Выбрать главу

– Es sólo el viaje hasta aquí y la falta de sueño que me está afectando -dijo Fabel-. ¿Te estás divirtiendo?

– Tu madre es maravillosa. Y Gabi y yo estamos conociéndonos bastante. Pero te echo de menos.

Fabel sonrió. Era agradable que a uno lo echaran de menos.

– Yo también te echo de menos, Susanne. Nos veremos el miércoles -dijo.

Después de colgar se volvió hacia Anna, que estaba sonriendo de una manera que decía «Oh… qué dulce». Fabel no prestó atención a la sonrisa.

– Anna… -Su tono era contemplativo, como si la pregunta aún no estuviera del todo formada cuando él comenzó a hablar-. ¿Sabes si la madre de Fendrich está muerta?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno… porque él me lo ha dicho. No lo verifiqué oficialmente… Quiero decir, ¿por qué mentiría? -Anna hizo una pausa, como si estuviera procesando la idea. Luego algo agudo brilló a través del cansancio de sus ojos-. Lo comprobaré, chef.

53

Viernes, 23 de abril. 7:30 h

Ohlsdorf, Hamburgo

La noche antes Fabel se quedó hasta tarde en el Präsidium y cuando llegó a su casa se sentía cansado, irritable e inquieto, con ese cansancio excesivo que le impedía dormir. Se quedó despierto mirando la televisión, algo que casi nunca hacía. Vio a Ludger Abeln presentando las noticias en un fluido Plattdeutch, o bajo alemán, en el programa Hallo Niedersachsen, parte de la promoción de ese antiguo idioma que estaba llevando a cabo la cadena Norddeutscher Rundfunk. La voz Emslander de Abeln lo había calmado, porque le recordaba su casa, su familia, las voces con las que había crecido. Volvió a pensar en lo que le había dicho a Susanne respecto de que Hamburgo ya se había convertido en su Heimat, que éste era su lugar. Sin embargo, en ese momento, desanimado y tan cansado que no podía dormir, el lenguaje y el acento de la región en la que había nacido lo arroparon como una confortable manta.

Después de que terminara el noticiario, Fabel pasó todos los canales sin buscar nada en especial. En 3-SAT daban Nosferatu, la película muda de F. W. Murnau, un clásico expresionista del cine de terror. Fabel se quedó sentado mientras las vacilantes imágenes en blanco y negro de la pantalla proyectaban su luz en las paredes de su apartamento y Orlok, el vampiro encarnado por Max Schreck, avanzaba hacia él con actitud amenazadora. Otra fábula. Otra historia de miedo sobre el bien y el mal que había sido elevada a la altura de una obra maestra alemana. Fabel recordó que también éste era un relato originado en otro sitio y del que los alemanes se habían apropiado; Murnau había plagiado desvergonzadamente la novela del irlandés Bram Stoker, que se llamaba Drácula. La viuda de Stoker logró interponer una orden judicial contra Murnau que lo obligó a destruir todas las copias del filme. Sólo se salvó una, que se convirtió en un clásico perdurable. Mientras veía al siniestro Orlok infectando toda una ciudad del norte de Alemania con su plaga de vampiros, Fabel recordó la letra de la canción de Rammstein que había leído en el apartamento de Olsen. Grimm, Murnau, Rammstein: diferentes generaciones, las mismas fábulas.

Weiss tenía razón. Todo seguía siendo lo mismo. Todavía necesitábamos cuentos de hadas para asustarnos, horrores imaginarios y temores reales. Y siempre estaban a nuestro alcance.

Fabel se acostó cerca de las dos de la mañana.

Durmió de manera intermitente, pero sabía que había soñado. Como Susanne le había explicado, sus constantes sueños eran una señal de estrés, de los frenéticos esfuerzos que hacía su mente para resolver problemas y cuestiones tanto de su vida personal como de su trabajo. Pero lo que Fabel más detestaba era saber que había soñado pero no poder recordar los sueños. Y los de esa noche se esfumaron en el momento que se despertó para atender la llamada de Anna Wolff, a las cinco y media de la mañana.

– Buenos días, chef. Yo me saltaría el desayuno, en tu lugar. El bastardo ya se ha cargado a otro. -Anna le hablaba con su franqueza habitual, que muchas veces lindaba con la falta de respeto-. A propósito, creo que he encontrado los ojos que le faltaban a Bernd Ungerer. Oh… Y tengo un par de repuesto, por si hace falta…

Más de la mitad de Ohlsdorf, Hamburgo, está ocupada por un parque. Un parque que es la zona verde más extensa de la ciudad: más de cuatrocientas hectáreas llenas de árboles, jardines primorosamente cuidados y magníficos ejemplos del arte de la escultura. Un lugar al que muchos residentes de Hamburgo acuden para empaparse de su verde tranquilidad. Pero el Friedhof Ohlsdorf es un parque con una función muy específica. Es el mayor cementerio del mundo. Las bellas esculturas que allí se encuentran están para adornar los mausoleos, tumbas y lápidas de los muertos de Hamburgo. Son casi medio millón de tumbas, lo que significa que casi todas las familias hamburguesas tienen algún miembro enterrado en el vasto Friedhof.

El cielo, cada vez más luminoso, estaba razonablemente despejado y surcado por los rojos dedos del inminente amanecer cuando Fabel llegó a la escena. Una unidad de la Ohlsdorfer SchuPo guió a Fabel a lo largo de la Cordesallee, la principal arteria que atraviesa el inmenso Friedhof y que llega, pasando el Wasserturn, a una gran zona que parece tener su propia entidad, como si fuera un cementerio por derecho propio. Estaba bordeada de árboles de hojas anchas que ya casi habían recuperado su follaje primaveral. Figuras de mármol blanco, bronce y granito rojo montaban guardia en silencio sobre las tumbas mientras Fabel se acercaba al sitio donde había sido descubierto el cuerpo. Anna ya se encontraba allí, así como Holger Brauner y su equipo de forenses, que habían asegurado el perímetro. Todos recibieron a Fabel con los sombríos saludos típicos de los escenarios de homicidios a primera hora de la mañana.

Había una mujer, tumbada boca arriba, como si estuviera durmiendo, con las manos dobladas sobre el pecho. A la altura de su cabeza había una escultura de gran tamaño de un ángel femenino con una mano extendida, como si estuviera contemplando a la mujer muerta y tratando de tocarla. Fabel miró a su alrededor. Todas las esculturas eran femeninas, así como todos los nombres en las lápidas.

– Éste es el Garten der Frauen -explicó Anna. Un cementerio exclusivo para mujeres. Fabel se dio cuenta de que el asesino intentaba decirles algo incluso con la elección del escenario. Volvió a mirar a la mujer muerta. Su postura era casi idéntica a la de Laura von Klostertadt. La diferencia era que esta mujer tenía pelo oscuro y no poseía la belleza de Laura. Y no estaba desnuda.

– ¿Qué clase de traje es ése? -preguntó Anna.

– Es un traje tradicional de mujer, de Alemania del Norte. El que usaban las mujeres en el Speeldeel -explicó Fabel, refiriéndose a las numerosas asociaciones de danzas folklóricas de Plattdeutsch que había en Hamburgo-. Ya sabes, como la Finkwarder Speeldeel.

Pero Anna parecía que seguía sin entender.

– Y allí tienes tus ojos. -Señaló el pecho de la mujer, donde podían verse cuatro masas de tejido blanco y rojo-. Parece que tenemos de sobra para elegir. Específicamente, hay un par adicional de ojos.

Fabel examinó el cuerpo, bajando desde la cabeza hasta los pies. La mujer tenía un gorro tradicional, de color rojo subido, adornado con puntilla blanca y atado debajo de la barbilla. Había un colorido mantón sobre sus hombros y la blusa, blanca y de mangas amplias, y llevaba un canesú negro con bordados dorados y rojos. El canesú estaba manchado con el pegote viscoso de los globos oculares. La falda, roja y larga hasta los tobillos, estaba prácticamente oculta debajo de un delantal blanco y bordado. También llevaba gruesas medias blancas y zapatos negros de tacón bajo. A su lado habían dejado una pequeña cesta de mimbre, con unas hogazas de pan en el interior.