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– ¡Hijo de Abu Ajib! -exclamó Aben-Habuz-, tú eres un gran viajero y has visto cosas maravillosas. Pero ¿de qué me sirve, ¡triste de mí!, el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón?

– Vas a saberlo, ¡oh rey! Con el estudio que hice de este libro me instruí en todas las artes mágicas, y cuento con la ayuda de un genio para llevar a cabo mis planes. El misterio del talismán de Borsa me es tan conocido, que puedo hacer uno como aquél, y aun con más grandes virtudes.

– ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! -prorrumpió Aben-Habuz-. Más falta me hace ese talismán que todas las atalayas de las montañas y los centinelas de las fronteras. Dame tal salvaguardia y dispón de todas las riquezas de mi tesorería.

El astrólogo se puso inmediatamente a trabajar para satisfacer cumplidamente los deseos del monarca. Levantó una gran torre en lo más alto del palacio real (que estaba entonces situado en la colina del Albaicín), construida con piedras del Egipto, y extraídas -según se cuenta- de una de las pirámides. En lo alto de la torre había una sala circular con ventanas que miraban a todos los puntos del cuadrante, y delante de cada una de éstas colocó unas mesas sobre las cuales se hallaban formados, lo mismo que en un tablero de ajedrez, pequeños ejércitos de caballería e infantería tallados en madera, con la figura del soberano que gobernaba en aquella dirección. En cada una de estas mesas había una pequeña lanza del tamaño de un punzón, y en ellas, grabados, ciertos caracteres caldeos. Este salón estaba siempre cerrado con una puerta de bronce, cuya cerradura era de acero, y la llave la guardaba constantemente el rey.

En la parte más alta de la torre colocó una figura de bronce representando a un moro a caballo que giraba sobre un eje, con su escudo en el brazo y su lanza elevada perpendicularmente. La cara de este jinete miraba hacia la ciudad, como si la estuviese custodiando; pero, si se aproximaba algún enemigo, la figura señalaba en aquella dirección y blandía la lanza en ademán de acometer.

Cuando el talismán estuvo concluido del todo, Aben-Habuz se impacientaba por experimentar sus virtudes, y deseaba tanto una invasión como antes suspiraba por la tranquilidad. Sus deseos se vieron satisfechos bien pronto, pues cierta mañana temprano el centinela que guardaba la torre trajo la noticia de que el jinete de bronce señalaba hacia la Sierra de Elvira y que su lanza apuntaba directamente hacia el Paso de Lope.

– ¡Que las tropas y tambores toquen a las armas y que toda Granada se ponga a la defensiva! -dijo Aben-Habuz.

– ¡Oh rey! -le contestó el astrólogo-. No alarmes a tu ciudad ni pongas a tus guerreros sobre las armas, pues no necesito de ninguna fuerza para librarte de tus enemigos. Manda que se retiren tus servidores y subamos solos al salón secreto de la torre.

El anciano Aben-Habuz subió la escalera apoyándose en el brazo del centenario lbrahim Eben Abu Ajib, y abriendo la puerta de bronce penetraron dentro. La ventana que miraba hacia el Paso de Lope estaba abierta.

– Hacia aquella dirección -dijo el astrólogo- está el peligro; acércate, ¡oh rey!, y observa el misterio de la mesa.

El rey Aben-Habuz se acercó a lo que parecía un tablero de ajedrez con figuras de madera, y con gran sorpresa suya vio que todas ellas estaban en movimiento: los caballos se espantaban y encabritaban, los guerreros blandían sus armas, y se oía el débil sonido de tambores y trompetas, el choque de armas y el relincho de corceles, pero todo tan apenas perceptible como el zumbido de las abejas o el ruido de los mosquitos al oído del que duerme en el verano tendido a la sombra de un árbol en las horas de calor.

– He aquí, ¡oh rey! -dijo el astrólogo-, la prueba de que tus enemigos están todavía en el campo. Deben estar atravesando aquellas montañas por el Paso de Lope. Si quieres llevar el pánico y la confusión entre ellos y obligarlos a que se retiren sin efusión de sangre, golpea estas figuras con el asta de esta lanza mágica; pero si quieres que haya sangre y carnicería, hiéreles con la punta.

El rostro del pacífico Aben-Habuz se cubrió con un tinte lívido, y, tomando la pequeña lanza con mano temblorosa, se acercó vacilando a la mesa, mostrando con su barba trémula su estado de exaltación:

– ¡Hijo de Abu Ajib! -exclamó-, creo que va a haber alguna sangre.

Así diciendo, hirió con la lanza mágica algunas de las diminutas figuras y tocó a otras con el asta, con lo cual unas cayeron como muertas sobre la mesa, y las demás, volviéndose las unas contra las otras, trabaron una confusa pelea, cuyo resultado fue igual por ambas partes.

Costó no poco trabajo al astrólogo el contener la mano de aquel monarca pacífico y oponerse a que exterminase completamente a sus enemigos; por último, pudo conseguir el que se retirase de la torre y que enviase avanzadas por el Paso de Lope.

Volvieron aquéllas con la noticia de que un ejército cristiano se había internado por el corazón de la sierra casi hasta Granada, y que había habido entre ellos una desavenencia, haciendo repentinamente armas unos contra los otros, hasta que, después de una gran carnicería, se retiraron a sus fronteras.

Aben-Habuz enloqueció de alegría al ver la eficacia de su talismán.

– Al fin -dijo- podré gozar de una vida tranquila, y tendré a todos mis enemigos bajo mi poder. ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! ¿Qué podré otorgarte en premio de una cosa tan maravillosa?

– Las necesidades de un anciano y un filósofo, ¡oh rey!, son escasas y bien sencillas; solamente deseo que me proporciones los medios, y con esto sólo me contento, para que pueda poner habitable mi cueva.

– ¡Cuán noble es la templanza del verdadero sabio! -exclamó Aben-Habuz, regocijándose interiormente por tan exigua recompensa.

Llamó, pues, a su tesorero, y le dio orden de entregar a Ibrahim las cantidades necesarias para arreglar y amueblar su cueva

El astrólogo dispuso que abriesen otras varias habitaciones en la roca viva, de modo que formasen piezas contiguas con el salón astrológico, y las decoró y amuebló después con lujosas otomanas y divanes, haciendo cubrir las paredes con ricos tapices de seda de Damasco.