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Fabel sonrió.

– Necesito que uno de vosotros me acompañe a la entrevista de Olsen… Trataba de decidir quién tiene menos probabilidades de caerse de la silla y romper algo.

– Lo haré yo -dijo Maria.

– Dadas las circunstancias, Maria, creo que Olsen se mostrará más comunicativo con alguien con quien no haya tenido una relación tan… física.

– Eso me excluye a mí también -dijo Werner amargamente.

– ¿Anna? -Fabel hizo un gesto en dirección de la Kommissarin Wolff.

– Con mucho gusto…

Olsen estaba sentado con expresión hosca al otro lado de la mesa, frente a Anna y Fabel. Su abogado era un Anwalt designado por el Estado, un hombre pequeño con aspecto de roedor que, por alguna extraña razón, había elegido ponerse un insípido traje gris que enfatizaba la falta de color de su rostro. Era de baja estatura y, al lado de la mole de Olsen, parecía pertenecer a otra especie. Olsen tenía la cara hinchada y llena de moretones. Le habían puesto puntos y una venda en el corte que tenía en la mejilla, y la piel alrededor estaba inflada como un globo. El hombre que parecía un ratón habló primero.

– Herr Kriminalhauptkommissar, he tenido la oportunidad de hablar con Herr Olsen extensamente y en profundidad sobre la cuestión por la que ustedes quieren interrogarlo. Permítame ir al grano. Mi cliente es inocente del homicidio de Laura von Klostertadt, o, para el caso, de cualquier otro asesinato. Admite haberse dado a la fuga cuando tenía que suministrar a la policía una información fundamental para esta investigación pero, como ya dejaremos en claro, tenía buenas razones para temer que no creyeran en su testimonio. Más aún, admite haber atacado al Kriminaloberkommissar Meyer y a la Kriminaloberkommissarin Klee durante el ejercicio de su deber, pero desearíamos pedir un poco de clemencia, consi derando que Herr Olsen no desea formular ninguna queja respecto del llamémosle entusiasmo de Frau Klee en el momento del arresto.

– ¿Eso es todo? -resopló Anna-. Tres policías han sido heridos tratando de atrapar al Increíble Hulk, tenemos clarísimas pruebas forenses que lo ubican en el escenario del doble homicidio, así como experiencia personal de su temperamento psicópata… ¿Y usted seriamente espera que negociemos porque él se hizo un raspón cuando estaba resistiéndose violentamente al arresto?

El abogado de Olsen no respondió, pero miró a Fabel con expresión de súplica.

– De acuerdo -dijo Fabel-. Veamos qué tiene que decirnos, Herr Olsen.

El Anwalt asintió. Olsen se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa de interrogatorios. Hizo un gesto abierto con las manos, que seguían esposadas. Fabel notó lo inmensas y poderosas que eran. Como las de Weiss. Pero también le recordaron a alguien a quien, en ese momento, no podía ubicar.

– Correcto. Primero, yo no maté a nadie. -Olsen se volvió hacia Anna Wolff-. Y no puedo hacer nada respecto a mi temperamento. Es una afección clínica. Tengo una especie de trastorno genético que a veces me hace perder la chaveta. Mucho.

– ¿El síndrome XYY? -preguntó Fabel.

– Siempre me he metido en problemas por culpa de eso. Si alguien me hace enfadar, me vuelvo loco, como una puñetera cabra. No hay nada que pueda hacer al respecto.

– ¿Eso fue lo que ocurrió con Hanna Grünn? -preguntó Anna-. ¿Ella y Markus Schiller le hicieron perder la chaveta? -Antes de que Olsen pudiera responder, Anna sacó unas fotografías de un sobre de evidencias forenses de la SpuSi. Puso una serie de cuatro en la mesa delante de Olsen, como si estuviera repartiendo cartas. En ellas se veían los cuerpos de Hanna Grünn y de Markus Schiller. Juntos y separados. Fabel observó el rostro de Olsen mientras Anna desplegaba las imágenes. Lanzó un grito ahogado y Fabel notó que las enormes manos esposadas comenzaban a temblar.

– Oh, mierda -exclamó Olsen con una voz a punto de quebrarse-. Oh, mierda. Lo siento. Oh, Dios, lo siento. -Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¿Hay algo que quiera decirnos, Peter? -El tono de Fabel era calmado, casi reconfortante-. ¿Por qué lo hizo?

Olsen sacudió la cabeza con violencia. Una lágrima escapó de uno de sus ojos y surcó la mejilla vendada. Ver llorar a Olsen era perturbador, una escena demasiado incongruente con su inmenso tamaño y sus rasgos duros.

– Yo no lo hice. Yo no hice eso.

Anna desplegó dos imágenes más. Eran comparaciones forenses de la huella de una bota y la marca de un neumático.

– Tus botas. Tu moto. Estuviste allí. Sí que lo hiciste. No podías perdonar a Hanna, ¿verdad? Ella quería ascender en el mundo, así que reemplazó al enorme mecánico grasiento por una cartera abultada. Y tú no pudiste soportarlo, ¿verdad?

– Me puse muy celoso. La amaba, pero ella sólo estaba usándome.

Anna se inclinó hacia delante, entusiasmada.

– Debiste de seguirla durante semanas. Viste cómo follaban en el elegante coche de aquel tipo. Tú te escondías en las sombras, en los árboles. Observando y planeando y fantaseando sobre cómo les darías su merecido. ¿Tengo razón?

Olsen encorvó sus inmensos hombros. Asintió con un movimiento de la cabeza, sin decir palabra. Anna no perdió el ritmo.

– Entonces lo hiciste tú. Les diste su merecido, eso puedo entenderlo. Hablo en serio, Peter. Pero ¿por qué los otros? ¿Por qué la chica en la playa? ¿La modelo? ¿Por qué el vendedor?

Olsen se secó los ojos con la base de la mano. Por su rostro cruzó una expresión más dura, más resuelta.

– No sé de qué habla. Yo no maté a nadie. Todo lo que dice sobre Hanna y ese capullo de Schiller es cierto. Quería asustarlos. Darles una paliza. Pero eso era todo.

– Pero te dejaste llevar, ¿verdad? -dijo Anna-. Has admitido que no puedes controlar tu temperamento. Tu intención era asustarlos, pero terminaste matándolos. ¿No es así como ocurrió?

«No -pensó Fabel-. No fue así.» Los asesinatos no mostraban ira o falta de control, sino premeditación. Dirigió una mirada a Anna, y ella, captando la señal, se echó hacia atrás en su asiento, a regañadientes.

– Si no los ha matado usted, o ni siquiera ha tenido la oportunidad de darles una paliza -preguntó Fabel-, ¿entonces, exactamente, por qué lo siente?

Olsen parecía absorto en la imagen de Hanna Grünn, con la garganta abierta de un tajo. Cuando consiguió apartar la mirada y la dirigió a Fabel, había dolor y súplica en sus ojos.

– Yo lo vi. Le vi. Le vi y no hice nada por impedírselo.

Fabel sintió un cosquilleo en la piel de la nuca.

– ¿Qué vio, Peter? ¿De quién está hablando?

– Yo no los maté. No fui yo. No espero que me crean. Por eso me di a la fuga. Ni siquiera sé nada de los otros asesinatos. Pero sí, yo estaba allí cuando mataron a Hanna y a Schiller. Yo lo vi todo. Lo vi y no hice nada.

– ¿Por qué, Peter? ¿Quería que murieran?

– No, por Dios, no. -Clavó sus ojos en los de Fabel-. Estaba asustado. Estaba aterrorizado. No me podía mover. Sabía que si él se daba cuenta luego vendría por mí.

Fabel miró a Olsen. Esas manos enormes. El bulto de sus hombros. Era difícil imaginar que algo o alguien pudiera asustarlo. Pero Fabel se dio cuenta de que había sentido miedo. Que había temido por su vida. Y estaba reviviendo ese temor allí mismo, delante de ellos.

– ¿Quién fue, Peter? ¿Quién los mató?

– No lo sé. Un tipo grande. Grande como yo, o más. -Volvió a mirar a Anna Wolff-. Usted tenía razón. Todo lo que ha dicho es cierto. Los observé. Estaba esperando para darles un susto de muerte y una buena paliza a Schiller. Pero no pensaba matar a nadie. No sé, tal vez si perdía la chaveta podría haber matado a Schiller. Pero jamás a Hanna. No importa lo que me hizo. De todas maneras, tenía un plan mejor. Pensaba contárselo a la mujer de Schiller. Ella se habría encargado de él como se debía y Hanna se habría dado cuenta de lo serio que era él respecto de abandonar a su esposa. Quería que Hanna se sintiera usada. Quería que se sintiera como ella me hacía sentir a mí.