a un hijo en la cárcel. Creíste que podrías controlarme. Pero él era más fuerte… él es más fuerte de lo que tú podrías imaginar.

Se recostó en la silla y examinó el cuerpo de la anciana, de la cabeza a los pies. Cuando habló, su voz ya no era un susurro, sino un sonido plano, frío, amenazador.

– Tú serás mi obra maestra, madre. La culminación de mi arte. Será por ti, más que por cualquier otra cosa que haya hecho, por lo que seré recordado.

48

Martes, 20 de abril. Mediodía

POLIZEIPRÄSIDIUM, HAMBURGO

El vendaje al costado de la cabeza de Werner era pequeño y la cara se le había deshinchado, pero todavía tenía moretones en torno al área de la herida. Fabel le había permitido reincorporarse con la condición de que permaneciera en la Mordkommission y ayudara con el procesamiento y la clasificación de las evidencias reunidas por el equipo en activo. Y además, sólo si limitaba sus horas de trabajo. El enfoque metódico de Werner era ideal para filtrar la desquiciada correspondencia y mensajes de correo electrónico que habían generado las teorías de Weiss. Hasta ese momento, Hans Rodger y Petra Maas habían dedicado casi todo su tiempo a sortear toda esa basura. Y, debido a su naturaleza, esas cartas habían arrojado como resultado una gran cantidad de chiflados que había que descartar y estaban atrasándose con las entrevistas.