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Vio, en efecto, el joyero que tenía una inscripción arábiga y que era de oro purísima, por lo cual le ofreció la tercera parte de su valor, con lo que quedó el aguador muy contento. Enseguida, el buen Peregil compró vestidos nuevos para sus pequeñuelos y aun algunos juguetes, no olvidándose de emplear en sabrosas provisiones para una espléndida comida, y regresó después a su casa. Una vez allí, puso a todos sus muchachos a bailar a su alrededor, en tanto que él hacía cabriolas en medio, considerándose el padre más dichoso del mundo.

La mujer del aguador guardó el secreto con sorprendente puntualidad: durante día y medio no hacía sino ir de acá para allá con cierto aire misterioso e infatuado, pero, en fin, no dijo una palabra, a pesar de haber andado en compañía de sus locuaces convecinas. Pero, en cambio, no podía prescindir de darse cierta importancia, disertando sobre el mal estado de sus vestidos y refiriendo que se había mandado hacer una basquiña nueva guarnecida de galón dorado y de abalorios, juntamente con una mantilla nueva de encaje. Dio también a entender que su marido tenía propósitos de abandonar el oficio de aguador, por convenir así a su salud; y, por último, indicó que quizá todos se irían a pasar el verano al campo, para que los chiquillos respirasen los aires puros de la montaña, pues no se podía vivir en la ciudad en tan calurosa estación.

Mirábanse las vecinas unas a otras, creyendo que la pobre mujer había perdida el seso; y sus arrogancias, maneras y fatuas pretensiones eran ya el motivo de las burlas de todas y la diversión de sus amigas en cuanto aquélla volvía la espalda.

Pero si la mujer del aguador obraba con prudencia fuera de la casa, bien se desquitaba dentro poniéndose al cuello una sarta de ricas perlas orientales, brazaletes moriscos en sus brazos y una diadema de brillantes en la cabeza, paseándose ufana por su cuarto vestida de harapos y parándose de vez en cuando para mirarse en un espejo roto. Aún más: en un impulso de indiscreta vanidad, no pudo resistir el deseo de asomarse a la ventana para saborear el efecto que producirían sus adornas entre los transeúntes.

Por desgracia suya, el entrometido barbero Pedrillo Pedrugo se hallaba en aquel mismo momento sentado sin hacer nada en su tienda en el lado opuesto de la calle, cuando hirió su vigilante ojo el brillo de los diamantes. Púsose al instante en su ventanillo y reconoció a la andrajosa mujer del aguador adornada con todo el esplendor de una recién desposada de oriente. No bien hizo un minucioso inventario de todos sus adornos, partió con la velocidad del rayo a casa del alcalde. En un momento el hambriento alguacil se puso otra vez al acecho, y antes de concluir el día fue conducido de nuevo el infortunado Peregil ante la presencia de la autoridad.

– ¿Cómo es esto, miserable? -gritó el alcalde enfurecido-. ¿Me dijiste que el infiel que murió en tu casa no había dejado más que una caja vacía, y ahora salimos con que tu andrajosa mujer se pavonea en tu casa adornándose con perlas y diamantes? ¡Ah, tunante! ¡Prepárate a darme los despojos de tu miserable víctima, o irás a patalear a la horca, que ya está cansada de esperarte!

El aterrorizado aguador cayó de hinojos, y contó de pleno la maravillosa manera como había ganada su riqueza. El alcalde, el alguacil y el barbero delator escucharon con ávida codicia el cuento maravilloso del tesoro encantado. Fue despachado inmediatamente el alguacil para traerse al moro que había asistido al maravilloso conjuro. Vino, en efecto, el musulmán, y quedó casi muerto de miedo al verse entre las garras de los arpías de la ley. Cuando miró al aguador de pie con aire tímido y abatido continente, lo comprendió todo.

– ¡Bruto, animal! -le dijo al pasar por su lado- ¿no le advertí que no dijera nada a su mujer?

La descripción que hizo el moro coincidió perfectamente con la de su colega; pero el alcalde fingió no creer nada, y empezó a amenazarles con la cárcel y una rigurosa investigación.

– ¡Despacito, señor alcalde! -dijo el musulmán recobrando su aplomo y sangre fría-. No desperdicie usted los favores de la fortuna por quererlo todo. Nadie sabe una palabra acerca de este asunto más que nosotros; guardemos, pues, el secreto mutuamente. Aún queda en el subterráneo un inmenso tesoro con que todos podemos enriquecernos; prometa usted dividirlo equitativamente, y todo se descubrirá; pero, si usted rechaza esta proposición, el subterráneo seguirá cerrado para siempre.

El alcalde consultó aparte con el alguacil. Este viejo sabueso, experto en el oficio, le dijo:

– Prometa usted todo lo que quiera, hasta que se apodere del tesoro y, una vez en sus manos, si él y su cómplice se atreven a murmurar, les amenaza usted con la hoguera por infieles y hechiceros.

El alcalde aprobó el consejo; y, pasándose la mano por la frente, se volvió al moro y le dijo:

– Ésa es una historia bastante extraña que puede ser verdad, pero quiero ser testigo ocular de ella. Esta misma noche, por lo tanto, va usted a repetir el conjuro en mi presencia; si existe realmente tal tesoro, lo partiremos amigablemente entre nosotros y no hablaremos más del asunto; pero, si me han engañado ustedes, no esperen misericordia. Mientras tanto permanecerán custodiados.

Accedieron gustosos a estas condiciones el moro y el aguador, satisfechos de que el resultado probaría la verdad de sus palabras.

A eso de la medianoche salió secretamente el alcalde acompañado del alguacil y del curioso barbero, todas perfectamente armados. Condujeron al moro y al aguador como prisioneros, yendo provistos del vigoroso pollino del último, para transportar el codiciado tesoro. Llegados a la torre sin haber sido descubiertos por nadie, ataron el borrico a una higuera y descendieron hasta el cuarto suelo de aquélla.

Sacaron el pergamino y encendieron el cabo de bujía, procediendo el moro a leer la fórmula del desencantamiento, y la tierra tembló como la primera vez, abriéndose el pavimento con un ruido atronador, dejando descubierta la estrecha gradería. El alcalde, el alguacil y el barbero se aterrorizaron y no se atrevieron a bajar por ella; pero el moro y el aguador entraron en la bóveda de más abajo, y allí se encontraron a los dos musulmanes sentados como antes, inmóviles y en silencio. Cogieron los dos jarrones grandes llenos de monedas de oro y de piedras preciosas, los cuales fueron subidos por el aguador uno a uno sobre sus hombros; y por cierto que, a pesar de ser fuerte y estar acostumbrado a las cargas pesadas, se bamboleaba el hombre; pero cuando estuvieron colocadas los jarrones a cada lado del borrico, manifestó que aquélla era la sola carga que podía llevar el animal.

– Bastante tenemos por ahora -dijo el moro- hemos sacado toda cuanta riqueza podemos acarrear sin que nos vean, y la suficiente para hacernos tan poderosos como pudiéramos desear.

– ¿Pues queda todavía más tesoro? -preguntó el alcalde.

– Queda lo de más valía -dijo el moro- un cofre monstruoso guarnecido con fajas de acero y lleno de perlas y piedras preciosas.

– Pues vamos a subir ese cofre en un instante -gritó el codicioso alcalde.

– Yo no bajo más -dijo el moro tenazmente- esto es muy bastante para una persona razonable; más todavía me parece superfluo.

– Y yo -añadió el aguador- no sacaré más carga para partir por el espinazo a mi pobre burro.

Viendo que eran inútiles las órdenes, amenazas y súplicas, volvióse el alcalde a dos acompañantes y les dijo:

– Ayudadme a subir el cofre y partiremos entre nosotros su contenido.

Y, diciendo esto, bajó la escalera, siguiéndole con gran repugnancia el alguacil y el barbero.

No bien vio el moro que habían bajado a todo lo hondo, apagó el cabo de bujía, y se cerró el pavimento con el pavoroso estruendo consiguiente, quedándose sepultados en su seno los tres soberbios personajes.

Diose prisa el moro a subir las escaleras, y no paró hasta encontrarse al aire libre, siguiéndole el aguador con la ligereza que le permitieron sus cortas piernas.