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Para hacer frente a los peligros augurados determinó el rey recluir al príncipe donde no pudiera ver nunca rostro de mujer alguna ni llegar a sus oídos la palabra amor. Con este objeto hizo construir un bello palacio en la colina que dominaba la Alhambra, rodeado de deliciosos jardines, pero cercado de elevadas murallas -el mismo palacio que se conoce actualmente con el nombre del Generalife-. En este palacio encerró el monarca al joven príncipe, confiándolo a la vigilancia e instrucción de Eben Bonabben, filósofo árabe tan sabio como severo, que había pasado la mayor parte de su vida en Egipto dedicado al estudio de los jeroglíficos y examinando los sepulcros y las pirámides; por lo cual encontraba más encanto en una momia egipcia que en la belleza más tierna y seductora. Se encomendó a este sabio que instruyese al príncipe en toda clase de conocimientos, pero debía ignorar completamente lo que era amor.

– Emplead todas las precauciones necesarias para que se cumpla mi, voluntad -le dijo el rey- pero tened presente, ¡oh Eben Bonabben!, que, si mi hijo llega a saber algo de esa ciencia prohibida, os costará bastante caro y vuestra cabeza será responsable.

Una amarga sonrisa se dibujó en el rostro del sabio Bonabben al oír esta amenaza, y respondió al califa:

– Esté vuestra majestad tranquilo por lo que toca a su hijo como yo lo estoy por mi cabeza; ¿seré yo acaso capaz de dar lecciones de esa vehemente pasión?

Creció el príncipe bajo la vigilancia del filósofo, recluido en el palacio y sus jardines. Tenía para su servicio unos esclavos negros; horrorosos mudos que no sabían ni pizca en materias de amores, y si algo sabían, no tenían don de palabra para comunicarlo. Su educación intelectual estaba encomendada al cuidado especial de Eben Bonabben, el cual procuraba iniciarlo en las ciencias abstractas del Egipto; pero el príncipe progresaba poco, dando muestras evidentes de que no gustaba de la filosofía.

Era, en verdad, el joven príncipe extremadamente dócil para seguir las indicaciones que le hacían los demás, guiándose siempre del último que le aconsejaba. Ahogaba su aburrimiento y escuchaba con paciencia las largas y profundas lecciones de Eben Bonabben, con las cuales, aprendiendo algo de cada cosa, llegó a poseer dichosamente a los veinte años una asombrosa sabiduría, pero en ignorancia completa de lo que era el amor.

Por este tiempo se efectuó un cambio en la manera de ser de nuestro príncipe. Abandonó enteramente los estudios, y se aficionó a pasear por los jardines y a meditar al lado de las fuentes. Había aprendido, entre otras varias cosas, un poco de música, con la cual se deleitaba la mayor parte del día, así como también gustaba de la poesía. El filósofo Eben Bonabben se alarmó, y trató de contrariar estas aficiones explicándole un severo curso de álgebra; pero en el regio mozo no despertaba el más leve interés esta árida ciencia. "¡No la puedo soportar! -decía- ¡la aborrezco! ¡Necesito algo que me hable al corazón!"

El sabio Eben Bonabben movió su venerable cabeza al oír estas palabras. "¡Ya hemos dado al traste con toda la filosofía! -dijo en su interior-, ¡El príncipe ha descubierto ya que tiene corazón!" Desde entonces vigiló con ansiedad a su pupilo, y veía que la latente ternura de su naturaleza estaba en actividad y que sólo necesitaba un objeto. Vagaba Ahmed por los jardines del Generalife con cierta exaltación de sentimientos, cuya causa él desconocía. Unas veces se sentaba y se abismaba en deliciosos ensueños; otras pulsaba su laúd, arrancándole las más sentimentales melodías, y después lo arrojaba con despecho y comenzaba a suspirar y a prorrumpir en extrañas exclamaciones.

Poco a poco se fue manifestando su propensión al amor hasta con los objetos inanimados; tenía flores favoritas a las que acariciaba con tierna constancia; más tarde mostraba su cariñosa predilección por ciertos árboles; depositando su amorosa ternura en uno de forma graciosa y delicado ramaje, en cuya corteza grabo su nombre y sobre cuyas ramas colgaba guirnaldas, cantando canciones en su alabanza acompañadas de los acentos de su laúd.

Eben Bonabben se alarmó ante el estado de excitación de su pupilo, a quien veía en camino de aprender la vedada ciencia, pues la más pequeña cosa podría revelarle el fatal secreto. Temblando por la salvación del príncipe y por la seguridad de su cabeza, se apresuró a apartarlo de los encantos del jardín y lo encerró en la torre más alta del Generalife. Contenía ésta lindos departamentos que dominaban un horizonte sin límites, si bien se hallaban, por lo elevados, fuera de aquella atmósfera de voluptuosidad y a distancia de aquellos risueños bosquecillos tan peligrosos para los sentimientos del impresionable Ahmed.

¿Qué hacer para acostumbrarlo a esta soledad y para que no se consumiera en tan largas horas de fastidio? Ya había agotado toda clase de conocimientos amenos, y en cuanto al álgebra, no había que hablarle de ella ni remotamente. Por fortuna, Eben Bonabben aprendió, cuando vivió en Egipto, el lenguaje de los pájaros con un rabino judío que lo había recibido a su vez en línea recta del sabio Salomón, cuyo conocimiento aprendió éste de la reina de Saba. No bien le indicó ese estudio, cuando los ojos del príncipe se animaron repentinamente, aplicándose a esta ciencia con tal avidez que muy pronto se hizo en ella tan docto como su maestro.

La torre del Generalife no fue ya en adelante sitio solitario, pues tenía a mano compañeros con quienes conversar.

La primera amistad que hizo fue con un cuervo que había fijado su nido en lo alto de las almenas, desde cuya altura se lanzaba en busca de presa. Con todo, el príncipe encontró poco que alabar en su contertulio, pues no era ni más ni menos que un pirata del aire, necio y fanfarrón, que sólo hablaba de rapiña, carnicería y de acciones feroces.

Trabó después amistad con un búho, pájaro de aspecto filosófico, cabeza voluminosa y ojos inmóviles, que se pasaba todo el día graznando y dando cabezadas en un agujero de la pared, saliendo solamente a merodear por la noche. Mostraba altas pretensiones de sabio, hablaba su poquito de astrología y de la luna, conociendo algo de las artes mágicas; pero su principal afición era la metafísica, encontrando el príncipe más insoportable aún sus disquisiciones que las del mismo sabio Eben Bonabben.

Encontró después un murciélago que pasaba todo el día agarrado con las patas en un tenebroso rincón de la bóveda, y que sólo salía -como si dijéramos- con chinelas y gorro de dormir en cuanto anochecía. No tenía más que conocimientos a medias de todas las cosas, burlándose de lo que ignoraba y de lo que apenas conocía, aparentando no hallar placer en nada.

Había también una golondrina, de la cual quedó prendado el príncipe al poco tiempo. Era muy habladora, pero aturdida bulliciosa, y siempre andaba volando y permanecía raras veces el tiempo suficiente para trabar conversación. Comprendió al fin que era muy superficial, que nada profundizaba y que pretendía conocer todo, sin saber absolutamente más mínimo.

Tales eran los plumíferos amigos con quiénes el príncipe tenía ocasión de ejercitar el nuevo lenguaje que había aprendido, pues la torre era demasiado elevada para que otros pájaros pudieran frecuentarla. Pronto se cansó de sus nuevas amistades, cuyos coloquios hablaban tan poco a la cabeza y nada al corazón; con lo cual poco a poco se fue tornando a su soledad. Pasó el invierno y volvió la primavera con sus galas y su verdor, y con ella el tiempo feliz en que llegaron los pájaros para hacer sus nidos y empollar sus huevos. De repente empezó a oírse en los bosques y jardines del Generalife un concierto general de dulce melodía, que llegó hasta los oídos del príncipe, encerrado aún en su solitaria torre. Por todas partes se oía el mismo tema universal, ¡amor!, ¡amor!, ¡amor!, cantado y contestado de mil poéticas maneras y con mil diversas armonías y modulaciones. Escuchaba el príncipe silencioso y perplejo, y decía pensativo: "¿Qué será ese amor de que el mundo parece invadido y del cual yo no sé una palabra?" Trató de informarse de su amigo el cuervo, pero la grosera ave le contestó con desdén: "Debéis dirigiros a los pájaros vulgares y pacíficos de la tierra; que han nacido para ser presa de nosotros los príncipes del aire. Mi ocupación es la guerra y mis delicias el pelear, y, como guerrero, nada sé de eso que llaman amor".