Allí permanecieron las princesas, separadas del mundo pero rodeadas de comodidades y servidas por esclavos que les adivinaban todos sus deseos. Tenían para su recreo deliciosos jardines llenos de las frutas y flores más raras, con arboledas aromáticas y perfumados baños. Por tres lados daba vistas el castillo a un delicioso valle, hermoso y alegre por su rica y variada vegetación, y limitado por las altas montañas de la Alpujarra; y por el otro lado dominaba el ancho y resplandeciente mar.
En esta deliciosa morada, gozando de un clima plácido y bajo un cielo despejado, las tres princesas crecieron con maravillosa hermosura; y, aunque todas se educaron del mismo modo, daban ya señales prematuras de su diversidad de carácter. Se llamaban Zayda, Zorayda y Zorahayda, y éste era su orden por edades, pues habían tenido tres minutos de intervalo al nacer.
Zayda, la mayor, era de espíritu intrépido, y siempre se ponía al frente de sus hermanas para todo: lo mismo que hizo al nacer. Era curiosa y preguntona, y amiga de profundizar el porqué de todas las cosas.
Zorayda era apasionada de la belleza, por cuya razón, sin duda, se deleitaba mirando su propia imagen en un espejo o en las cristalinas aguas de una fuente, y tenía delirio por las flores, por las joyas, por todos aquellos adornos que realzan la hermosura.
En cuanto a Zorahayda, la menor, era dulce, tímida y extremadamente sensible, derramando siempre ternura, como se podía apreciar a primera vista, por las innumerables flores, pájaros y otros animalitos domésticos que cuidaba con el más entrañable cariño. Sus diversiones eran sencillas, mezcladas con meditaciones y ensueños; se sentaba horas enteras en un ajimez, fija la mirada en las brillantes estrellas de una noche de verano o en el mar rielado por la luna; y entonces la canción de un pescador, débilmente oída desde la playa, o los acordes de una flauta morisca desde alguna barca que cruzaba, eran suficientes para extasiar su ánimo. Sin embargo, bastaba para acobardarla el que se conjurasen los elementos, haciéndola caer desmayada el estampido del trueno.
Así pasaron los años tranquila y dulcemente. La discreta Kadiga, a quien las princesas estaban confiadas, cumplía lealmente su custodia y las servía con perseverante cuidado.
El castillo de Salobreña, como ya se ha dicho, estaba construido en la cúspide de una colina a orillas del Mediterráneo. Una de las murallas exteriores se extendía por la base de una colina hasta llegar a una roca saliente que dominaba al mar, y con una estrecha playa arenosa al pie, bañada por las rizadas olas. La pequeña atalaya que se levantaba sobre esta roca se había convertido en una especie de pabellón, desde cuyos ajimeces, cubiertos con celosías, se podía aspirar la brisa del mar. En aquel sitio pasaban las princesas las calurosas horas del mediodía.
Hallándose en cierta ocasión sentada la curiosa Zayda en una de las ventanas del pabellón, mientras que sus hermanas dormían la siesta recostadas en otomanas, se fijó en una galera que venía costeando a mesurados golpes de remo. Cuando se fue acercando, observó que venía llena de hombres armados. La galera ancló al pie de la torre, y un pelotón de soldados moriscos desembarcó en la estrecha playa conduciendo varios prisioneros cristianos. La curiosa Zayda despertó inmediatamente a sus hermanas, y las tres se pusieron a observar cautelosamente por la espesa celosía de la ventana, que las libertaba de ser vistas. Entre los prisioneros venían tres caballeros españoles ricamente vestidos; estaban en la flor de su juventud y eran de noble presencia; además, la arrogante altivez con que caminaban, aunque cargados de cadenas y rodeados de enemigos, manifestaba la grandeza de sus almas. Las princesas miraban con profundo y anhelante interés; y si se tiene en cuenta que vivían encerradas en aquel castillo, rodeadas de siervas y no viendo más hombres que los esclavos negros y los rudos pescadores, ¿cómo ha de extrañarnos que produjera una gran emoción en sus corazones la presencia de aquellos tres apuestos caballeros radiantes de juventud y de varonil belleza?
– ¿Habrá en la tierra ser más noble que aquel caballero vestido de carmesí? -dijo Zayda, la mayor de las tres hermanas-. ¡Mirad qué arrogante va, como si todos los que le rodean fuesen sus esclavos!
– ¡Fijaos en aquel otro, vestido de azul! -exclamó Zorayda-. ¡Qué hermosura! ¡Qué elegancia! ¡Qué porte!
La gentil Zorahayda nada dijo; pero prefirió en su interior al caballero vestido de verde.
Las princesas siguieron observando hasta que perdieron de vista a los prisioneros; entonces, suspirando tristemente, se volvieron, mirándose un momento unas a otras, sentándose, meditabundas y pensativas en sus otomanas.
La discreta Kadiga las encontró en tal actitud. Contáronle ellas lo que habían visto, y aun el apagado corazón de la dueña se sintió también conmovido.
– ¡Pobres jóvenes! -exclamó-. ¡Apostaría que su cautiverio deja presa del más profundo dolor el corazón de algunas damas principales de su país! ¡Ah, hijas mías! No tenéis una idea de la vida que hacen estos caballeros en su patria. ¡Qué justas y torneos! ¡Qué respeto a sus damas! ¡Qué modo de enamorar y de dar serenatas!
La curiosidad de Zayda se acrecentó en extremo, y no se cansaba de preguntar ni de oír de los labios de la dueña la animada pintura de los episodios de sus días juveniles allá en su país. La hermosa Zorayda se reprimía y se miraba disimuladamente en un espejo cuando la conversación recayó sobre los encantos de las damas españolas; en tanto que Zorahayda ahogaba sus suspiros cuando oía contar lo de las serenatas a la luz de la luna.
Todos los días renovaba sus preguntas la curiosa Zayda, y todos los días repetía sus historias la madura dueña, siendo escuchada por su bello auditorio con profundo interés y entrecortados suspiros.
Al fin la astuta vieja cayó en la cuenta del daño que acaso estaba ocasionando: ella se había acostumbrado a tratar a las princesas como niñas, sin considerar que insensiblemente habían ido creciendo y que tenía ya delante de sí tres hermosísimas jóvenes casaderas. "Ya es tiempo pensó la dueña de avisar al rey."
Hallábase sentado cierta mañana Mohamed el Zurdo sobre un amplio diván en uno de los frescos salones de la Alhambra cuando llegó un esclavo de la fortaleza de Salobreña con un mensaje de la prudente Kadiga felicitándole en el cumpleaños del natalicio de sus hijas. Al mismo tiempo le presentó el esclavo una delicada cestita adornada de flores, y en la cual, sobre pámpanos y hojas de higuera, venían un melocotón, un albaricoque y un prisco, cuya frescura, color y madurez tentaban el apetito. El monarca, versado en el lenguaje oriental de las flores y las frutas, adivinó al punto el significado de esta emblemática ofrenda.
– Ya ha llegado -dijo el periodo crítico señalado por los astrólogos: mis hijas están en la edad de casarse. ¿Qué haré? Están ocultas a las miradas de los hombres y bajo la custodia de la discreta Kadiga: todo marcha bien; pero no están bajo mi vigilancia, como me previnieron los astrólogos; debo, pues, recogerlas bajo mis alas y no confiarlas a nadie.
Así diciendo, ordenó que prepararan una de las torres de la Alhambra para que les sirviese de vivienda y partió a la cabeza de sus guardias hacia la fortaleza de Salobreña, para traerlas él mismo en persona.
Habían transcurrido diez años desde que Mohamed había visto por última vez a sus hijas, y no daba crédito a sus ojos contemplando el maravilloso cambio que se había verificado en ellas en tan breve espacio de tiempo; como que en este intervalo habían traspasado las infantas esa asombrosa línea divisoria de la vida de la mujer que separa a la imperfecta, informe y desimpresionada niña de la exuberante, ruborosa y pensativa adolescente que es lo mismo que pasar de los áridos y desiertos llanos de La Mancha a los voluptuosos valles y florecientes montañas de Andalucía.