Cuando el búho terminó su discurso sobre antigüedades quedó el príncipe abstraído por algún tiempo en profundas meditaciones, exclamando al fin:
– He oído hablar al sabio Eben Bonabben de las ocultas propiedades de ese talismán que desapareció con la ruina de Jerusalén, y que se ha creído perdido para la humanidad. Sin duda alguna, sigue siendo un secreto misterioso para los cristianos de Toledo; si yo pudiese apoderarme de él, sería segura mi felicidad.
Al día siguiente despojóse el príncipe de sus vestiduras y disfrazóse con el humilde traje de un árabe del desierto, tiñéndose el cuerpo de un color moreno; tanto, que nadie podría reconocer en él al arrogante guerrero que había causado tanta admiración y espanto en el torneo. Báculo en mano, zurrón al hombro y una pequeña flauta pastoril, encaminóse hacia Toledo, presentándose en la puerta del palacio real y haciéndose anunciar como aspirante al premio ofrecido por la curación de la princesa. Pretendieron los guardias arrojarle a palos, y le decían:
– ¿Qué pretende hacer un árabe miserable en un asunto en que los más sabios del país han perdido las esperanzas?
Apercibióse el rey del alboroto, y dio orden de que condujesen al árabe a su presencia.
– ¡Poderosísimo rey! -dijo Ahmed-. Tenéis ante vuestra presencia a un árabe beduino que ha pasado la mayor parte de su vida en las soledades del desierto, las cuales, como es sabido, son las guaridas de los demonios y espíritus malignos que nos atormentan a los pobres pastores en las solitarias veladas, apoderándose de nuestros rebaños y llegando a enfurecer algunas veces hasta a los sufridos camellos. Contra estos maleficios tenemos un antídoto: la música; existiendo ciertas legendarias melodías que se vienen heredando de padres a hijos y generación en generación, las que cantamos y tocamos para ahuyentar estos malévolos espíritus. Yo pertenezco a una familia inspirada y tengo esta virtud en su mayor grado. Si por casualidad vuestra hija estuviese poseída de alguna influencia maligna de esta clase, respondo con mi cabeza de que ella quedará libre completamente.
El rey, que era hombre de buen entendimiento y que sabía que los árabes conocían maravillosos secretos, recobró la esperanza al oír el confiado lenguaje del príncipe, por lo cual le condujo inmediatamente a la elevada torre guardada por varias puertas, y en cuya habitación superior estaba el departamento de la princesa. Las ventanas daban a un terrado con balaustradas que dejaban ver el panorama de Toledo y los campos circunvecinos. Estaban aquéllas entornadas, hallándose la princesa postrada en cama en el interior, presa de una pena devoradora y rehusando toda clase de remedios.
Sentóse el príncipe en el terrado y tocó en su flauta pastoril varios aires árabes que había aprendido de sus servidores en el Generalife de Granada. La princesa permaneció insensible, y los médicos que había presentes empezaran a mover la cabeza y a sonreír con aire de incredulidad y desprecio, hasta que el príncipe dejó a un lado la flauta y se puso a cantar los versos amorosos de la carta en la que le había declarado su pasión.
La princesa reconoció la canción, y una súbita alegría se apoderó de su alma; levantó la cabeza y púsose a escuchar, al mismo tiempo que las lágrimas le afluían a los ojos y se deslizaban por sus mejillas, palpitando su seno dulcemente emocionado. Hubiera querido preguntar quién era el cantor y que le hubiesen llevado a su presencia; pero la natural timidez de la doncella le hizo permanecer en silencio. Adivinó el rey sus deseos y ordenó que condujesen a Ahmed a su habitación. Los amantes obraron con discreción, limitándose a cambiarse furtivas miradas, aunque aquéllas expresaban más que todas las conversaciones. Nunca triunfó el poder de la música de un modo más completo; reapareció el color sonrosado en las mejillas de la princesa, volvió la frescura a sus labios de carmín, y la mirada viva y penetrante a sus lánguidos ojos.
Mirábanse con asombro los médicos que se hallaban presentes, y el mismo rey contemplaba al árabe cantor con gran admiración mezclada de respeto.
– ¡Maravilloso joven! -exclamó-. Tú serás en adelante el primer médico de mi corte, y no tomaré ya otras medicinas que tu dulce melodía. Por lo pronto, recibe tu premio, la joya más preciada de mi tesoro.
– ¡Oh rey! -respondió Ahmed-. Nada me importa el oro ni la plata ni las piedras preciosas. Una antigualla tienes en tu tesorería procedente de los moros que antes vivían en Toledo, y que consiste en un cofre de sándalo que contiene una alfombra de seda; dame, pues, ese cofre, y con eso sólo me contento.
Quedaron sorprendidos todos los que se hallaban presentes ante la moderación del árabe, y mucho más cuando llevaron el cofre de sándalo y sacaron la alfombra, que era de hermosa seda verde, cubierta de caracteres hebreos y caldaicos. Los médicos de la corte se miraban mutuamente, encogiéndose de hombros y mofándose de la simpleza de este nuevo practicante que se contentaba con tan mezquinos honorarios.
– Esta alfombra -dijo el príncipe- cubrió en otros tiempos el trono del sabio Salomón, siendo digna, por lo tanto, de ser colocada a los pies de la hermosura.
Y esto diciendo, la extendió en el terrado, debajo de una otomana que habían llevado para la princesa, y sentándose él después a sus pies.
– ¿Quién -exclamó- podrá oponerse a lo que hay escrito en el libro del destino? He aquí cumplidas las predicciones de los astrólogos. Sabed, ¡oh rey!, que vuestra hija y yo nos hemos amado en secreto durante mucho tiempo. ¡Ved, pues, en mí, al Peregrino de Amor!
No bien hubieron brotado estas palabras de sus labios, cuando la alfombra se elevó por los aires, llevándose al príncipe y a la princesa. El rey y los médicas se quedaron pasmados, contemplándolas fijamente hasta que ya no se vio más que un pequeña punto negro destacándose sobre el fondo blanco de una nube, y desapareciendo, por último, en la bóveda azul del firmamento.
Enfurecido el rey, hizo venir a su tesorero y le dijo:
– ¿Cómo has permitido que un infiel se apoderase de ese talismán?
– ¡Ay, señor! Nosotros no conocíamos sus propiedades, ni pudimos jamás descifrar la inscripcíón del cofre. Si es, efectivamente, la alfombra del trono del sabio Salomón, tiene poder mágico para transportar por el aire al que la posea.
El rey reunió un poderoso ejército y se dirigió hacia Granada en persecución de los fugitivos. Después de una caminata larga y penosa acampó en la vega, enviando enseguida un heraldo a pedir la restitución de su hija.
El rey de Granada en persona salió a su encuentro con toda su corte, y reconocieron en él al cantor árabe pues Ahmed había subido al trono a la muerte de su padre, habiendo hecho su sultana a la hermosa Aldegunda.
El rey cristiano se aplacó fácilmente cuando supo que su hija continuaba fiel a sus creencias, no porque fuese muy devoto, sino porque la religión fue siempre un punto de orgullo y etiqueta entre los príncipes. En vez de sangrientas batallas hubo muchas fiestas y regocijos, y, concluidos éstos, volvióse el rey muy contento a Toledo, continuando reinando los jóvenes esposos tan feliz como acertadamente en la Alhambra.