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Henk Hermann levantó la mano, como si estuviera en el colegio. Fabel sonrió y Hermann, tímidamente, la retiró.

– Ha firmado como «Märchenbruder» -señaló-. ¿Qué significa eso, Hermano de los cuentos de hadas?

– Es evidente que siente una conexión muy fuerte con Weiss. Pero tal vez haya algún otro significado. Y conozco a la persona ideal para llamar y preguntárselo.

– La persona ideal -dijo Werner- sería el propio asesino.

– Y ésa -dijo Fabel en tono sombrío-, tal vez sea justamente la persona a la que voy a preguntárselo.

Weiss cogió el teléfono al segundo tono. Fabel supuso que estaría en su estudio, trabajando. Le explicó que habían descubierto una carta dirigida a él y enviada a la editorial, que claramente era obra del asesino. Weiss no recordaba haberla visto y escuchó en silencio mientras Fabel le leía el contenido.

– ¿Y usted está convencido de que habla sobre esos asesinatos? -preguntó Weiss cuando Fabel terminó.

– Sí. Es la misma persona, sin duda. ¿Hay algo en lo que dice que le resulte significativo? ¿La mención de Dorothea Viehmann, por ejemplo?

– ¡Dorothea Viehmann! -dijo Weiss en tono cínico-. La fuente de la sabiduría folklórica alemana a cuyos pies se inclinó Jakob Grimm. Y, obviamente, también su insensato psicópata.

– ¿Y no debería?

– ¿Qué nos pasa a nosotros los alemanes? Estamos constantemente buscando una identidad, tratando de averiguar quiénes somos, y en todos los casos siempre terminamos con la respuesta equivocada. Los Grimm veneraban a Viehmann y tomaban sus versiones de los cuentos de hadas alemanes como si fueran las sagradas escrituras… casi literalmente. Pero Viehmann era su apellido de casada. Su apellido de soltera era Pierson. Francesa. Los padres de Dorothea Viehmann fueron expulsados de Francia porque eran protestantes, hugonotes. Ella sostenía que había oído los relatos que narraba a viajeros que pasaban por Kassel. La verdad es que muchas de las historias que les transmitió a los Grimm eran de origen francés, de los años de su infancia. Eran las mismas que Charles Perrault recopiló en Francia un siglo antes, o más. Y ella no era la única. Había una misteriosa Marie a quien se adjudica haber transmitido «Blancanieves», «Caperucita Roja» y «La Bella Durmiente». El hijo de Wilhelm aseguraba que era una antigua sirvienta de la familia. Resultó ser una adinerada dama de la alta sociedad llamada Marie Hassenpflug, también de familia francesa, que había aprendido los cuentos de sus niñeras francesas. -Weiss se echó a reír-. De modo que la pregunta es, Herr Fabeclass="underline" ¿ La Bella Durmiente es Dornröschen o la belle au bois dormant? ¿Y Caperucita Roja es Rotkäppchen o le petit chaperon rouge? Como ya le he dicho, estamos buscando continuamente la verdad de nuestra identidad y siempre nos equivocamos. Y por lo general terminamos recurriendo a observadores extranjeros para que definan quiénes somos.

– No creo que este psicópata se ponga a hilar fino sobre la cuestión patriótica. -Fabel no tenía tiempo para otro sermón de Weiss-. Sólo quiero saber si le parece que hay algo significativo en el hecho de que mencionara el nombre de Viehmann.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. Fabel imaginó al corpulento autor en su estudio, con toda esa madera oscura absorbiendo la luz.

– No, creo que no. Sus víctimas han sido de ambos sexos, ¿verdad?

– Sí. Al parecer como asesino está a favor de la igualdad de oportunidades.

– El único significado que le encuentro a la mención de Dorothea Viehmann es que los Grimm realmente la veían casi como una fuente única de antigua sabiduría. Y parecían pensar que las mujeres eran las verdaderas guardianas de la tradición oral alemana. Si el asesino se centrara en las mujeres, en especial en ancianas, entonces tal vez podría haber alguna conexión. -Una vez más, se produjo un breve silencio al otro lado de la línea-. Hay una cosa de la carta que me inquieta. Que me inquieta verdaderamente. Es la forma en que está firmada.

– ¿Qué?… «Dein Märchenbruder»?

– Sí… -Fabel percibió la incomodidad en la voz de Weiss-. «Tu hermano de los cuentos de hadas.» Como usted probablemente sepa, Jakob murió cuatro años antes que Wilhelm. Éste recitó una apasionada elegía en el funeral, donde decía que Jakob era su Märchenbruder… Su hermano de los cuentos de hadas. Mierda, Fabel, este maníaco piensa que él y yo estamos juntos en esto.

Fabel respiró profundo. Había existido una sociedad en todos estos asesinatos. Y Weiss había sido el otro socio. Salvo que éste no lo sabía.

– Sí, Herr Weiss, me parece que él cree eso. -Fabel hizo una pausa-. Piense en su teoría de volver realidad la ficción. En eso de permitirle a la gente que «viva» en sus relatos.

– Sí, ¿qué pasa con eso?

– Bueno, al parecer él lo ha metido a usted en el suyo.

50

Miércoles, 21 de abril, 9:45 h

InstItut für Rechtsmedizin, Eppendorf, Hamburgo

Fabel odiaba el depósito de cadáveres.

Detestaba estar presente en las autopsias. No era tanto la natural repulsión física por la sangre y las vísceras, aunque eso también lo afectaba, revolviéndole una zona entre el pecho y el estómago y produciéndole náuseas; era más lo inexplicable de que un ser humano, el centro de un universo propio, vasto y complejo, de pronto se convirtiera en una determinada cantidad de carne. Era lo inanimado de los muertos, la repentina, total e irrevocable destrucción de la personalidad, lo que odiaba tener que afrontar. En cada caso de homicidio, Fabel trataba de mantener algo de la víctima vivo en su cabeza, como si él o ella todavía estuvieran con vida pero en una habitación lejana. Las veía como personas que habían sido injustamente maltratadas y él intentaba repararlo, como si se tratara de una deuda con los vivos. Incluso cuando visitaba los escenarios de los crímenes, o examinaba fotografías de las heridas fatales, esa sensación de que estaba tratando con una persona no disminuía. Pero, para Fabel, ver los contenidos del estómago de alguien vertidos como una sopa en una bandeja para luego pesarlos transformaba a esa persona en un cadáver.

Möller estaba en plena forma. Cuando Fabel entró en la sala de análisis post mortem, el patólogo lo contempló con su estudiada expresión desdeñosa. Todavía llevaba puesto su mono azul para autopsias y la bata desechable de color gris claro tenía manchas de sangre. La mesa de acero inoxidable para las autopsias estaba vacía y Möller, con una actitud casi indiferente, estaba limpiándola con una manguera que tenía adosada una cabeza de aspersión. Pero había algo en el aire. Fabel había descubierto mucho tiempo antes que los muertos no acosan con su espíritu, sino con sus olores. Estaba claro que Möller apenas acababa de poner fin a su viaje a través de la masa y la materia de lo que una vez había sido un ser humano llamado Bernd Ungerer.

– Interesante -dijo el patólogo, observando cómo el agua formaba remolinos rosados empujando los restos de sangre hacia el desagüe-. Muy interesante, éste.

– ¿En qué sentido? -preguntó Fabel.

– Los ojos fueron arrancados después de la muerte. La causa del deceso fue una sola puñalada en el pecho. Un estilo muy clásico, a decir verdad: debajo del esternón, en un ángulo ascendente, y directo al corazón. El caballero en cuestión giró el cuchillo casi cuarenta y cinco grados en el sentido de las agujas del reloj. Eso destruyó el corazón y la víctima debió de morir en cuestión de segundos. Al menos no sufrió mucho y no supo que le quitaron los ojos. Lo que, por cierto, se hizo manualmente. No hay señales de que se utilizara ningún instrumento. -Möller cerró la manguera y se apoyó en el borde de la mesa-. No había heridas defensivas. Ninguna. Ni moretones, ni cortes en las manos o antebrazos, como tampoco señales de traumatismos. Nada que indique que se produjo alguna clase de lucha antes de la muerte.