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– Kadiga -dijo el rey-, creo que eres una de las mujeres más discretas del mundo entero, y también que me eres fiel; por lo cual te he tenido siempre al lado de mis hijas. Los padres no deben ser reservados con aquellos en quienes depositan su confianza; deseo, por lo tanto, que averigues la secreta enfermedad que se ha apoderado de las princesas y que descubras los medios de devolverles la salud y la alegría.

Kadiga, en términos explícitos, le prometió obediencia. Ella conocía mejor que las infantas mismas la enfermedad de que adolecían; y encerrándose con ellas, procuró ganar su confianza.

– Mis queridas niñas: ¿qué razón hay para que os mostréis tristes y apesadumbradas en un sitio tan delicioso como éste, y donde tenéis todo cuanto el alma pueda desear?

Las princesas miraron melancólicamente en torno del salón y lanzaron un suspiro.

– ¿Qué más queréis? ¿Por ventura quisierais que os trajera el admirable loro que habla todas las lenguas y que hace las delicias de Granada?

– ¡No! ¡No! -exclamó la princesa Zayda-. Ése es un pájaro horrible y vocinglero que charla sin tener idea de lo que dice; es menester no tener sentido común para soportar tal tabardillo.

– ¿Os hago traer un mono del peñón de Gibraltar para que os divierta con sus gestos?

– ¡Un mono! ¡Ah!… -exclamó Zorayda-. ¡La detestable imitación del hombre! Aborrezco a ese asqueroso animal.

– Entonces haré venir al famoso cantor negro Casem, del harén real de Marruecos. Dicen que tiene una voz tan delicada como la de una mujer.

– Me aterroriza mirar a los esclavos negros -dijo la dulce Zorahayda; además he perdido la afición a la música.

– ¡Ay, hija mía! No dirías eso -dijo la anciana maliciosamente- si hubieras oído la música que yo oí anoche a los tres caballeros españoles que tropezamos en nuestro viaje. Pero, ¡noramala de mí!, ¿por qué os ponéis, niñas, tan ruborizadas y en tal estado de turbación?

– ¡No es nada, no es nada, buena madre! Seguid, os lo rogamos.

– Pues bien; cuando pasé ayer noche por las Torres Bermejas, vi a los tres caballeros descansando del rudo trabajo del día. ¡Uno de ellos estaba tocando la guitarra tan gallardamente… mientras los otros cantaban, alternando, con tal estilo, que los mismos guardias parecían estatuas u hombres encantados! ¡Allah me perdone, pero al oír las canciones de mi país natal, me sentí conmovida! Y luego, ¡ver tres jóvenes tan nobles y gentiles cargados de cadenas y en la esclavitud!

Al llegar aquí no pudo contener la buena anciana las lágrimas que le venían a los ojos.

– ¿Y no pudierais, madre, procurarnos el que viésemos a esos nobles caballeros? -preguntó Zayda.

– Yo creo -añadió Zorayda- que un poco de música nos reanimaría extraordinariamente.

La tímida Zorahayda no dijo nada, pero echó los brazos al cuello de Kadiga.

– ¡Infeliz de mí! -exclamó la discreta anciana-. ¿Qué estáis diciendo, hijas mías? Vuestro padre nos quitaría la vida a todas si luego lo supiese. Además, aunque estos caballeros son bien educados y nobles, ¿qué importa? Al fin son enemigos de nuestra fe, y no debéis pensar en ellos más que para aborrecerlos.

Hay una admirable intrepidez en los deseos de la mujer, especialmente cuando está en la edad de casarse, que le hace no acobardarse ante los peligros ni las negativas. Las princesas rodearon a la dueña rogándole y suplicándole, y asegurándole por último que su obstinada negativa les desgarraría el corazón.

¿Qué hacer ella? Aunque era, en verdad, la mujer más discreta del mundo entero y la servidora más fiel del rey, con todo, ¿tendría valor para destrozar el corazón de aquellas tres hermosas criaturas por el simple toque de una guitarra? Además, aunque estaba tanto tiempo entre moros y había cambiado de religión, haciendo lo propio que su antigua señora, como fiel servidora suya, al fin era española de nacimiento y tenía el cristianismo en el fondo de su corazón; por lo cual se propuso buscar el m odo de dar gusto a las princesas.

Los cautivos cristianos, presos en las Torres Bermejas, estaban a cargo de un barbudo renegado de anchas espaldas, llamado Hussein Baba, que tenía fama de ser algo aficionado a que le "untasen el bolsillo". Fue a verlo privadamente, y, deslizándole en la mano una moneda de oro de bastante peso, le dijo:

– Hussein Baba: mis señoritas, las tres princesas que están encerradas en la torre, aburridas y faltas de distracción, quieren oír los primores musicales de los tres caballeros españoles y tener una prueba de su rara habilidad. Estoy segura de que sois bondadoso y no me negaréis un capricho tan inocente.

– ¡Cómo! ¿Para que luego pongan mi cabeza a hacer muecas sobre la puerta de mi torre? ¡Ah! No lo dudéis: ésa sería la recompensa que me daría el rey si llegara después a enterarse.

– No debéis temer que ocurra tal cosa, pues podemos arreglar el asunto de modo que complazcamos a las princesas sin que su padre se entere, de nada. Bien conocéis la honda cañada que pasa precisamente por el pie de la torre; poned a los tres cristianos para que trabajen allí, y en los intermedios del trabajo dejadlas cantar y tocar como si fuera para su propio recreo. De esta manera podrán oírlos las princesas desde los ajimeces de la torre, y estad seguro de que se os pagará bien vuestra condescendencia.

La buena anciana concluyó su conferencia, apretando la ruda mano del renegado y dejándole en ella otra moneda de oro.

Su elocuencia fue irresistible: al día siguiente los tres cautivos caballeros fueron llevados a trabajar en el valle, junto a la misma Torre de las Infantas; y durante las horas calurosas del mediodía, mientras que sus compañeros de trabajo dormían la siesta a la sombra, y los centinelas, amodorrados, daban cabezadas en sus puestos, se sentaron nuestros caballeros sobre la hierba al pie del baluarte y comenzaron a cantar trovas españolas al melodioso son de sus guitarras.

Aunque el valle era profundo y alta la torre, sus voces se elevaban claras y dulcísimas en medio del silencio de aquellas soñolientas horas del estío. Las princesas escuchaban desde el ajimez, y como su aya les había enseñado la lengua castellana, se deleitaban en extremo oyendo las tiernas endechas de sus gallardos trovadores. La juiciosa Kadiga, por el contrario, afectaba estar dada a los mismos diablos.

– ¡Allah nos saque con bien! -¡exclamó-. ¡Ya están esos señores cantando trovas amorosas dirigidas a vosotras! ¿Habráse visto audacia tal? ¡Voy a ver ahora mismo al capataz de los esclavos, para que los apaleen sin compasión!

– ¡Cómo! ¿Apalear a tan galantes caballeros porque cantan con tan singular habilidad y dulzura?

Las hermosas princesas se horrorizaban ante semejante cruel idea. La honesta indignación de la buena dueña, al cabo mujer y de condición y genio apacible, se calmó fácilmente. Por otro lado, parecía que la música había producido un efecto benéfico en sus señoritas, pues sus mejillas se iban sonrosando poco a poco y sus lindos ojos volvían a despedir fúlgida luz radiante. No hizo, por lo tanto, más observaciones sobre las amorosas estrofas de los caballeros.

Cuando concluyeron éstos de cantar las princesas quedaron silenciosas por un breve momento; pero enseguida Zorayda cogió su laúd, y con voz débil y emocionada, entonó un ligero aire africano, cuya letra decía así:

En su lecho de verdor

crece la rosa escondida,

escuchando complacida

los trinos del ruiseñor.