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– La voz de Wilhelm. Ha dicho que llevaba mucho tiempo sin oírla. ¿Cuándo la había oído antes? ¿Había matado antes? ¿ O había hecho daño a alguien antes?

La sonrisa volvió a desvanecerse. Esta vez, una tristeza llena de dolor cubrió la expresión de Biedermeyer.

– Yo amaba a mi madre, Herr Fabel. Era hermosa e inteligente y tenía un abundante cabello pelirrojo. Eso es todo lo que recuerdo de ella. Eso y su voz, cuando me cantaba mientras yo estaba en la cama. No la recuerdo hablando, no recuerdo cómo era su voz cuando hablaba, pero sí cantando. Y ese pelo largo y maravilloso, que olía a manzana. Hasta que un día dejó de cantar. Yo era muy pequeño para entenderlo, pero ella cayó enferma y empecé a verla cada vez menos. Ella me cantaba cada vez menos. Luego se marchó. Murió de cáncer cuando tenía treinta años, y yo cuatro.

Hizo una pausa, como si esperara algún comentario, conmiseración, comprensión.

– Continúe -dijo Fabel.

– Usted conoce la historia, Herr Fabel. Seguramente habrá leído los cuentos mientras me perseguía. Mi padre volvió a casarse. Con una mujer dura. Una falsa Madre. Una mujer cruel y malvada que me hacía llamarla mutti. Mi padre no se casó por amor sino por razones prácticas. Era un hombre muy pragmático. Era primer oficial en un buque mercante y pasaba me ses fuera de casa, y sabía que no podía cuidarme él solo. De modo que yo perdí a una madre hermosa y gané una madrastra malvada. ¿Se da cuenta? ¿Lo entiende? Mi madrastra fue quien me educó, y a medida que yo crecía, también iba creciendo su crueldad. Entonces, cuando papi sufrió un infarto, me quedé solo con ella.

Fabel hizo un gesto de asentimiento, invitando a Biedermeyer a que continuara. Ya era consciente de la escala de la demencia de Biedermeyer. Era monumental. Un edificio vasto pero intrincado basado en una psicosis elaboradamente construida. Allí sentado, a la sombra de un hombre enorme con una locura enorme, Fabel sintió algo no muy lejano al espanto.

– Era una mujer temible, terrorífica, Herr Fabel. -También el rostro de Biedermeyer reveló algo parecido al espanto-. Dios y Alemania eran las únicas cosas que le interesaban. Nuestra religión y nuestra nación. Los únicos dos libros que permitía en la casa eran la Biblia y Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Todo lo demás era sucio. Pornografía. También me quitó todos mis juguetes. Me hacían holgazán, decía. Pero hubo uno que pude esconder, un regalo que mi padre me había comprado antes de morir… Una careta. Una careta de lobo. Esa pequeña careta se convirtió en mi única rebelión secreta. Hasta que un día, cuando tenía unos diez años, un amigo me prestó un cómic para que yo lo leyera. Lo metí a escondidas en la casa y lo oculté, pero ella lo encontró. Por suerte no lo había escondido en el mismo sitio que mi careta de lobo. Pero aquello fue el comienzo. Fue en ese momento cuando ella empezó. Dijo que si quería leer, iba a leer. Leería algo puro y noble y verdadero. Me dio un volumen de Los cuentos de hadas de los hermanos Grimm que ella tenía desde que era una niña. Me dijo que empezara memorizando «Hänsel y Gretel». Después me hacía recitárselo. Debía ponerme en pie, con ella a mi lado, recitar todo el relato, palabra por palabra. -Biedermeyer miró a Fabel con expresión de súplica y algo infantil apareció en su enorme cara-. Yo era un crío, Herr Fabel. Apenas un crío. Me equivocaba. Por supuesto que me equivocaba. Era un cuento muy largo. Entonces ella me golpeó. Me golpeó con un bastón hasta que me hizo sangrar. Luego, cada semana, me daba un nuevo cuento para que me lo aprendiera. Y cada semana me daba una paliza. A veces tan fuerte que yo me desmayaba. Y, además de las palizas, me hablaba. Nunca gritaba, siempre lo hacía en voz baja. Me decía que yo no servía para nada. Que era un monstruo, que estaba volviéndome tan grande y feo porque había una gran maldad dentro de mí. Aprendí el odio. Aprendí a odiarla. Pero mucho, mucho más que eso, me odiaba a mí mismo.

Biedermeyer hizo una pausa. Había tristeza en su rostro. Levantó la taza de agua en un gesto de interrogación. Volvieron a llenársela y él bebió un sorbo antes de continuar.

– Pero comencé a aprender de los cuentos. A entenderlos a medida que los recitaba. Aprendí un truco valioso que me hacía memorizarlos con mayor facilidad… Miré más allá de las palabras. Traté de comprender el mensaje que se ocultaba detrás de ellas y me di cuenta de que los personajes no eran personas en realidad, sino símbolos, signos. Fuerzas del bien y del mal. Supe que Blancanieves y Hänsel y Gretel eran igual que yo, seres desesperadamente atrapados por el mismo mal que mi propia madrastra representaba. Ello me ayudó a recordar los cuentos y empecé a cometer cada vez menos errores. Lo que significaba que mi madre tenía menos excusas para pegarme. Pero cuando se vio obligada a reducir la frecuencia, lo compensó con una severidad mayor…

»Hasta que, un día, cometí otra equivocación. Una sola palabra. Una frase fuera de orden. Todavía hoy no sé cuál era, pero ella me golpeó varias veces. En ese momento, el mundo entero pareció sacudirse. Fue como un terremoto dentro de mi cabeza y todo se estremeció de un lado a otro. Recuerdo haber pensado que iba a morir. Y me puse contento. ¿Puede imaginarlo, Herr Fabel? Once años de edad y feliz de morirme. Caí al suelo y ella dejó de pegarme. Me dijo que me levantara, y yo me di cuenta de que ella temía que se le hubiera ido la mano esa vez. Pero yo traté de obedecer. En serio. Quise hacer lo que ella decía y traté de levantarme, pero no pude. Simplemente, no pude. Sentí un sabor a sangre. Estaba en mi boca y en mi nariz, y sentí que me ardían las orejas. Es ahora, pensé. Voy a morir. -Biedermeyer se inclinó hacia delante. Su mirada era firme e intensa-. Fue en ese momento cuando lo oí. Fue allí cuando oí su voz por primera vez. Al principio me asusté. Estoy seguro de que puede imaginárselo. Pero su voz era fuerte y amable y suave. Me dijo que era Wilhelm Grimm y que él había escrito esos cuentos con su hermano. Ya no estás solo, me dijo. Yo estoy aquí. Soy el cuentista y te ayudaré. Y lo hizo, Herr Fabel. Me ayudó con los cuentos que tenía que recitarle a mi mutti como castigo. Después de aquello, después de la primera vez que lo oí, jamás volví a equivocarme ni en una sola palabra, porque él me indicaba lo que debía decir.

Biedermeyer lanzó una risita, como si estuviera recordando un chiste que ninguna otra persona de la sala podía entender.

– Me volví demasiado grande para que mutti me pegara. Creo que hasta es posible que ella empezara a tenerme miedo. Pero su crueldad continuó, salvo que a partir de ese momento usaba palabras en lugar del bastón. Todos los días me decía lo inútil que yo era. Que ninguna mujer me aceptaría jamás, ninguna me desearía, porque yo era un monstruo grande y feo y porque era muy malo. Pero todo el tiempo la voz de Wilhelm me calmaba y me ayudaba. Por cada insulto que ella me arrojaba, él me tranquilizaba. Entonces, un día, paró. Yo sabía que él seguía allí, pero sencillamente dejó de hablarme y yo me quedé a solas con el veneno despiadado y malvado de mi madrastra.