– ¡No siga usted hablando! -gritó el gallego. Yo tengo esa bujía; voy a traerla al instante.
Y diciendo esto corrió a su casa y volvió al momento con el cabo de la bujía que había encontrado en la caja de sándalo.
Tomóla, pues, el moro y lo olió.
– ¡Aquí hay raros y costosos perfumes -dijo- combinados con esta cera amarilla. Ésta es precisamente la mágica bujía que se especifica en el pergamino.
Mientras esté alumbrando se abrirán los muros más fuertes y las cavernas más secretas, pero quedará encantado con el tesoro.
Convinieron entonces los dos en probar el desencanto aquella misma noche. Ahora bastante avanzada de la misma, cuando ya nadie había despierto más que las lechuzas y los murciélagos, subieron a la colina de la Alhambra y se aproximaron a aquella imponente y solitaria torre rodeada de árboles, todavía más imponente por las mil fantásticas historias que sobre ella se contaban. Merced a la luz de una linterna atravesaron las zarzas y los bloques desprendidos del edificio, hasta llegar a la entrada de una bóveda situada debajo de la torre. Bajaron llenos de temor y temblando de miedo una escalera cortada en la roca, la cual conducía a un cuarto húmedo y oscuro, donde había otra escalera que conducía a otra bóveda todavía más profunda. Bajaron luego hasta tres graderías más, que correspondían a otras tantas habitaciones, las cuales se hallaban colocadas unas debajo de otras. El pavimento de la cuarta era bastante sólido; pero, según la tradición, quedaban otras tres bóvedas más; empero no se podía penetrar a mayor profundidad, por hallarse los otros suelos cerrados por arte de encantamiento. El aire de la cuarta bóveda era frío, con cierto pronunciado olor a humedad, y en ella apenas penetraba ya la luz. Se detuvieron allí un momento para tomar alientos, hasta que oyeron débilmente el toque de las doce en la campana de la vela, y enseguida encendieron el cabo de bujía amarilla, que esparció un grato olor de mirra, incienso y estoraque.
El moro principió a leer de prisa el pergamino. No bien había concluido, cuando se oyó un pavoroso ruido subterráneo: la tierra tembló y abrióse el pavimento, descubriendo una escalera de piedra. Muertos de miedo, descendieron por ella, y divisaron a la luz de la linterna otra bóveda abigarrada con inscripciones arábigas, y en cuyo centro se veía un cofre colosal asegurado por siete barrotes de acero, y a cada lado del cofre mirábase un gran moro encantado, armado de punta en blanco, pero inmóvil como una estatua y petrificado allí por arte mágica. Delante del cofre veíanse varios jarrones repletas de oro, plata y piedras preciosas. En el más grande de ellos metieron los brazos hasta el codo, sacando puñados de grandes y hermosas monedas morunas, brazaletes y adornos del mismo metal, con algún que otro collar de perlas orientales que se enredaban entre los dedos. Pero con esto temblaban y respiraban temerosamente mientras que se llenaban los bolsillos de ricas preciosidades, mirando con espanto aquellos dos encantados morazos que se hallaban allí extáticos, horribles, sin movimiento y con los ojos inmóviles y amenazadores. Al fin se apoderó de ellos un pánico repentino, y corrieran escalera arriba, tropezando el uno con el otro en el departamento superior, dejando caer el cabo de bujía, que se apagó al momento, cerrándose el pavimento con horrible estruendo.
Llenos de terror, no pararon hasta que se encontraron fuera de la torre y vieron las estrellas brillar entre el ramaje de los árboles. Entonces, sentándose sobre el musgo, se repartieron el botín, determinando el darse por contentos por entonces con aquel simple floreo del jarrón, resolviendo volver más adelante, durante otra noche, para desocuparlos hasta el fondo. Para asegurarse de su mutua fe se dividieron los talismanes entre los dos, quedándose uno con el pergamino y el otro con la bujía; hecho lo cual partieron colina abajo con el corazón ligero y los bolsillos pesados en dirección a Granada.
Cuando iban por el pie de la colina, el precavido moro se acercó al oído del sencillo aguador para darle un consejo.
– Amigo Peregil -le dijo-, este asunto debe quedar en el mayor secreto recaudo. ¡Si se enterara el alcalde del negocio, estamos perdidos!
– Es cierto -contestó el gallego- todo eso es muy cierto.
– Amigo Peregil -le dijo el moro-, usted es una persona discreta y no dudo que sabrá guardar un secreto; pero tiene usted mujer.
– Mi mujer no sabrá una palabra de todo esto -replicó el aguador con gran decisión.
– Está bien -contestó el moro-. Fío en su discreción y en su promesa.
Positivamente nunca se había dado palabra con más resolución ni de mejor buena fe; pero, ¡ay!, ¿qué marido es el que puede ocultar un secreto a su esposa? Ninguno, pero mucho menos Peregil el aguador, que era un marido de blandísima condición. Cuando volvió a su casa encontró a su mujer sollozando en un rincón.
– ¡Está muy bien! -le dijo al entrar-. ¡Gracias a Dios que has venido, después de haber estado toda la noche danzando por ahí! ¡Vaya! Y lo extraño es que no te hayas venido a casa con otro huésped como el anterior.
Y gritaba y lloraba la mujer, y se destrozaba las manos, y, desgarrándose el pecho, exclamaba:
– ¡Cuán desgraciada soy! ¿Qué va a ser de mí? ¡Mi casa robada y saqueada por escribanos y alguaciles, y este marido hecho un maltrabaja, sin pensar en ganar el sustento de su familia y andándose de noche y de día por ahí como esos perros de moros infieles! ¡Ay, hijos míos! ¡Ay, hijos de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Tendremos que irnos por esas calles a pedir limosnas!
Conmovióse de tal manera el honrado Peregil con las lamentaciones de su esposa, que no pudo contener las lágrimas. Su corazón estaba reventando como su bolsillo, y no podía sujetarlo. Metió, pues, la mano en él, sacó tres o cuatro hermosas monedas de oro y se las echó a su contristada esposa en la falda. La pobre mujer desencajó los ojos de asombro, no pudiendo comprender de dónde venía aquella lluvia de oro; pero antes que volviera de su sorpresa, sacó el gallego una cadena de oro y se la presentó, saltando de gozo y abriendo una boca colosal.
– ¡La santísima Virgen nos saque con bien! -dijo la esposa.- ¿Qué has hecho, di, qué has hecho, Peregil? ¡No hay duda: tú has cometido algún robo, algún asesinato!
Asaltóla aquella horrible idea a la pobre mujer, y al punto la creyó convertida en espantosa realidad. Ya se imaginaba ver la prisión y la horca a cierta distancia, y un gallego zambo de piernas colgado de ella; hasta que, vencida por el horroroso cuadro forjado en su delirante fantasía, se vio acometida de violentos ataques de histerismo.
¿Qué recurso quedaba al pobre hambre? No tuvo más remedio que tranquilizar a su mujer y desvanecer los fantasmas de su imaginación contándole la historia de su buena suerte. Esto, por supuesto, no lo hizo sin que antes prestara aquella solemnísima promesa de guardar el más absoluto secreto, jurando no decir a nadie la más mínima palabra.
Sería imposible pintar la alegría que se apoderó de la mujer. Echó los brazos al cuello de su marido, faltando poco para que lo ahogara con sus caricias.
– Vamos, mujer -le decía el aguador con honrada exaltación- ¿qué te parece ahora la herencia del moro? De aquí en adelante no me reconvengas ya cuando socorra en sus necesidades a algún semejante.
El bueno del gallego se acostó en su zalea y durmió a pierna suelta como si estuviese en un mullido colchón de plumas; no así su esposa, pues se entretuvo en vaciar todo el contenido de sus bolsillos sobre la estera, y se pasó la noche entera contando y recontando las morunas monedas de oro y probándose los collares y pendientes, y figurándose cuán elegante estaría el día que pudiera libremente disfrutar de toda aquella riqueza.
A la mañana siguiente tomó el honrado gallego una de aquellas magníficas monedas de oro, y se fue a venderla a la tienda de un joyero de Zacatín, diciendo que la había encontrado entre las ruinas de la Alhambra.