– Ya te he dicho: ¡no-qui-e-ro! Ni una palabra más sobre esto, ¿oyes?
La angustia de la noche anterior tornó a desmesurarle los ojos.
– Entonces-articuló con voz profundamente tomada-es lo que pienso, lo que tú sabes que yo pensaba cuando mentiste anoche. De modo… Bueno, dejemos, no es nada. Hasta mañana.
Lo detuve del hombro y se dejó caer en seguida en la silla, con la cabeza sobre sus brazos en la mesa.
– Quédate-le dije.-Vas a dormir aquí conmigo. No estés solo.
Durante un rato nos quedamos en profundo silencio. Al fin articuló sin entonación alguna:
– Es que me dan unas ganas locas de matarme…
– ¡Por eso! ¡Quédate aquí!… No estés solo.
Pero no pude contenerlo, y pasé toda la noche inquieto.
Usted sabe qué terrible fuerza de atracción tiene el suicidio, cuando la idea fija se ha enredado en una madeja de nervios enfermos. Habría sido menester que a toda costa Vezzera no estuviera solo en su cuarto. Y aún así, persistía siempre el motivo.
Pasó lo que temía. A las siete de la mañana me trajeron una carta de Vezzera, muerto ya desde cuatro horas atrás. Me decía en ella que era demasiado claro que yo estaba enamorado de su novia, y ella de mí. Que en cuanto a María, tenía la más completa certidumbre y que yo no había hecho sino confirmarle mi amor con mi negativa a ir más allá. Que estuviera yo lejos de creer que se mataba de dolor, absolutamente no. Pero él no era hombre capaz de sacrificar a nadie a su egoísta felicidad, y por eso nos dejaba libre a mí y a ella. Además, sus pulmones no daban más… era cuestión de tiempo. Que hiciera feliz a María, como él hubiera deseado…, etc.
Y dos o tres frases más. Inútil que le cuente en detalle mi turbación de esos días. Pero lo que resaltaba claro para mí en su carta-para mí que lo conocía-era la desesperación de celos que lo llevó al suicidio. Ese era el único motivo; lo demás: sacrificio y conciencia tranquila, no tenía ningún valor.
En medio de todo quedaba vivísima, radiante de brusca felicidad, la imagen de María. Yo sé el esfuerzo que debí hacer, cuando era de Vezzera, para dejar de ir a verla. Y había creído adivinar también que algo semejante pasaba en ella. Y ahora, ¡libres! sí, solos los dos, pero con un cadáver entre nosotros.
Después de quince días fuí a su casa. Hablamos vagamente, evitando la menor alusión. Apenas me respondía; y aunque se esforzaba en ello, no podía sostener mi mirada un solo momento.
– Entonces,-le dije al fin levantándome-creo que lo más discreto es que no vuelva más a verla.
– Creo lo mismo-me respondió.
Pero no me moví.
– ¿Nunca más?-añadí.
– No, nunca… como usted quiera-rompió en un sollozo, mientras dos lágrimas vencidas rodaban por sus mejillas.
Al acercarme se llevó las manos a la cara, y apenas sintió mi contacto se estremeció violentamente y rompió en sollozos. Me incliné detrás de ella y le abracé la cabeza.
– Sí, mi alma querida…¿quieres? Podremos ser muy felices. Eso no importa nada…¿quieres?
– ¡No, no!-me respondió-no podríamos… no, ¡imposible!
– ¡Después, sí, mi amor!… ¿Sí, después?
– ¡No, no, no!-redobló aún sus sollozos.
Entonces salí desesperado, y pensando con rabiosa amargura que aquel imbécil, al matarse, nos había muerto también a nosotros dos.
Aquí termina mi novela. Ahora, ¿quiere verla?
– ¡María!-se dirigió a una joven que pasaba del brazo.-Es hora ya; son las tres.
– ¿Ya? ¿las tres?-se volvió ella.-No hubiera creído. Bueno, vamos. Un momentito.
Zapiola me dijo entonces:
– Ya ve, amigo mío, como se puede ser feliz después de lo que le he contado. Y su caso… Espere un segundo.
Y mientras me presentaba a su mujer:
– Le contaba a X cómo estuvimos nosotros a punto de no ser felices.
La joven sonrió a su marido, y reconocí aquellos ojos sombríos de que él me había hablado, y que como todos los de ese carácter, al reir destellan felicidad.
– Sí,-repuso sencillamente-sufrimos un poco…
– ¡Ya ve!-se rió Zapiola despidiéndose.-Yo en lugar suyo volvería al salón.
Me quedé solo. El pensamiento de Elena volvió otra vez; pero en medio de mi disgusto me acordaba a cada instante de la impresión que recibió Zapiola al ver por primera vez los ojos de María.
Y yo no hacía sino recordarlos.
EL SOLITARIO
Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidad comercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil-artista aún,-carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios al transeunte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya-¡y con cuánta pasión deseaba ella!-trabajaba de noche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar las tareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas del engarce. Pero cuando la joya estaba concluída-debía partir, no era para ella,-caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oir sus sollozos, y la hallaba en la cama, sin querer escucharlo.
– Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti,-decía él al fin, tristemente.
Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.
Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
– ¡Y eres un hombre, tú!-murmuraba.
Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
– No eres feliz conmigo, María-expresaba al rato.
– ¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo? ¡Ni la última de las mujeres!… ¡Pobre diablo!-concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
– Sí… ¡no es una diadema sorprendente!… ¿cuando la hiciste?
– Desde el martes-mirábala él con descolorida ternura-dormías de noche…
– ¡Oh, podías haberte acostado!… ¡Inmensos, los brillantes!
Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, y apenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos.
– ¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú… y tú… ni un miserable vestido que ponerme, tengo!