En el lado opuesto del Patio de los Leones está la Sala de los Abencerrajes, llamada así por los galantes caballeros de este ilustre linaje que fueron allí pérfidamente asesinados. Hay algunos que dudan de la completa veracidad de esta historia; pero nuestro humilde guía, Mateo, nos señaló el verdadero postigo de la puerta por donde se dice que fueron introducidos uno a uno, y la fuente de mármol blanco, en el centro de la sala, donde fueron degollados. Nos enseñó también unas grandes manchas rojizas en el pavimento, señales de su sangre, que, según la tradición popular, nunca se borrarán. Notando que lo escuchábamos con credulidad, añadió que se oía a menudo durante la noche, en el Patio de los Leones, cierto débil y confuso ruido que parecía murmullo de gente, y alguna que otra vez, un estridente sonido, como lejano rechinar de cadenas. Este rumor es debido, sin duda, a las espumosas corrientes y a la estrepitosa caída de agua que va por bajo del pavimento para surtir las fuentes; pero, siguiendo la leyenda del hijo de la Alhambra, era producido por los espíritus de los asesinados Abencerrajes que frecuentaban de noche el sitio de su tormento e invocaban contra sus verdugos la venganza del cielo.
Desde el Patio de los Leones volvimos pie atrás hacia el de la Alberca, cruzando el cual entramos en la Torre de Comares, así llamada por el nombre del arquitecto árabe. Es de maciza solidez e inmensa elevación, y sobresale del resto del edificio, dominando el precipicio del lado de la colina que desciende agrestemente hasta el cauce del Darro. Un arco morisco da entrada al vasto y elevado salón que ocupa el interior de la torre, y que fue la gran Sala de Audiencia de los monarcas musulmanes, y por tanto llamada Salón de Embajadores. Conserva todavía restos de su antigua magnificencia: sus paredes están ricamente estucadas y decoradas de arabescos, y su abovedado techo construido de madera de cedro; aunque confuso en la oscuridad a causa de su gran elevación, brilla todavía con los más ricos dorados y las más hermosas tintas del pincel árabe. En tres lados del salón hay grandes huecos abiertos a través del inmenso espesor del muro cuyos balcones dan vista al verde valle del Darro, a las calles y conventos del Albaicín, y dominan el panorama de la lejana vega.
Descubriré brevemente los demás deliciosos departamentos de esta parte del palacio: el Tocador de la Reina, que es una especie de mirador en lo alto de una torre, desde donde las sultanas moriscas gozaban los puros ambientes de las montañas y la vista del paraíso que hay alrededor; el apartado y pequeño patio o Jardín de Lindaraja, con su fuente de alabastro y sus plantaciones de rosales y mirtos, naranjos y limoneros; los frescos salones y bóvedas de los baños, en cuyo interior se atemperan el resplandor y los colores del día con cierta misteriosa luz y corriente de frescura.
Me abstengo, pues, de insistir, aunque someramente, en estas consideraciones; el objeto que me propongo es dar solamente al lector una idea general del interior de esta mansión, que, si gusta, puede recorrer conmigo a su sabor en las páginas de esta obra, familiarizándose poco a poco con todos sus departamentos.
Un abundante caudal de agua traído desde las montañas por viejos acueductos moriscos corre por el interior del palacio, surtiendo sus baños y estanques, brotando en surtidores en medio de las habitaciones y jugueteando en atarjeas a lo largo del marmóreo pavimento. Cuando ha pagado su tributo al real edificio y visitado sus jardines y parterres, se desliza a lo largo de la extensa alameda, precipitándose hasta la ciudad, ya corriendo en arroyuelos, ya esparciéndose en fuentes que mantienen en perpetuo verdor los bosques que cubren y hermosean toda la colina de la Alhambra. Solamente el que habita en los ardientes climas del sur puede apreciar las delicias de esta mansión, en que se combinan las apacibles brisas de la montaña con la frescura y verdor del valle. Mientras que la ciudad baja se siente molestada con el calor del mediodía y la seca vega hace confundirse la vista, los delicados aires de Sierra Nevada circulan en el interior de estos hermosos salones, arrastrando con ellos el aroma de los jardines que los rodean. A cada instante convida al indolente reposo la exuberancia de los climas meridionales; y mientras que los ojos, a medio entornar, se recrean desde los umbrosos balcones con el brillante paisaje, el oído se siente acariciado por el susurro de las hojas de los árboles y el murmullo de las cascadas.
LA TORRE DE COMARES
El lector tiene ya un croquis del interior de la Alhambra, pero acaso deseará que le demos una idea general de sus contornos.
Una mañana serena y apacible, cuando el sol no calentaba aún con la fuerza que hubiera podido hacer desaparecer la frescura de la noche, decidimos subir a lo alto de la Torre de Comares, para desde allí contemplar a vista de pájaro el panorama de Granada y sus alrededores.
Ven, benévolo lector y compañero, y sigue nuestros pasos por este vestíbulo adornado de ricas tracerías que conduce al Salón de Embajadores. No entraremos en él, sino que torceremos hacia la izquierda por una puertecilla que da a las murallas. ¡Ten mucho cuidado!, porque hay violentos escalones en caracol, y casi a oscuras; sin embargo, por esta angosta y sombría escalera redonda han subido a menudo los orgullosos monarcas y las reinas de Granada hasta la coronación de la torre, para ver la aproximación de las tropas cristianas o para contemplar las batallas en la vega. Al poco rato nos encontraremos en el adarve; y, después de tomar alientos por unos breves instantes, gozaremos contemplando el espléndido panorama de la ciudad y de sus alrededores; por un lado verás ásperas rocas, verdes valles y fértiles llanuras; por el otro, algún castillo, la catedral y torres moriscas, cúpulas góticas, desmoronadas ruinas y frondosas alamedas. Aproximémonos al muro e inclinemos nuestra vista hacia abajo. Mira: por este lado se nos presenta el plano entero de la Alhambra, y, descubierto ante nuestros ojos, el interior de sus patios y jardines. Al pie de la torre se ve el Patio de la Alberca, con su gran estanque o vivero rodeado de flores; un poco más allá, el Patio de los Leones, con su famosa fuente y con sus transparentes arcos moriscos; en el centro del alcázar, el pequeño Jardín de Lindaraja, sepultado en medio del edificio, poblado de rosales y limoneros matizados de verde esmeralda.
Esta línea de muralla, salpicada de torres cuadradas edificadas alrededor en la misma cima de la colina, es el lindero exterior de la fortaleza. Como verás, algunas de estas torres encuéntranse ya en ruinas, y entre sus desmoronados fragmentos han arraigado cepas, higueras y álamos blancos.
Miremos ahora por el lado septentrional de la torre. Descúbrese una sima vertiginosa; los cimientos se elevan entre los arbustos de la escarpada falda de la colina. Fíjate en aquella larga hendidura del espeso murallón: indica que esta torre ha sido cuarteada por alguno de los terremotos que de vez en cuando han consternado a Granada, y que, tarde o temprano, reducirán este vetusto alcázar a un simple montón de ruinas. El profundo y angosto valle que se extiende debajo de nosotros y que poco a poco se abre paso entre montañas, es el valle del Darro; contempla el manso río cómo se desliza bajo embovedados puentes y entre huertos y floridos cármenes. Éste es el río famoso desde tiempos antiguos por sus auríferas arenas, de las que, por medio del lavado, se extrae con frecuencia el preciado metal. Algunos de estos blancos cármenes que lucen por aquí y por allá entre árboles y viñedos eran campestres retiros de los moros, donde iban a gozar del fresco de sus jardines.
Aquel aéreo alcázar con sus esbeltas y elevadas torres y largas arcadas que se extienden en lo alto de aquella montaña entre frondosos árboles y vistosos jardines, es el Generalife, elevado palacio de verano de los reyes moros, en el cual se refugiaban en los meses del estío para disfrutar de aires aún más puros y deliciosos que los de la Alhambra. En la árida cumbre de aquella alta colina verás sobresalir unas informes ruinas: es la Silla del Moro, llamada así por haber servido de refugio al infortunado Boabdil, durante el tiempo de una insurrección, y desde la que, sentado, contemplaba tristemente el interior de su rebelada ciudad.