– Luego acabé con Ungerer. Era un cerdo lascivo y repugnante. Siempre estaba mirando a Hanna, e incluso a Vera Schiller. Lo seguí durante un par de días. Vi la suciedad en la que él nadaba, con todas esas putas. Lo planeé todo como para toparme con él en Sankt Pauli. Me reí de sus chistes sucios y asquerosos y sus comentarios procaces. El quería ir a tomar un trago, pero yo no deseaba que me vieran en público con él, de modo que fingí que conocía a un par de mujeres a las que podríamos visitar. Los cuentos nos enseñan, entre otras cosas, lo fácil que es tentar a los otros para que se aparten del camino y entren en la oscuridad del bosque. Con él fue fácil. Lo llevé a… Bueno, lo llevé a una casa que pronto visitará usted mismo, y le dije que las mujeres se encontraban allí. Entonces saqué un cuchillo y lo clavé en su negro y corrupto corazón. Él no lo esperaba; fue fácil y todo terminó en un segundo.
– ¿Y le sacó los ojos?
– Sí. Asigné a Ungerer el papel del hijo del rey en «Rapunzel» y le arranqué esos ojos lascivos e impúdicos.
– ¿Y qué hay de Max Bartmann, el tatuador? -preguntó Fabel-. Usted lo mató antes que a Ungerer y él no cumplía ningún papel en ninguno de sus cuentos. Y trató de ocultar el cadáver para siempre. ¿Por qué lo mató? ¿Sólo por los ojos?
– En cierta manera, sí. Por lo que sus ojos habían visto. El sabía quién era yo. Me di cuenta de que, ahora que ya podía comenzar mi trabajo, él se enteraría por la televisión o los periódicos. Tarde o temprano habría hecho una conexión. De modo que tuve que poner fin a su historia, también.
– ¿De qué está hablando? -dijo Werner en un tono de impaciencia-. ¿Cómo sabía él quién era usted?
Biedermeyer se movió tan rápido que ninguno de los agentes de la sala tuvo tiempo para reaccionar. Se puso de pie de un salto, la silla en la que estaba sentado salió volando hacia atrás contra la pared y los dos SchuPos que estaban a sus espaldas saltaron a los costados. Sus enormes manos volaron hacia el inmenso pecho. Los botones de su camisa salieron despedidos y la tela se rasgó cuando él trató de quitársela. Luego se quedó de pie, como un coloso, con un cuerpo descomunal y pesado en la sala de interrogatorios. Fabel levantó la mano y los SchuPos que estaban abalanzándose sobre Biedermeyer se contuvieron. Tanto Warner como Fabel se habían incorporado y Maria había corrido hacia delante. Los tres parecían empequeñecidos a la sombra de la corpulenta contextura de Biedermeyer. Todos contemplaron el cuerpo de aquel hombre.
– Mierda… -dijo Werner en voz baja.
El torso de Biedermeyer estaba totalmente cubierto de palabras. Miles de palabras. El cuerpo estaba ennegrecido con ellas. Había cuentos tatuados en su piel, con tinta negra y tipografía Fraktur, en una letra que era lo más pequeña que el medio de la piel humana y el talento del tatuador habían permitido. Los títulos se veían claramente: Dornröschen, Schneewittchen, Die Bremer Stadtmusíkanten…
– Dios mío… -Fabel no podía apartar los ojos de los tatuajes. Las palabras parecían moverse, las frases se retorcían, a cada mínimo movimiento, a cada respiración de Biedermeyer. Fabel recordó los volúmenes que había visto en el minúsculo apartamento del tatuador, aquellos libros sobre las antiguas tipografías góticas alemanas, sobre la Fraktur y la Kupferstich. Biedermeyer quedó en silencio durante un momento. Luego, cuando habló, su voz tenía la misma resonancia profunda y amenazadora de antes.
– ¿Se dan cuenta ahora? ¿Lo entienden? Yo soy el hermano Grimm. Yo soy la suma de los cuentos y el Marchen de nuestro idioma, de nuestra tierra, de nuestro pueblo. El tenía que morir. Había visto esto. Max Bartmann ayudó a crear esto y lo había visto. No podía permitir que se lo contara a nadie. De modo que acabé con él y le quité los ojos para que pudiera cumplir un papel en el cuento siguiente.
Todos se quedaron de pie, tensos, esperando.
– Ahora es el momento -dijo Fabel-. Ahora debe decirnos dónde está el cuerpo de Paula Ehlers. No encaja. El único otro cuerpo que usted escondió era el de Max Bartmann, y eso era porque en realidad no formaba parte de su pequeño retablo. ¿Por qué aún no hemos encontrado el cuerpo de Paula?
– Porque hemos trazado un círculo completo. Paula es mi Gretel. Yo soy su Hänsel. A ella todavía le queda un papel que desempeñar. -Su cara se abrió en una sonrisa. Pero no se parecía a ninguna de las sonrisas que Fabel había visto antes en el rostro por lo general bondadoso y amable de Biedermeyer. Era una sonrisa de una frialdad terrible y luminosa, que clavó a Fabel en su helada luz-. «Hänsel y Gretel» era el cuento que más me hacía recitar mi madrastra. Era largo y difícil y yo siempre cometía algún error. Y entonces ella me pegaba. Me lastimó el cuerpo y la mente hasta que yo creí que estaban rotos para siempre. Pero Wilhelm me salvó. Wilhelm me devolvió la luz con su voz, con sus señales y luego con sus nuevos escritos. Él me dijo, la primerísima vez que lo oí, que un día yo podría vengarme de la malvada bruja que tenía como madrastra, que podría liberarme de su encierro, de la misma manera en que Hänsel y Gretel se vengaron de la vieja bruja y pudieron escapar. -Biedermeyer inclinó su inmenso cuerpo hacia delante y las palabras se estiraron y retorcieron en su piel. Fabel luchó contra el instinto de retroceder-. Yo mismo preparé la tarta de Paula -continuó Biedermeyer con una voz oscura, fría y profunda-. Cociné y preparé yo mismo la tarta de Paula. A veces hago algunos encargos por mi cuenta para pequeñas celebraciones y fiestas, y tengo una panadería totalmente equipada en el sótano de mi casa, incluyendo un horno profesional. El horno es muy pero que muy grande y es necesario tener un suelo de hormigón para soportarlo.
La confusión de Fabel quedó expresada en su rostro. Ya habían mandado a un equipo de SchuPo a la casa de Biedermeyer. Era un apartamento en la planta baja de un edificio de Heimfeld-Nord y los agentes uniformados habían confirmado que estaba vacío y que no había nada raro en él, salvo que uno de los dos dormitorios parecía haber sido acondicionado para recibir a una persona muy anciana o incapacitada.
– No lo entiendo -dijo Fabel-. No hay ningún sótano en su apartamento.
La fría sonrisa de Biedermeyer se ensanchó.
– Esa no es mi casa, estúpido. Ese no es más que el apartamento que alquilé para convencer a las autoridades del hospital de que me dejaran ocuparme de mutti. Mi verdadera casa es donde crecí. La casa que compartí con esa vieja hija de puta. Rilke Strasse, Heimfeld. Está junto a la Autobahn. Allí la encontrarán… Allí encontrarán a Paula Ehlers, en el suelo, donde mutti y yo la enterramos. Sáquela de allí, Herr Fabel. Saque a mi Gretel de la oscuridad y los dos seremos libres.
Fabel hizo un gesto a los SchuPos, quienes agarraron los brazos de Biedermeyer, que no ofreció resistencia, se los pusieron detrás de la espalda y volvieron a esposarlo.
– La encontrarán allí… -exclamó Biedermeyer mientras Fabel y su equipo salían de la sala. Luego se echó a reír-. Y cuando estén en la casa, ¿podrían apagar el horno? Lo dejé encendido esta mañana.
60
Viernes, 30 de abril. 16:20 h
Heimfeld-Nord, Hamburgo
La casa estaba en la periferia de los bosques de Staatsfort, cerca del área donde la A7 los atravesaba. Era grande y antigua y presentaba un aspecto deprimente. Fabel supuso que habría sido construida en los años veinte pero carecía de atmósfera o personalidad. Estaba en medio de un gran jardín abandonado y lleno de arbustos. La casa en sí misma daba la impresión de que hacía mucho tiempo que nadie la trataba con cariño; la pintura del exterior estaba apagada, llena de manchas y desconchada, como si la piel del edificio estuviese enferma.