Un placentero ruido de agua se oye de vez en cuando por el valle: es el acueducto del cercano molino morisco, situado junto al pie de la colina. El paseo de árboles de más allá es la Alameda de la Carrera del Darro, paseo frecuentado por las tardes y lugar de cita de los amantes en las noches de verano, y en el cual se oye la guitarra a las altas horas, tañida en los escaños que adornan el paseo. Ahora no hay más que unos cuantos pacíficos frailes que se sientan allí y un grupo de aguadores camino de la Fuente de Avellano.
¿Te has sobrecogido? Es una lechuza que hemos espantado de su nido. Esta antigua torre es un fecundo criadero de pájaros errantes; las golondrinas y los aviones anidan en las grietas y hendiduras y revolotean durante todo el día, mientras que por la noche, cuando todas las aves buscan el descanso, el agorero búho sale de su escondrijo y lanza sus lúgubres graznidos por entre las murallas. ¡Mira cómo los gavilanes que hemos echado fuera del nido pasan rastreando por debajo de nosotros, deslizándose entre las copas de los árboles y girando por encima de las ruinas que dominan el Generalife!
Dejemos este lado de la torre y volvamos la vista hacia poniente. Mira por allá, muy lejos, una cadena de montañas limítrofes de la vega: es la antigua barrera entre la Granada musulmana y el país de los cristianos. En sus alturas divisarás todavía fuertes ciudadelas, cuyas negruzcas murallas y torreones parecen formar una sola pieza con la dura roca sobre que están enclavadas, y tal cual solitaria atalaya erigida en algún elevado paraje, dominando, como en otros tiempos, desde el firmamento los valles de uno y otro lado. Por uno de esos desfiladeros, conocidos vulgarmente por el Paso de Lope, fue por donde el ejército cristiano descendió hasta la vega. Por los alrededores de aquella lejana, pardusca y árida montaña, casi aislada, cuya maciza roca se dilata hasta el seno de la llanura, fue por donde los invasores escuadrones se lanzaron a campo raso, con flotantes banderas y al estrépito de timbales y de trompetas. ¡Cuánto ha cambiado el cuadro! En lugar de la brillante cota del armado guerrero vemos ahora el pacífico grupo de cansados arrieros caminando lentamente a lo largo de las veredas de las montañas. Detrás de este promontorio hállase el memorable Puente de Pinos, renombrado por una sangrienta batalla entre moros y cristianos, y mucho más famoso todavía por ser aquél el sitio en que Colón fue alcanzado y llamado por el emisario de la reina Isabel, precisamente cuando partía desesperado el navegante para anunciar su proyecto de descubrimiento a la corte de Francia.
Ve aquel otro lugar, célebre también en la historia del descubridor: aquella lejana línea de murallas y torreones iluminados por el sol saliente en el mismo centro de la vega; es la ciudad de Santafé, fundada por los católicos reyes durante el sitio de Granada, después de que un incendio devoró su campamento. Éste es aquel mismo real donde Colón fue llamado por la heroica princesa, y dentro del cual se ultimó el tratado que dio lugar al descubrimiento del Nuevo Mundo.
Por este lado, hacia el Mediodía, la vista se extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la floreciente feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata, acrecentándose por multitudes de arroyos encauzados en viejas acequias moriscas, que mantienen la campiña en un perpetuo verdor; por aquella otra parte, los placenteros bosques, cármenes y casas de campo, por las que los moros lucharon con desesperado valor; las alquerías y casitas, por último, habitadas al presente por campesinos, en los cuales se conservan vestigios de arabescos y de otros delicados adornos, que demuestran haber sido moradas suntuosas y elegantes.
Más allá de la fértil llanura de la vega verás hacia el sur una cadena de áridos cerros, por los cuales marcha lentamente una soberbia recua de mulos. En lo alto de una de estas colinas fue donde el infortunado Boabdil dirigió su última mirada a Granada, lanzando un profundo ¡ay! de su alma dolorida: es el famoso sitio apellidado El Suspiro del Moro en los romances y leyendas.
Levanta ahora tus ojos hacia la nevada cumbre de aquella lejana cordillera que brilla como una nube de verano sobre el azulado firmamento: es la Sierra Nevada, orgullo y delicia de Granada, origen de sus frescas brisas y perpetua vegetación, y de sus amenísimas fuentes y perennes manantiales. Ésta es la gloriosa cadena de montañas que da a Granada esa combinación de delicias tan rara en las ciudades meridionales: la fresca vegetación y templados aires de un clima septentrional con el vivificante ardor del sol de los trópicos y el claro azul del cielo del Mediodía. Éste es el aéreo tesoro de nieve que, derritiéndose en proporción con el aumento de temperatura del estío, deja correr arroyos y riachuelos por todos los valles y gargantas de las Alpujarras, difundiendo vegetación, fertilidad y hermosa verdura de esmeralda por una prolongada cadena de numerosos y encantadores valles.
Estas sierras pueden llamarse con razón la gloria de Granada. Dominan toda la extensión de Andalucía y se divisan desde distintas regiones. El mulatero las saluda, contemplando sus nevados picos, desde la caliginosa superficie del llano; y el marinero español, desde el puente de su barco, lejos, muy lejos, allá en el seno del azul Mediterráneo, las mira atentamente y piensa melancólico en su gentil Granada, mientras que canta en voz baja algún antiguo romance morisco.
Basta ya… El sol aparece por encima de las montañas y lanza sus vívidos resplandores sobre nuestra cabeza. Ya el suelo de la torre arde bajo nuestros pies; abandonémosla, y bajemos a refrescarnos bajo las galerías contiguas a la fuente de los leones.
Uno de mis sitios favoritos era el balcón del hueco central del Salón de Embajadores, en la alta Torre de Comares. Me había sentado allí para gozar el crepúsculo de un hermoso día. El sol, ocultándose tras las purpúreas montañas de Alhama, lanzaba sus luminosos rayos sobre el valle del Darro, dando un aspecto melancólico a las severas torres de la Alhambra; y la vega, entretanto, cubierta de un tenue vapor sofocante que envolvía los rayos del sol poniente, semejaba a lo lejos un mar de oro. Ni la brisa más leve turbaba el silencio de la tarde, y de vez en cuando se sentía un ligero rumor de música y algazara que se elevaba de los cármenes del Darro, y que hacía más expresivo el solemne silencio de la fortaleza que me daba asilo. Era uno de esos momentos en que la memoria -semejante al sol de la tarde que lanzaba sus pálidos fulgores sobre los viejos torreones- alcanza un mágico poder y se remonta a la vida retrospectiva para recordar las glorias del pasado.
Hallábame sentado meditando en el mágico efecto de la puesta del sol sobre la ciudadela morisca, y entré luego en reflexiones sobre el ligero, elegante y voluptuoso carácter que domina en su interior la arquitectura, y el contraste que ofrece con la grande aunque triste solemnidad de los edificios góticos erigidos por los españoles. La respectiva arquitectura indica las opuestas e irreconciliables naturalezas de los pueblos que por largo tiempo se disputaron el imperio de la península. Poco a poco fui pasando a otra serie de consideraciones sobre el singular carácter de los árabes o musulmanes españoles, cuya existencia parece más bien un cuento que una realidad, y que en cierto modo forma uno de los más anómalos aunque brillantes episodios de la historia. Fuerte y duradera como fue su dominación, apenas sabemos cómo llamarla, pues constituyó una nación sin legítimo nombre ni territorio. Lejana ola de la gran Europa, parecía tener todo el ímpetu del primer desbordamiento de un torrente. Su ruta de conquista, desde el peñón de Gibraltar hasta la cumbre de los Pirineos, fue tan rápida y brillante como las moriscas victorias de Siria y Egipto, y ¡quién sabe si, a no haber sido rechazados en los llanos de Tours, toda la Francia y Europa entera hubieran sido invadidas con la misma facilidad que los imperios asiáticos, y si la media luna se enseñorearía hoy en los templos de París y de Londres!