La escabrosa colina sobre la cual estaba edificada la Alhambra se halla desde tiempos antiguos minada con pasadizos subterráneos cortados en la roca y que conducen desde la fortaleza a varios sitios de la ciudad y a distantes portillos en las riberas del Darro y del Genil, construidos en épocas diferentes por los reyes moros, como medios de escapar en las repentinas insurrecciones, o para salir secretamente a particulares aventuras. Muchos de estos subterráneos se encuentran hoy completamente ignorados, y otros en parte cegados con escombros y en parte tapiados, sirviéndonos de monumentos de las celosas precauciones y estratagemas guerreras del gobierno musulmán. Por uno de estos pasadizos concertó Hussein Baba sacar a las infantas hasta una salida más allá de las murallas de la ciudad, donde los caballeros se hallarían preparados con ligeros corceles para huir rápidamente con ellas hasta la frontera.
Llegó la noche designada; la torre donde moraban las princesas fue cerrada como de costumbre, y la Alhambra yacía en el más profundo silencio. A eso de la media noche la discreta Kadiga escuchó desde el ajimez al renegado Hussein Baba, que ya estaba debajo y daba la señal. La dueña amarró el cabo de una escalera al ajimez y dejó caer ésta al jardín, bajándose luego por ella. Las dos infantas mayores la siguieron con el corazón palpitante; pero cuando llegó su turno a la princesa menor, Zorahayda, titubeó y tembló. Aventuró varias veces el apoyar su delicado y menudo pie en la escala y otras tantas lo retiró, agitándose tanto más su pobre corazón cuanto más vacilaba. Lanzó luego una mirada aflictiva a la habitación tapizada de seda; en ella vivía, es verdad, como el pájaro aprisionado en su jaula, pero al fin allí se encontraba segura. ¿Quién podría adivinar los peligros que la rodearían cuando se viera lanzada en el piélago del mundo? Pero luego se le presentó la imagen de su galán amante cristiano, y puso de nuevo su piececito sobre la escalera; por último se acordó otra vez de su padre y lo volvió a retirar. Es imposible describir la lucha que se daba en el turbado corazón de aquella pobre niña, tan enamorada y tierna como tímida e ignorante de las cosas de esta vida.
En vano le rogaban sus hermanas, regañaba la dueña y blasfemaba el renegado debajo del ajimez; la gentil princesa mora continuaba dudosa y titubeaba en el momento crítico de la fuga, tentada por las dulzuras de la falta, pero aterrada por los peligros.
A cada momento era mayor el riesgo de ser descubiertos. Se oyeron pasos lejanos.
– ¡Las patrullas vienen haciendo la ronda! -gritó el renegado-. Si nos detenemos un momento más, estamos perdidos. ¡Princesa: descended inmediatamente, o, si no, os abandonamos!
La infeliz Zorahayda se sintió presa de una agitación febril, y desatando la escala de cuerda con desesperada resolución, la dejó caer desde el ajimez.
– ¡Todo se ha concluido! -exclamó-. ¡No me es posible ya la fuga! ¡Allah os guíe y os bendiga, amadas hermanas mías!
Las dos infantas mayores se horrorizaron al pensar que la iban a dejar sola, y ya hubieran preferido quedarse; pero la patrulla se acercaba, el renegado estaba furioso, y se vieron llevadas atropelladamente hasta el pasadizo subterráneo. Anduvieron a tientas por un horrible laberinto cortado en el seno de la montaña, logrando llegar sin ser descubiertas a una puerta de hierro que daba fuera del recinto. Los caballeros españoles estaban aguardándolas disfrazados de soldados moriscos de la guardia que mandaba el renegado.
El amante de Zorahayda se desesperó cuando supo que aquélla había rehusado abandonar la torre; pero no se podía perder tiempo en inútiles lamentos. Las dos princesas fueron colocadas a la grupa con sus amantes, y la discreta Kadiga montó detrás del renegado, partiendo todos aprisa en dirección del Paso de Lope, que conduce por entre montañas a Córdoba.
No se hallaban aún muy lejos cuando oyeron el ruido de tambores y trompetas en los adarves de la Alhambra.
– ¡Nuestra fuga se ha descubierto! -dijo el renegado.
– Tenemos ligeros corceles, la noche es oscura y podemos burlar la persecución replicaron los caballeros.
Espolearon sus caballos y escaparon a través de la vega, llegando al pie de la Sierra Elvira, que se levanta como un promontorio en medio de la llanura. El renegado se detuvo y escuchó.
– Hasta ahora -dijo el renegado- nadie viene en nuestro seguimiento; creo que podremos escapar a las montañas.
Al decir eso brilló una luz intensa en la torre que servía para señales en la Alhambra.
– ¡Maldición! -gritó el renegado-. Ésa es la señal de ¡alerta! a todos los guardias de los pasos. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Espoleemos con furor, pues no hay tiempo que perder!
Corrían y corrían vertiginosamente, y el choque de las herraduras de sus caballos se repetía de roca en roca, conforme iban atravesando el camino que costeaba la pedregosa Sierra Elvira; pero al propio tiempo que galopaban vieron que la luz de la Alhambra era contestada en todas direcciones desde las atalayas de las montañas.
– ¡Adelante! ¡Adelante! -gritaba el renegado en medio de sus increpaciones y juramentos-. ¡Al puente, al puente, antes de que la alarma haya cundido hasta allí!
Doblaron el promontorio de la montaña y llegaron a la vista del famoso Puente de Pinos, que atraviesa una impetuosa corriente, teñida en mil combates famosos con sangre de moros y cristianos. Para mayor tribulación, en la torre del puente se veían numerosas luces y brillar en ellas las armaduras de los soldados. El renegado se alzó sobre los estribos y miró a su alrededor por un momento; después, haciendo una señal a los caballeros, se salió del camino, costeando el río hasta cierta distancia, y se metió dentro de sus aguas. Los caballeros previnieron a las atribuladas princesas que se sujetaran bien a ellos. Sentíanse, en verdad, arrastrados a alguna distancia por la rápida corriente, cuyas rugientes olas bramaban a su alrededor; pero las hermosas princesas se afianzaban bien a los caballeros cristianos, e iban sin exhalar una queja. Por último, llegaron salvos a la orilla opuesta, y fueron guiados por el renegado a través de escabrosos y desusados pasos y ásperos barrancos por el interior de las montañas, evitando el pasar por los caminos de costumbre. En una palabra: lograron llegar a la antigua ciudad de Córdoba, donde fue celebrada la vuelta de ellos a su país y al seno de sus amigos con grandes fiestas, pues nuestros caballeros pertenecían a las familias más distinguidas. Las hermosas princesas fueron recibidas en el seno de la Iglesia y, después de haber abrazado la santa fe cristiana, se hicieron esposas y vivieron felicísimas.
En nuestra prisa por ayudar a las princesas a atravesar el río y cruzar las montañas nos hemos olvidado de decir qué fue de la discreta Kadiga. Pues se agarró lo mismo que un gato a Hussein Baba durante la carrera a través de la Vega, chillando a cada salto y haciendo vomitar sapos y culebras al barbudo renegado; pero cuando éste se dispuso a meter su corcel en el río, su terror no conoció límites.
– No me aprietes con tanta fuerza -le decía Hussein Baba- agárrate a mi cinturón y nada temas.
Ella se había asido, en efecto, con ambas manos al cinturón de cuero del robusto renegado…; pero cuando se detuvieron los caballeros a tomar alientos en lo alto de la montaña, notaron que había desaparecido la dueña.
– ¿Qué ha sido de Kadiga? -gritaron las princesas alarmadas.
– ¡Sólo Allah lo sabe! -contestó el renegado-. Mi cinturón se desató en medio del río, y Kadiga fue arrastrada con él por la corriente. ¡Cúmplase la voluntad de Allah! Y en verdad que lo siento, porque era un cinturón bordado de gran precio.