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Dirigió el alcalde una mirada terrible al pobre gallego y le dijo con voz amenazadora, que le hizo caer, trémulo, de rodillas.

– ¡Oye, infame! No intentes negar tu delito, pues lo sé todo. La horca es el castigo que te espera por el crimen que has cometido; pero yo, que soy compasivo, estoy dispuesto a escuchar lo que sea razonable. El hombre que ha sido asesinado en tu casa era moro, un infiel enemigo de nuestra fe, y sin duda tú le mataste en un rapto de celo religioso; por lo tanto, quiero ser indulgente contigo, pero entrégame lo que le has robado y le echaremos tierra al asunto.

El pobre aguador ponía por testigo de su inocencia a todos los santos de la corte celestial; mas, ¡ay!, ninguno venía en su ayuda, y, aunque se le hubiera presentado, el alcalde no hubiera dado crédito ni al santoral entero. El gallego contó toda la historia del moribundo moro con la justificadora sencillez de la verdad, mas todo fue en vano.

– ¿Pretenderás seguir sosteniendo -le dijo el juez- que el tal moro no tenía ni dinero ni alhajas, cuando ellas fueron las que tentaron tu codicia?

– Es tan cierto como que soy inocente, señor -replicó el aguador-, que no tenía más que una cajita de sándalo, que me legó en premio de mi servicio.

– ¡Una caja de sándalo!, ¡una caja de sándalo! -exclamaba el alcalde, y le brillaban las pupilas ante la esperanza de que sería una preciosa joya-. ¿Dónde está esa caja? ¿Dónde la has escondido?

– Con perdón de usía, está en una de las aguaderas de mi burro, y enteramente al servicio de su señoría contestó el aguador.

No bien acabó de pronunciar estas palabras, cuando el astuto alguacil salió a escape y volvió en un santiamén con la misteriosa caja de sándalo. Abrióla el alcalde con mano trémula, y se aproximaron todos para ver los tesoros que esperaban que contuviese, cuando, ¡oh desencanto!, no había en el interior de ella más que un rollo de pergamino escrito con caracteres arábigos y un cabo de bujía de cera amarilla.

Cuando no se va ganando nada con que un prisionero aparezca convicto y confeso, la justicia, aun en España, se inclina siempre a ser imparcial. Así pues, cuando el alcalde se rehizo del chasco que había llevado y vio que no había en realidad botín alguno de que echar mano, escuchó ya desapasionadamente las explicaciones que le daba el aguador, corroboradas además con el testimonio de su mujer. Convencido, por consiguiente, de su inocencia, lo absolvió de la pena de arresto permitiéndole llevarse la dichosa herencia del moro, o sea la famosa caja de sándalo y su contenido, en justo premio de su humanidad, si bien le embargó el borrico para pago de costas.

Y he aquí otra vez a nuestro infortunado gallego reducido a tener que llevar el agua a cuestas, caminando fatigosamente hacia los aljibes de la Alhambra con la garrafa a la espalda.

Cierta vez que subía la cuesta arriba con todo el calor del mediodía del estío le abandonó su acostumbrado buen humor. "¡Perro alcalde! -iba diciendo-. ¡Robar a un pobre los medios de subsistencia; privarme del único apoyo que tenía en el mundo!…" Y dándose al recuerdo de su amado compañero de penas y fatigas, dejaba ver toda la sensibilidad de su alma. "¡Ay, borriquito de mis entrañas! -exclamaba, dejando la garrafa sobre una piedra y limpiándose con la manga el sudor que corría por su frente-. ¡Borriquito de mi corazón! ¡Bien seguro estoy, pobre animal, de que estarás echando de menos los cántaros del agua!"

Para alivio de sus penas, no hacía también sino martirizarle su mujer cuando venía a la casa, dirigiéndole continuas reconvenciones y quejas, aprovechándose de la ventaja que le daba el haberle advertido para que no llevase a cabo el noble acto de hospitalidad que les había acarreado tantos y tantos sinsabores, y como perra intencionada, aprovechaba cuantas coyunturas se le ofrecían para echarle en cara la superioridad de su previsión. Si sus hijos no tenían qué comer o si necesitaban alguna prenda nueva, les decía la taimada con sarcástica ironía:

– Id a vuestro padre, que a bien que ha quedado por heredero del rey Chico de la Alhambra: decidle que os dé del tesoro de la caja del moro.

¿Hubo nunca mortal más castigado que el pobre Peregil por haber llevado a cabo una buena acción? El infortunado aguador estaba herido física y moralmente, mas, sin embargo, llevaba con paciencia los crueles sarcasmos de su mujer. Por último, cierta noche, después de un día muy caluroso y de gran trabajo, empezó aquélla a atormentarle, según costumbre, y concluyó el pobre aguador por perder la paciencia; y, no atreviéndose a contestarle, como sus ojos se fijaran de pronto en la caja de sándalo que se hallaba en el vasar con la tapa a medio abrir, cual si se estuviese mofando de él, la cogió y, tirándola al suelo con furia, exclamó:

– Maldito sea el día que te vi por primera vez, y en que di en mi casa hospitalidad a tu amo!

Pero he aquí que, el chocar la caja en el suelo, abrióse la tapa por completo y salió rodando el pergamino. Peregil se quedó contemplando silencioso un rato el misterioso rollo y por último, coordinando sus ideas, dijo para sí: "¡Quién sabe! ¡Tal vez este escrito sea cosa de importancia, según el gran esmero con que el moro parecía conservarlo!" Recogió, pues, el pergamino, se lo guardó en el pecho, y a la mañana siguiente, cuando iba voceando el agua por las calles, se paró en la tienda de un moro de Tánger que vendía quincalla y perfumes en el Zacatín, y le rogó que le descifrase su contenido.

Leyó el moro con atención el pergamino, y, acariciándose la barba, le dijo con cierta sonrisa:

– Este manuscrito es una fórmula de desencantamiento para recobrar un tesoro escondido que se halla bajo el influjo de un hechizo, y por cierto que tiene tal virtud que los cerrojos y barras más fuertes y hasta la misma roca viva se abrirán ante él.

– ¡Bah, bah! -exclamó el gallego-. ¿Qué me importa a mí eso? Yo no soy encantador, ni entiendo una palabra de tesoros ocultos.

Y, diciendo esto, se echó la garrafa a la espalda, dejó el rollo en manos del moro y se fue recorrer sus calles de costumbre.

Mas aquella noche se fue a sentar un rato, al oscurecer, junto a los aljibes de la Alhambra, y encontró allí un coro de charlatanes reunidos, según era costumbre a aquellas horas de la noche; y he aquí que recayó la conversación en los cuentos y las tradiciones maravillosas. Como todos eran más pobres que las ratas, se complacían en el consabido tema popular de las riquezas encantadas y sepultadas por los moros en varios sitios de la Alhambra, y todos a una afirmaban estar en la creencia de que había grandes tesoros escondidos en la Torre de los Siete Suelos.

Estos cuentos produjeron honda impresión en la mente del honrado Peregil, arraigándose más y más cuando volvió a pasar por las oscuras alamedas de la Alhambra. "¡Qué tal que hubiera un tesoro escondido debajo de esa torre, y que pudiera yo sacarlo con la ayuda del pergamino que le dejó al moro!" Y, embobado con esta adorada ilusión, faltó poco para que se le cayese la garrafa.

Durante toda la noche no hizo más que dar vuelcos en la cama sin poder pegar un ojo, y a la mañana siguiente, muy temprano, se fue a la tienda del moro y le cantó lo que se le había ocurrido.

– Usted sabe el idioma árabe: supongamos que nos vamos juntos a la torre y probamos el efecto del encanto; si sale mal, nada hemos perdido; pero si sale bien, partiremos entre los dos el tesoro que descubramos -le dijo el aguador.

– ¡Poco a poco! -replicó el moro-. Este escrito no es suficiente, sino que ha de ser leído a medianoche y a la luz de una bujía compuesta y preparada de una manera especial, cuyos ingredientes no puedo proporcionar. Sin esa bujía el pergamino no sirve de nada.