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– ¿Estás conforme -le dijo- en volver a concluir tu trabajo?

– Con mucho gusto, padre mío, con tal de que se me pague bien.

– Bueno; pues, entonces, mañana a media noche vendré a buscarte.

Lo hizo así, y se concluyó la obra.

– Ahora -dijo el cura- me vas a ayudar a traer los cuerpos que se han de enterrar en esta bóveda.

Al oír estas palabras se le erizó el cabello al pobre albañil; siguió al cura con paso vacilante hasta una apartada habitación de la casa, esperando ver algún horroroso espectáculo de muerte; pero cobró alientos al ver tres o cuatro orzas grandes arrimadas a un rincón. Estaban llenas -al parecer- de dinero, y con gran trabajo consiguieron entre él y el clérigo sacarlas y ponerlas en su tumba. Entonces se cerró la bóveda, se arregló el pavimento y cuidóse que no quedara la menor huella de haberse trabajado allí. El albañil fue vendado de nuevo y sacado fuera por un lugar distinto de aquel por donde había sido introducido anteriormente. Después de haber caminado mucho tiempo por un confuso laberinto de callejas y revueltas, se detuvieron. El cura le entregó dos monedas de oro, diciéndole:

– Espera aquí hasta que oigas las campanas de la catedral tocar a maitines; si tratas de quitarte la venda de los ojos antes de tiempo te ocurrirá una tremenda desgracia.

Y esto diciendo, se marchó. El albañil esperó fielmente, contentándose con tentar entre sus manos las monedas de oro y con hacerlas sonar una con otra. En cuanto las campanas de la catedral dieron el toque matinal se descubrió los ojos y se encontró en la ribera del Genil, desde donde se fue a su casa lo más presto que pudo, pasándolo alegremente con su familia por espacio de medio mes con las ganancias de las dos noches de trabajo, y volviendo después a quedar tan pobre como antes.

Continuó trabajando poco y rezando mucho, y guardando los días de los santos y festivos de año en año, mientras su familia, flaca, desarrapada y consumida de miseria, parecía una horda de gitanos. Hallábase cierta noche sentado en la puerta de su casucho cuando he aquí que se le acerca un rico viejo avariento, muy conocido por ser propietario de numerosas fincas y por sus mezquindades como arrendatario. El acaudalado propietario quedóse mirando fijamente a nuestro alarife por un breve rato y, frunciendo el entrecejo, le dijo:

– Me han asegurado, amigo, que te abruma la pobreza.

– No hay por qué negarlo, señor, pues bien claro se trasluce.

– Creo, entonces, que te convendrá hacerme un chapucillo, y que me trabajarás barato.

– Más barato, mi amo, que cualquier albañil de Granada.

– Pues eso es lo que yo deseo; poseo una casucha vieja que se está cayendo, y que más me cuesta que me renta, pues a cada momento tengo que repararla, y luego nadie quiere vivirla; por lo cual me propongo remendarla del modo más económico y lo meramente preciso para que no se venga abajo.

Llevó, en efecto, al albañil a un caserón viejo y solitario que parecía iba a derrumbarse. Después de atravesar varios salones y habitaciones desiertas, entró nuestro albañil en un patio interior, donde vio una vieja fuente morisca, en cuyo sitio detúvose un momento, pues le vino a la memoria un como recuerdo vago del mismo.

– Perdone usted, señor. ¿Quién habitó esta casa antiguamente?

– ¡Malos diablos se lo lleven! -contestó el propietario-. Un viejo y miserable clerizonte, que no se cuidaba de nadie más que de sí mismo. Se decía que era inmensamente rico, y, no teniendo parientes, se creyó que dejaría toda su fortuna a la Iglesia. Murió de repente, y los curas y frailes vinieron en masa a tomar posesión de sus riquezas, pero no encontraron más que unos cuantos ducados en una bolsa de cuero. Desde su fallecimiento me ha cabido la suerte más mala del mundo, pues el viejo continúa habitando mi casa sin pagar renta, y no hay medio de aplicarle la ley a un difunto. La gente afirma que se oyen todas las noches sonidos de monedas en el cuarto donde dormía el viejo clérigo, como si estuviera contando su dinero, y, algunas veces, gemidos y lamentos por el patio. Sean verdad o mentira estas habladurías, lo cierto es que ha tomado mala fama mi casa, y que no hay nadie que quiera vivirla.

– Entonces -dijo el albañil resueltamente- déjeme usted vivir en su casa hasta que se presente algún inquilino mejor, y yo me comprometo a repararla y a calmar al conturbado espíritu que la inquieta. Soy buen cristiano y pobre; y no me da miedo del mismo diablo en persona, aunque se me presentara en la forma de un saco relleno de oro.

La oferta del honrado albañil fue aceptada alegremente; se trasladó con su familia a la casa y cumplió todos sus compromisos. Poco a poco la volvió a su antiguo estado, y no se oyó más de noche el sonido del oro en el cuarto del cura difunto; pero principió a oírse de día en el bolsillo del albañil vivo. En una palabra: que se enriqueció rápidamente, con gran admiración de todos sus vecinos, llegando a ser uno de los hombres más poderosos de Granada; que dio grandes sumas a la Iglesia, sin duda para tranquilizar su conciencia, y que nunca reveló a su hijo y heredero el secreto de la bóveda hasta que estuvo en su lecho de muerte.

TRADICIONES LOCALES

El pueblo español tiene pasión oriental por contar cuentos; es por todo extremo amante de lo maravilloso. Reunidos en el atrio o umbral de la puerta de la casa en las noches del estío, o alrededor de las grandes y soberbias campanas de las chimeneas de las ventanas en el invierno, escuchan con insaciable delicia las leyendas milagrosas de santos, las peligrosas aventuras de viajeros y las temerarias empresas de bandoleros y contrabandistas. El salvaje y solitario aspecto del país, la imperfecta difusión de la enseñanza, la escasez de asuntos generales de conversación y la vida novelesca y aventurera de un país en que los viajes se hacen como en los tiempos primitivos, y a que produzca una fuerte impresión lo extravagante e inverosímil. No hay, en verdad, ningún tema más persistente y popular que el de los tesoros enterrados por los moros, y que esté tan arraigado en todas las comarcas. Atravesando las agrestes sierras, teatro de antiguas acciones de guerra y hechos notables, se ven moriscas atalayas levantadas sobre peñascos o dominando algún pueblecillo; y, si preguntáis a vuestro arriero lo que allí pasó, dejará en el acto de chupar su cigarrillo para contaros alguna conseja de tesoros moriscos enterrados bajo sus cimientos, y no habrá ningún ruinoso alcázar en cualquier ciudad que no tenga una áurea tradición, transmitida generación tras generación por la gente pobre de la vecindad.

Éstas, lo mismo que la mayor parte de las ficciones populares, tienen algún fundamento histórico. Durante las guerras entre moros y cristianos, que asolaron este país por espacio de algunos siglos, las ciudades y los castillos estaban expuestos a cambiar repentinamente de dueño, y sus habitantes, mientras duraban los bloqueos y los asaltos, se veían precisados a esconder su dinero y sus alhajas en las entrañas de la tierra, a ocultarlo en las bóvedas y pozos, tal como se hace hoy día en los despóticos y bárbaros países de oriente. Cuando la expulsión de los moriscos, muchos de ellos escondieron también sus más preciosos objetos, creyendo que su destierro sería solamente temporal y que ellos volverían y recuperarían sus tesoros en el porvenir. Se ha descubierto casualmente algún que otro dinero, después de pasados algunos siglos, entre las ruinas de fortalezas y casas moriscas, habiendo bastado unos cuantos hechos aislados de esta clase para dar pie a un sinnúmero de narraciones fabulosas sobre tesoros ocultos.