– Estoy muy débil y enfermo -le dijo- ayúdame a volver a la ciudad y te daré el doble de lo que puedas ganar con tus cántaros de agua.
El sensible corazón del pobre aguador se conmovió con la súplica del extranjero y le respondió:
– No quiera Dios que yo reciba recompensa alguna por hacer un acto obligado de humanidad.
Ayudó, por lo tanto, al moro a montar en su burro, y partió con él a paso lento para Granada; pero el pobre musulmán iba tan extenuado, que fue necesario irle sosteniendo sobre el animal para que no diese en tierra con su cuerpo.
Cuando llegaron a la ciudad, preguntóle el aguador adónde había que llevarlo.
– ¡Ay! -dijo el moro con voz apagada-. No tengo casa ni hogar, pues soy extranjero en este país. Permíteme que pase esta noche en tu casa y te recompensaré espléndidamente.
De esta suerte viose el bueno de Peregil, cuando menos lo pensaba, con el compromiso de un huésped infiel; pero el hombre era demasiado bueno y compasivo para negar una noche de hospitalidad a una pobre criatura que se hallaba en situación tan deplorable; por consiguiente, condujo al árabe a su morada. Los chiquillos, que le habían salido a su encuentro gritándole, como de costumbre, al oír los pasos del pollino, huyeron asustados cuando vieron al extranjero del turbante, y se fueron a cobijar detrás de su madre, la cual se abalanzó enfurecida, como una gallina delante de sus polluelos cuando se le acerca un perro.
– ¿Qué camarada es el infiel ese con que te nos vienes a la casa a estas horas, para atraemos las miradas de la Inquisición? -dijo gritando la mujer.
– ¡No te incomodes, mujer! -le respondió el gallego. Es un pobre extranjero enfermo, sin amigos y sin hogar. ¿Habrás tú de querer arrojarle, para que perezca en medio de esas calles?
La mujer hubiera seguido oponiéndose, pues, aunque habitante de una mala choza, era celosa guardadora del crédito de su casa; el pobre aguador, sin embargo, se puso serio por primera vez en su vida y se negó a acceder a los deseos de su esposa. Ayudó, por lo tanto, al pobre musulmán a apearse del burro, y le extendió una estera y una zalea en el sitio más fresco de la casa, única cama que podía ofrecerle en su pobreza.
Al poco tiempo se vio acometido el moro de convulsiones que desafiaban todo el arte médico del sencillo aguador. Los ojos del pobre paciente expresaban su gratitud. En un intervalo de sus accesos llamó al aguador a su lado y, hablándole en voz baja, le dijo:
– Conozco que mi fin está muy cercano. Si muero, te dejo esta caja en recompensa de tu caridad.
Y, así diciendo, entreabrió su albornoz y dejó ver una cajita de madera de sándalo pendiente de su cuerpo.
– Dios haga, amigo mío -replicó el honrado gallego, que viváis muchos años, para disfrutar de vuestro tesoro o lo que quiera que sea.
El moro movió la cabeza, puso su mano sobre la caja y quiso decir algo acerca de ésta, pero sus convulsiones se repitieron con mayor violencia, y a poco expiró.
La mujer del aguador se puso como loca.
– Esto nos sucede -le decía- por tus bobadas, por meterte siempre donde no puedes salir para servir a los demás. ¿Qué va a ser de nosotros cuando encuentren este cadáver en nuestra casa? Nos mandarán a presidio por asesinos; y, si escapamos con el pellejo, nos arruinarán los escribanos y alguaciles.
El pobre Peregil se hallaba también atribulado, y casi empezó a arrepentirse de haber ejecutado aquella buena obra. Al fin le iluminó una idea salvadora.
– Todavía no es de día -dijo- puedo sacar el cuerpo del muerto fuera de la ciudad y sepultarlo bajo la arena en la ribera del Genil. Nadie vio entrar al moro en nuestra casa, y nadie sabrá nada de su muerte.
Dicho y hecho. Ayudóle su mujer, y envolvieron el cadáver del infortunado musulmán en la estera donde había expirado; pusiéronle después atravesado en el burro, y salió con él en dirección a la ribera del río.
¿Quiso la mala suerte que viviese frente del aguador un barbero llamado Pedrillo Pedrugo, el mayor charlatán, averiguador de vidas ajenas y el hombre más perverso del mundo; con su cara de comadreja y sus patas de araña, era un tío en extremo astuto, solapado y malicioso; ni el mismo famoso Barbero de Sevilla le iba en zaga en esto de enterarse de los negocios de todo el mundo -de los que, por cierto, el hombre guardaba gran secreto-, pues en él caían como agua en cedazo. Decían las gentes que dormía con un ojo abierto y con el oído alerta; por lo cual, aun durmiendo, veía y oía y se enteraba de todo cuanto pasaba. Lo cierto es que el tal Pedrillo era la crónica escandalosa de Granada, y que tenía más parroquianos que todos los de su gremio.
Este entrometido rapabarbas oyó llegar a Peregil a una hora sospechosa de la noche, y luego hirieron sus oídos las exclamaciones de la mujer y de los hijos del aguador. Asomóse inmediatamente por un ventanillo que le servía de observatorio, y vio a su vecino que ayudaba a entrar en su casa a un hombre vestido de moro. Era esto tan extraño y peregrino, que Pedrillo Pedrugo no pudo pegar un ojo en toda la noche, asomándose al ventanillo cada cinco minutos y observando la luz que brillaba por las rendijas de la puerta de su vecino, hasta que le vio salir, antes de romper el día, con su pollino muy cargado.
El curioso barbero, deshecho de impaciencia, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, y, saliendo cautelosamente, siguió al aguador a larga distancia, hasta que le vio haciendo un hoyo en la arena ribera del Genil y enterrar después un bulto que parecía un cadáver.
Diose prisa el barbero en regresar a su casa, y empezó a dar vueltas y revueltas por la tienda, colocándolo y haciéndolo todo mal y de mala manera, hasta tanto que vio salir el sol. Entonces tomó una bacía debajo del brazo se dirigió a casa del alcalde, que era su cliente cotidiano.
El alcalde se acababa de levantar en aquel momento. Pedrillo Pedrugo le hizo sentar en una silla, púsole el paño para afeitar, colocóle la bacía con agua caliente en el cuello, y empezó a ablandarle la barba con los dedos.
– ¡Qué cosas pasan tan grandes! -dijo Pedrugo, oficiando a la vez de barbero y de charlatán-, ¡Qué cosas! ¡Qué cosas! ¡Un robo, un asesinato y un entierro en una misma noche!
– ¿Eh? ¡Cómo! ¿Qué estás diciendo? -exclamó el alcalde.
– Digo -continuó el barbero, pasando a la vez el jabón por las narices y la boca de la autoridad (pues los barberos españoles se desdeñan de usar brocha)- digo que Peregil el gallego, ha robado y asesinado a un moro y le ha enterrado en esta misma maldita noche.
– ¿Y cómo sabes tú todo eso? -le preguntó el alcalde.
– ¡Oiga usted con calma, señor, y se enterará de todo! -decía Pedrillo agarrándole por la nariz mientras le pasaba la navaja por sus mejillas.
Y ce por be contó al alcalde todo cuanto había visto, haciendo dos cosas a la par: afeitar, lavar y enjugar el rostro del alcalde con la sucia toalla, al mismo tiempo que robaba, asesinaba y enterraba al musulmán.
Es el caso que el tal alcalde era el déspota más insufrible y el más codicioso e insaciable avariento que se conocía en Granada. Con todo, no se puede negar que tenía en bastante estima la justicia, pues el hombre la vendía a peso de oro. Presumió, pues, que el caso en cuestión era un robo con asesinato, y que debía ser de bastante consideración lo robado. ¿Cómo se arreglaría para ponerlo todo en las legítimas manos de la ley? Atrapar sencillamente al delincuente no era sino dar carne a la horca; pero atrapar el botín sería enriquecer al juez, y eso es lo que él consideraba el fin principal de la justicia.
Y así discurriendo, mandó llamar al alguacil de su mayor confianza, el cual era una buena pieza: un tipo de rostro enjuto y famélico, vestido a la antigua española, según correspondía a su cargo, con un sombrero ancho de castor con alas vueltas hacia arriba por ambos lados, con cuello almidonado, capilla negra colgando de los hombros y traje raído también negro, que dibujaba su raquítica contextura de alambre, y con su vara en la mano, como distintivo e insignia temible de su autoridad. Tal era el sabueso de antigua raza española a quien el alcalde puso sobre la pista del infortunado aguador, y tal fue su diligencia y su olfato, que al punto estaba ya pisando los talones del pobre Peregil, quien aún no había acabada de llegar a su casa, y, cogiéndole, le llevó en compañía del borrico ante la presencia del magistrado popular.