Fabel hizo un gesto hacia el asistente, quien deslizó el cadáver de vuelta en el gabinete y cerró la puerta. Su espíritu seguía presente en el depósito bajo la forma del hedor de la putrefacción.
– Si no les molesta -les dijo a los otros dos agentes-, creo que deberíamos salir.
Fabel hizo pasar a Maria y al policía portuario hacia el aire libre del aparcamiento. Nadie dijo palabra hasta que llegaron a un espacio abierto y cada uno de ellos respiró profundamente, como para limpiarse.
– Por Dios, qué duro -dijo Fabel por fin. Abrió su teléfono móvil y llamó a Holger Brauner. Le explicó el hallazgo y le pidió que efectuara una verificación de ADN para ver si el otro par de ojos que habían encontrado en el Friedhof concordaba con el cuerpo del río. Después de colgar, le dio las gracias al policía portuario. Cuando estuvieron solos, se volvió hacia Maria.
– ¿Sabes lo que significan la cuerda y el peso añadido?
– Sí -respondió ella-. Que no estaba previsto que encontrásemos a éste.
– Exacto. Supongamos por un momento que este cuerpo concuerda con el par de ojos. Eso convertiría a la víctima en nada más que un donante; lo mataron solamente por los ojos.
– Supongo que es posible.
– Tal vez. Pero ¿tener un segundo par de ojos para «posar sobre Gretel» mejora tanto el retablo? ¿Por qué no usó los ojos de Ungerer? O, si vas a poner más de un par de ojos, ¿por qué sólo uno más? ¿Por qué no media docena?
Maria frunció el ceño.
– ¿Qué quieres decir?
– Simplemente, esto. Estoy en el mismo lugar que cuando Olsen era nuestro principal sospechoso: podíamos achacarle un motivo para matar a Grünn y a Schiller, pero no conseguíamos relacionarlo con ninguno de los otros. -Señaló el Instituí für Rechtsmedizin con un movimiento de la cabeza-. Aquel hombre no murió sólo por los ojos. Fue asesinado por una razón. Es un desvío que nuestro hombre se vio obligado a tomar. Y por eso no quería, o no necesitaba, que encontráramos el cuerpo.
– ¿Por qué? -El ceño de Maria siguió fruncido-. ¿Por qué tuvo que matar a este tipo?
– Tal vez porque la víctima sabía quién era el autor de los asesinatos. O tal vez sencillamente porque poseía una información que el asesino no quería que llegara hasta nosotros. -Fabel apoyó las manos sobre la cintura y levantó la cara hacia el cielo gris. Cerró los ojos y volvió a frotarse la frente-. Haz que los tipos del SpuSi traten de conseguir alguna huella digital decente y que tomen fotografías de los tatuajes. No me importa si tenemos que visitar a todos los tatuadores de Hamburgo… Hemos de averiguar su identidad.
Cuando regresaban al Präsidium, la tormenta, que había amenazado con descargarse todo el día en ese clima pesado, estalló.
55
Lunes, 26 de abril. 15:00 h
Sankt Pauli, Hamburgo
Como Anna había previsto, Fendrich no había podido presentar ninguna clase de coartada sólida que explicara qué había hecho la noche del asesinato. Ni siquiera había podido decir que había estado mirando la televisión y dar una descripción detallada de los programas de aquella noche. En cambio, había pasado todo ese tiempo leyendo y preparando las clases para el día siguiente. Era evidente que Anna sentía pena por Fendrich. Al parecer había quedado totalmente consternado por la profanación de la tumba de su madre. Fabel creía que tal vez Anna había ido demasiado lejos cuando, para tranquilizar a Fendrich, le comentó la teoría de Fabel de que el verdadero asesino estaba usándolo para desviar a la policía.
Por lo menos habían averiguado a quién pertenecían los ojos. Los análisis de ADN habían confirmado que uno de los pares era de Bernd Ungerer, mientras que el segundo concordaba con el cuerpo sacado del Elba. Holger Brauner también había analizado el pelo del cuerpo del río. Esos análisis confirmaron que el muerto tatuado había consumido drogas, aunque no en grandes cantidades en los últimos tiempos. Möller, el patólogo, declaró que la causa de la muerte había sido el único corte ancho de la garganta y que no había entrado agua en los pulmones. La víctima estaba muerta antes de que la arrojaran al agua.
A esa altura ya habían conseguido dos Durchsuchungsbes chluss, órdenes de registro, para dos domicilios. La primera era para el apartamento de Lina Ritter, una prostituta conocida a quien su hermana había denunciado como desaparecida. Habían accedido al expediente de Ritter y habían averiguado que se trataba de la misma mujer que había sido hallada en pose y vestida con un traje tradicional, en el Garten der Frauen del cementerio de Ohlsdorf.
La segunda orden era para ese sitio, un estudio de tatuajes en una parte sórdida de Sankt Pauli. No habían tardado mucho en encontrarlo. Se había pedido a la SchuPo de cada una de las Stadtteile, los distritos en que se dividía la ciudad de Hamburgo, que comprobaran todos los salones de tatuaje de la zona, y que enseñaran imágenes de los tatuajes para ver si alguno los reconocía. Un joven y agudo Obermeister había decidido no restarle importancia al hecho de que ese estudio en particular siempre parecía estar cerrado y había hecho algunas averiguaciones en el barrio. Nadie sabía dónde estaba Max Bartmann, pero era raro que su salón no estuviera abierto. Siempre daba la impresión de que su negocio era su vida y, en cualquier caso, su casa estaba encima de la tienda.
El salón era minúsculo. Había un solo cuarto, con una ventana que habría dado directamente a la calle si no hubiera estado totalmente cubierta con fotografías e ilustraciones que exhibían a los viandantes el talento del tatuador. Casi no pasaba ninguna luz natural por el collage de muestra y Fabel tuvo que encender la desnuda bombilla del techo para ver con claridad. Dio las gracias al SchuPo y le pidió que aguardara fuera, dejando a Fabel y Werner en el atestado estudio. Había un par de sillones de cuero, viejos y destartalados, dispuestos a ambos lados de una pequeña mesa lateral con algunas revistas. Una mesa acolchada de fisioterapia estaba ubicada contra una pared y tenía una banqueta giratoria a un lado. Había una lámpara flexible fijada al borde de la mesa. De un enchufe de pared salía una maraña de cables que pasaban por una caja de metal con un interruptor y un cuadrante y luego terminaban en una máquina de tatuaje hecha de aluminio. Había tres máquinas más sobre la mesa. Una estantería montada en la pared albergaba hileras de tintas de tatuaje en una amplia gama de colores, plantillas, agujas, una caja de guantes quirúrgicos e hisopos estériles.
Antes de tocar nada, Fabel sacó un par de guantes forenses del bolsillo de la chaqueta y se los puso. Igual que la ventana, las paredes estaban revestidas de ejemplos de dibujos de tatuajes y fotografías de clientes satisfechos. Tardarían siglos en revisar todas esas imágenes para ver si alguna de ellas coincidía con los tatuajes del muerto. Un gran poster con un panorama de montañas y mar y con un pie de foto que decía, en grandes mayúsculas, NUEVA ZELANDA, era uno de los dos únicos adornos de pared que no estaban relacionados con los tatuajes. El otro era una nota, escrita con marcador, que establecía las reglas del estudio: no fumar, no traer niños, nada de alcohol ni drogas, no faltar al respeto.
Fabel examinó las fotografías más detalladamente. Si bien muchas eran primeros planos con flash de nítidos tatuajes recién hechos, también había otras con dos o más personas sonriendo a la cámara, girando un hombro o una cadera hacia la lente para enseñar las obras de arte que llevaban en el cuerpo. Había una persona en todas esas imágenes: un hombre delgado de pelo oscuro casi gris y atado hacia atrás en una coleta. Tenía mala cara, las mejillas hundidas y, en general, el aspecto de un bebedor. Fabel se concentró en una fotografía en particular. Era verano y el hombre de la coleta tenía un chaleco negro y aparecía junto a una mujer gorda que evidentemente acababa de hacerse tatuar un motivo floral en el carnoso pecho que exhibía en la foto. Fabel vio que el hombre de la foto también estaba cubierto de tatuajes. Pero no eran tan coloridos como los de sus clientes. Y consistían en diseños y dibujos.