– ¿Qué ha hecho usted? -gritó Peregil tan pronto como pudo tomar alientos-. El alcalde y los otros dos han quedado sepultados en la bóveda.
– ¡Cúmplase la voluntad de Allah! -dijo el moro con religiosidad.
– ¿Y no los vais a dejar que salgan? -dijo el gallego.
– ¡No lo permita Allah! -replicó el moro pasándose la mano por la barba-. Está escrito en el libro del destino que permanecerán encantados hasta que algún futuro aventurero deshaga el hechizo. ¡Hágase la voluntad de Dios!
Y esto diciendo, arrojó el cabo de bujía en los oscuros bosquecillos de la cañada.
Ya no había remedio; por lo cual el moro y el aguador se dirigieron a la ciudad con el burro ricamente cargado, no pudiendo por menos el honrado Peregil de abrazar y besar a su orejudo compañero de oficio, por tal modo librado de las garras de la ley; y en verdad que no se sabía lo que causaba más placer al sencillo aguador: si haber sacado el tesoro o haber recobrado su pollino.
Los dos socios afortunados dividieron amigable y equitativamente el tesoro, excepción hecha de que el moro, que gustaba más de las joyas, procuró poner en su parte casi todas las perlas, piedras preciosas y demás adornos, dando en su lugar al aguador magníficas piezas de oro macizo cinco o seis veces mayores, con lo que el último quedó muy contento. Tuvieron gran cuidado de que no les sucediera ningún otro percance, sino que se marcharon a disfrutar en paz sus riquezas a tierras lejanas. Volvió el moro al África, a su país natal, Tetuán, y el gallego se fue a Portugal con su mujer, sus hijos y su jumento. Allí, con los consejos y dirección de su mujer, llegó a ser un personaje de importancia, pues hizo aquella que cubriese su cuerpo y sus cortas piernas con justillo y calzas, que se cubriese con sombrero de pluma y que llevase espada al cinto, dejando el nombre familiar de Peregil y tomando el título sonoro de don Pedro Gil; su descendencia creció con maravillosa robustez y alegría, si bien todos salieron patizambos; en tanto que la señora de Gil, cubierta de galones, brocado y encajes, de pies a cabeza, y con brillantes sortijas en los dedos, se hizo el acabado tipo de la abigarrada y grotesca elegancia.
En cuanto al alcalde y sus camaradas, quedaron sepultados en la gran Torre de los Siete Suelos, y siguen allí encantados hasta el fin del mundo. Cuando hagan falta en España barberos curiosos, alguaciles bribones y alcaldes corruptibles, pueden ir a buscarlos a la torre; pero si tienen que aguardar su libertad, se corre peligro de que el encantamiento dure hasta el día del Juicio Final.
LEYENDA DE LAS TRES HERMOSAS PRINCESAS
En tiempos antiguos reinaba en Granada un príncipe moro llamado Mohamed, al cual sus vasallos le daban el sobrenombre de El Haygari, esto es, El Zurdo. Se dice que le apellidaron de este modo por ser realmente más ágil en el uso de la mano izquierda que de la derecha; otros afirman que se lo aplicaron porque solía hacer "al revés" todo aquello en que ponía mano; o más claro: porque solía echar a perder todos los asuntos en que se entremetía. Lo cierto es que, ya por desgracia o por falta de tacto, estaba continuamente sufriendo mil contrariedades. Tres veces le destronaron, y en una de ellas pudo escapar milagrosamente al África, salvándose de una muerte segura, disfrazado de pescador. Sin embargo, era tan valiente como desatinado, y, aunque zurdo, esgrimía su cimitarra con maravillosa destreza, por lo que consiguió recuperar su trono a fuerza de pelear. Pero en vez de aprender a ser prudente en la adversidad, se hizo obstinado y endurecido su brazo izquierdo en sus continuas terquedades. Las calamidades públicas que atrajo sobre sí y sobre su reino pueden conocerse leyendo los anales arábigos de Granada, pues la presente leyenda no trata más que de su vida privada.
Paseando a caballo cierto día Mohamed, con gran séquito de sus cortesanos, por la falda de Sierra Elvira, tropezó con un piquete de caballería que regresaba de hacer una escaramuza en el país de los cristianos. Conducían una larga fila de mulas cargadas con botín y multitud de cautivos de ambos sexos. Entre las cautivas venía una cuya presencia causó honda sensación en el ánimo del sultán; era ésta una hermosa joven, ricamente vestida, que iba llorando sobre un pequeño palafrén, sin que bastaran a consolarla las frases que le dirigía una dueña que la acompañaba.
Prendóse el monarca de su hermosura, e interrogado acerca de ella el jefe de la fuerza, supo el rey que era la hija del alcaide de una fortaleza fronteriza que habían sorprendido y saqueado durante la excursión. Mohamed pidió la bella cautiva como la parte que le correspondía de aquel botín, y la llevó a su harén de la Alhambra. Se inventaran en vano mil diversiones para distraerla y aliviarla de su melancolía; por último, el monarca, cada vez más enamorado de ella, resolvió hacerla su sultana. La joven española rechazó en un principio sus proposiciones, pensando en que al fin era moro, enemigo de su país, y, lo que era peor, ¡que estaba bastante entrado en años!
Viendo Mohamed que su constancia no le servía gran cosa, determinó atraerse a la dueña que venía prisionera con la joven cristiana. Era aquélla andaluza de nacimiento y no se conoce su nombre cristiano: sólo se sabe que en las leyendas moriscas se le denomina La discreta Kadiga -¡y en verdad que era discreta, según resulta de su historia!-. Apenas el rey moro se puso al habla con ella, cuando vio su habilidad para persuadir, y le confió el emprender la conquista de su joven señora. Kadiga comenzó su tarea de este modo:
– ¡Idos allá!… -decía a su señora-. ¿A qué viene ese llanto y esa tristeza? ¿No es mejor ser sultana de este hermoso palacio adornado de jardines y fuentes, que vivir encerrada en la vieja torre fronteriza de vuestro padre? ¿Qué importa que Mohamed sea infiel? Os casáis con él, no con su religión; y si es un poquito viejo, más pronto os quedaréis viuda y dueña de vuestro albedrío; y, puesto que de todas maneras tenéis que estar en su poder, más vale ser princesa que no esclava. Cuando uno cae en manos de un ladrón, mejor es venderle las mercancías a buen precio que no dar lugar a que las arrebate por fuerza.
Los argumentos de la discreta Kadiga hicieron su efecto. La joven española enjugó sus lágrimas y accedió al fin a ser esposa de Mohamed el Zurdo, adoptando, al parecer, la religión de su real esposo, así como la astuta dueña afectó haberse hecho fervorosa partidaria de la religión mahometana; entonces precisamente fue cuando tomó el nombre árabe de Kadiga y se le permitió permanecer como persona de confianza al lado de su señora.
Andando el tiempo, el rey moro fue padre de tres hermosísimas princesas, habidas en un mismo parto; y, aunque él hubiera preferido que nacieran varones, se consoló con la idea de que sus tres preciosas niñas eran bastante hermosas para un hombre de su edad, y por añadidura zurdo.
Siguiendo la costumbre de los califas musulmanes, convocó a sus astrólogos para consultarles sobre tan fausto suceso. Hecho por los sabios el horóscopo de las tres princesas, dijeron al rey, moviendo la cabeza: "Las hijas, ¡oh rey!, fueron siempre propiedad poco segura; pero éstas necesitarán mucho más de tu vigilancia cuando estén en edad de casarse. Al llegar ese tiempo, recógelas bajo tus alas y no las confíes a persona alguna.
Mohamed el Zurdo era tenido entre los cortesanos por un rey sabio, y, a decir verdad, tal se consideraba él mismo. La predicación de los astrólogos no le causó más que una ligera inquietud, y confió en su ingenio para guardar sus hijas y contrariar la fuerza de los hados.
El triple nacimiento fue el último trofeo conyugal del monarca, pues la reina no dio a luz más hijos, y murió pocos años después, dejando confiadas sus tiernas niñas al amor y fidelidad de la discreta Kadiga.
Muchos años tenían que pasar para que las princesas llegasen a la edad del peligro: a la edad de casarse. "Es bueno, con todo, precaverse con tiempo", dijo el astuto monarca; y, en su virtud, resolvió encerrarlas en el castillo real de Salobreña. Era éste un suntuoso palacio incrustado en una inexpugnable fortaleza morisca situada en la cima de una montaña, desde la que se dominaba el mar Mediterráneo, sirviendo de regio retiro, donde los monarcas musulmanes encerraban a los parientes que les estorbaban, permitiéndoles, fuera de la libertad, todo género de comodidades y diversiones, en medio de las cuales pasaban sus días en voluptuosa indolencia.