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Las historias que de aquí brotan tienen generalmente cierto tinte oriental, y participan de esa mezcla de árabe y cristiano que parece característico en las cosas de España, especialmente en las provincias del Mediodía. Las riquezas escondidas han de estar casi siempre bajo la influencia mágica, o guardadas por encantamientos y talismanes, y, algunas veces, defendidas por horribles monstruos o fieros dragones, o bien por moros encantados que se hallan maravillosamente vestidos con sus férreas armaduras y desnudas las espadas, pero inmóviles como estatuas y haciendo una desvelada guardia durante muchos siglos.

La Alhambra, por sus especiales circunstancias históricas, es un rico manantial de ficciones populares de este género, y han contribuido a aumentarlo las mil reliquias que se han desenterrado de vez en cuando. Cierta vez se encontró un gran jarrón de barro que contenía monedas moriscas y el esqueleto de un gallo, lo cual -según la opinión de algunos inteligentes que lo vieron- debió ser enterrado vivo. Otra vez se descubrió otro jarrón que contenía un gran escarabajo de arcilla cocida, cubierto con inscripciones arábigas, y del cual se dijo que era un prodigioso amuleto de ocultas virtudes. De esta manera los cerebros de la escuálida muchedumbre moradora de la Alhambra se dieron a tejer ilusiones con tal fecundidad, que no hay salón, torre o bóveda en la vieja fortaleza que no se haya hecho el teatro de alguna tradición maravillosa.

Sin duda, el lector -con la lectura de las anteriores páginas- se nos habrá familiarizado con los sitios de la Alhambra, por lo cual me ocuparé ya con preferencia, en adelante, de las maravillosas leyendas relacionadas con ella, y a las cuales he dado forma cuidadosamente, sacándolas de los varios apuntes y notas que recogí en el transcurso de mis excursiones, del mismo modo que el anticuario forma un ordenado documento histórico sobre unas cuantas letras casi borradas y no inteligibles.

Si el escrupuloso lector encuentra algo que lastime su credulidad, sea indulgente recordando la naturaleza especial de aquellos sitios, pues no cabe que sean exigidas allí las leyes de la probabilidad que rigen las cosas comunes de la vida, debiendo sólo tenerse en cuenta que la mayor parte de los sucesos ocurren en los salones de un palacio encantado; que todo sucede y pasa sobre un suelo fantástico.

LEYENDA DEL ASTRÓLOGO ÁRABE

En tiempos antiguos, hace ya muchos siglos, había un rey moro llamado Aben-Habuz, que gobernaba el reino de Granada. Era un guerrillero ya retirado, es decir que, habiendo llevado en sus días juveniles una vida continuadamente entregada al pillaje y a la pelea, por haberse hecho débil y achacoso, anhelaba ya tan sólo la quietud y deseaba a toda costa vivir en paz con sus enemigos, durmiendo sobre los laureles y gozando tranquilamente la posesión de los Estados que había usurpado a sus vecinos.

Sucedió, sin embargo, que este razonable, pacífico y viejo monarca tuvo, a pesar suyo, que luchar con algunos jóvenes príncipes, ansiosos de pelear y alcanzar renombre, y enteramente dispuestos a pedirle estrecha cuenta de sus usurpaciones. Ciertos territorios lejanos del reino, a los cuales trató cruelmente en los días de su mayor pujanza, se sintieron fuertes y con ánimos para sublevarse cuando le vieron achacoso, amenazando atacarle dentro de su misma capital. Viéndose, pues, rodeado de descontentos, y con el grave inconveniente de la posición topográfica de Granada, circundada de agrestes y escabrosas montañas que ocultan la aproximación de los enemigos, el infortunado Aben-Habuz vivió constantemente alarmado y vigilante, sin saber por qué lado se romperían las hostilidades.

De nada sirvió el que levantase atalayas en las montañas y acantonara guardias en todos los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de noche y levantar humaredas de día si veían aproximarse algún enemigo; pues sus astutos contrarios, burlando todas estas precauciones, solían asomarse por algún oculto desfiladero, y asolaban el país en las mismas barbas del monarca, retirándose después cargados de prisioneros y de botín a las montañas. ¿Hubo nunca conquistador ya retirado y pacífico que se viese como él reducido a tan dura condición?

Cuando Aben-Habuz se hallaba contristado por estos tormentos y molestias llegó a su corte un antiguo médico árabe, cuya nevada barba le llegaba a la cintura; pero el cual, a pesar de sus señales evidentes de larga longevidad, había ido peregrinando a pie desde Egipto hasta Granada, sin otra ayuda que su báculo cubierto de jeroglíficos. Venía precedido de la aureola de la fama: se llamaba Ibrahim Eben Abu Ajib y se le creía contemporáneo de Mahoma, pues era hijo de Abu Ajib, el último compañero del profeta. Cuando niño, siguió al ejército conquistador de Amrou al Egipto, y en aquel país habitó durante muchos años, estudiando las ciencias ocultas, y en particular la magia, con los sacerdotes egipcios.

Se decía también que había encontrado el secreto de prolongar la vida, y que por este medio había llegado a la larga edad de más de dos siglos; pero como no descubrió este secreto hasta muy entrado en años, sólo consiguió perpetuar sus canas y sus arrugas.

Este extraordinario anciano fue bien recibido del monarca, el cual, como la mayor parte de los reyes octogenarios, comenzó a hacer a los médicos sus favoritos. Quiso instalarlo en su palacio, pero el astrólogo prefirió una cueva que había en la falda de la colina que dominaba a Granada, y que es la misma sobre la cual se halla la Alhambra. Hizo ensanchar la caverna de tal modo que formaba un espacioso y vasto salón, con un agujero circular en el techo, que parecía un pozo, por el cual miraba el firmamento y observaba las estrellas, aun en medio del día. También cubrió las paredes del salón con jeroglíficos egipcios, símbolos cabalísticos y figuras de estrellas con sus constelaciones, y proveyó su vivienda de instrumentos fabricados bajo su dirección por los más hábiles artistas de Granada, pero cuyas ocultas propiedades eran de él solamente conocidas.

En muy poco tiempo llegó a ser el sabio Ibrahim el consejero favorito del rey, el cual le consultaba cuando se veía en alguna tribulación. Estando una vez Aben-Habuz lamentando la injusticia de sus convecinos y quejándose de la perpetua vigilancia que se veía obligado a observar para guardarse de sus invasiones, el astrólogo, luego que aquél concluyó de hablar, permaneció un rato en silencio, y le dijo después:

– Sabe, ¡oh rey!, que cuando yo estaba en Egipto vi una gran maravilla inventada por una sacerdotisa pagana de la antigüedad. En una montaña que domina la ciudad de Borsa, y mirando al gran valle del Nilo, había una figura que representaba un carnero y encima de él un gallo, ambos fundidos en bronce y dispuestos de manera que giraban sobre un eje. Cuando el país estaba amenazado por alguna invasión, el carnero señalaba en dirección del enemigo y el gallo cantaba, y de este modo presentían el peligro los habitantes de la ciudad y conocían la dirección de donde venía, pudiendo prepararse con tiempo para defenderse.

– ¡Gran Dios! -exclamó el atribulado Aben-Habuz-. ¡Qué tesoro sería para mí un carnero semejante, que me hiciese la misma señal en medio de esas montañas que me rodean, y un gallo como aquel que cantase cuando se acercara el peligro! ¡Allah Akbar¡ ¡Y qué tranquilo dormiría en mi palacio con tales centinelas en lo alto de mi torre!

El astrólogo esperó por un momento a que concluyese sus exclamaciones el rey, y continuó:

– Después de que el virtuoso Amrou (¡cuyos restos descansen en paz!) concluyó la conquista de Egipto, permanecí algún tiempo entré los ancianos sacerdotes de aquel país, estudiando los ritos y ceremonias de aquellos idólatras, procurando instruirme en las ciencias ocultas, por cuyo conocimiento alcanzaron aquéllos tanto renombre. Estando sentado cierto día a orillas del Nilo conversando con un venerable sacerdote, me señaló las enormes pirámides que se levantan como montañas en medio del desierto: "Todo lo que te podemos enseñar -me dijo- no es nada comparado con la ciencia que se encierra en esas portentosas edificaciones. En el centro de la pirámide que está en medio hay una cámara mortuoria en la que se conserva la momia del Gran Sacerdote que contribuyó a levantar esta estupenda construcción, y con él está enterrado el maravilloso Libro de la Sabiduría, que contiene todos los secretos del arte mágico. Este libro le fue dado a Adán después de su caída, y se ha ido heredando generación tras generación hasta el sabio rey Salomón, quien, con su ayuda, construyó el templo de Jerusalén. Cómo vino a poder del que construyó las pirámides, solamente lo sabe Aquel para quien no existen secretos". Cuando oí estas palabras de labios del sacerdote egipcio mi corazón ardió en deseos de poseer tal libro. Como disponía de un gran número de soldados de nuestro ejército conquistador y de bastantes egipcios, comencé a agujerear la sólida masa de la pirámide, hasta que, después de mucho trabajar, encontré uno de sus pasadizos interiores, siguiendo el cual, e internándome en un confuso laberinto, llegué al corazón de la pirámide, a la misma cámara sepulcral donde yacía desde muchos siglos atrás la momia del Gran Sacerdote. Rompí la caja exterior que lo guardaba, deslié sus muchas fajas y vendajes, y por fin encontré en su seno el precioso libro. Lo cogí con mano trémula y salí presuroso de la pirámide, dejando la momia en su oscuro y tenebroso sepulcro, aguardando allí el día de la resurrección y juicio final.