Rechazados dentro de los límites de los Pirineos las mezcladas hordas de Asia y África que formaron esta irrupción, dejaron el principio musulmán de conquista y trataron de establecer en España un tranquilo y permanente dominio. Como conquistadores, su egoísmo fue igual a su moderación, y durante algún tiempo aventajaron a las naciones contra las cuales pelearon. Separados de su país natal, amaban la tierra que les había sido deparada -según ellos- por Allah, y se esforzaron en embellecerla con cuanto pudiera contribuir a la felicidad del hombre. Basando los cimientos de su poder en un sistema de sabias y equitativas leyes, cultivando diligentemente las artes y las ciencias, y fomentando la agricultura, la industria y el comercio, constituyeron poco a poco un imperio que no tuvo rival por su prosperidad entre los imperios del cristianismo; y condensando laboriosamente en él las gracias y refinamientos que distinguieron al imperio árabe de oriente en la época de su mayor florecimiento, derramaron la luz del saber oriental por las occidentales regiones de la atrasada Europa.
Las ciudades de la España árabe llegaron a ser el punto de concurrencia de los artistas cristianos para instruirse en las artes útiles. Las almadrazas de Toledo, Córdoba, Sevilla y Granada se vieron frecuentadas por numerosa afluencia de estudiantes de otros reinos, que venían a ilustrarse en las ciencias de los árabes y en el atesorado saber de la antigüedad; los amantes de las artes recreativas afluían a Córdoba para adiestrarse en la poesía y en la música del oriente, y los bravos guerreros del norte se trasladaron allí para amaestrarse en los gallardos ejercicios y cortesanos usos de la caballería.
Si en los monumentos musulmanes de España, en la Mezquita de Córdoba, el Alcázar de Sevilla y la Alhambra de Granada se leen pomposas inscripciones ponderando apasionadamente el poder y permanencia de su dominación, ¿debe menospreciarse su orgullo como alarde vano y arrogante?
Generación tras generación, siglo tras siglo, han ido pasando sucesivamente, y todavía mantienen los moros sus derechos en este suelo. Después de haber transcurrido un periodo de tiempo más largo que el mediado desde que Inglaterra había sido subyugada por el normando conquistador, los descendientes de Muza y Tarik no pudieron prever que iban a ser arrojados al destierro por los mismos desfiladeros que habían atravesado sus triunfantes antecesores, del mismo modo que los descendientes de Rolando y Guillermo y sus veteranos pares no pueden soñar el ser rechazados a las costas de Normandía.
Sin embargo, el imperio musulmán en España fue casi una planta exótica que no echó profundas raíces en el suelo que embellecía. Apartados de sus convecinos del occidente por insuperables barreras de creencias y costumbres, y separados de sus congéneres del oriente por mares y desiertos, formaron un pueblo completamente aislado. Su existencia fue un prolongado y bizarro esfuerzo caballeresco por defender un palmo de terreno en un país usurpado.
Los musulmanes españoles fueron las avanzadas y fronteras del islamismo, y la península el gran campo de batalla donde los conquistadores góticos del norte y los musulmanes del oriente lucharon y pelearon por dominar; pero el esfuerzo fiero de los sarracenos se vio al fin abatido por el perseverante valor de la raza hispanogótica.
Y por cierto que no se ha dado jamás un tan completo aniquilamiento como el de la nación hispanomuslímica. ¿Qué se ha hecho de los árabes españoles? Preguntadlo a las costas africanas y a los solitarios desiertos. El resto de su antiguo y poderoso imperio ha desaparecido proscrito entre los bárbaros de África y perdida por completo su nacionalidad. No han dejado siquiera un nombre especial tras de sí, aunque durante ocho siglos han constituido un pueblo separado. No quisieron reconocer el país de su adopción y el de su residencia durante muchos años y evitaron el darse a conocer de otro modo que como invasores y usurpadores. Tal cual monumento ruinoso es lo único que queda para testificar su poder y dominación, a la manera que las solitarias rocas que se ven allá en lontananza dan testimonio de algún pasado cataclismo. Tal es la Alhambra: una fortaleza morisca en medio de un país cristiano; un oriental palacio rodeado de góticos edificios occidentales; un elegante recuerdo de un pueblo bravo, inteligente y simpático, que conquistó, dominó y pasó por el mundo.
Ya es tiempo de que dé alguna idea de mi doméstica instalación en esta singular residencia. El palacio real de la Alhambra se hallaba confiado al cuidado de una buena señora soltera y ya anciana, llamada doña Antonia Molina, a la cual, según costumbre española, le daban sus vecinos el nombre de la tía Antonia. Cuidaba de las moriscas habitaciones y de los jardines, y los enseñaba a los extranjeros; en recompensa de lo cual percibía gratificaciones de los visitantes del alcázar y los productos de los jardines, excepción hecha de cierto tributo de flores y frutas que acostumbraba pagar al gobernador. Su domicilio particular se hallaba en un extremo del palacio, y por toda familia tenía un sobrino y una sobrina, hijos de dos hermanos diferentes. El sobrino, Manuel Molina, era un joven de bastante mérito y de gravedad española; había servido en el ejército, tanto en España como en las Indias occidentales; pero a la sazón estudiaba para médico, con la esperanza de llegar a serlo algún día de la fortaleza, cargo muy honroso y que podría producir unos 140 duros al año. En cuanto a la sobrina, era una robusta joven andaluza, de ojos negros, llamada Dolores, aunque por su aspecto y vivo carácter bien merecía un nombre más risueño. Era la heredera presunta de todos los bienes de su tía, consistentes en unas cuantas casillas ruinosas situadas en la fortaleza, que le proporcionaban una renta de cerca de 150 duros. No llevaba yo mucho de vivir en la Alhambra cuando descubrí los disimulados amores del discreto Manuel y su vivaracha prima, los cuales no aguardaban otra cosa para unir a perpetuidad sus manos y corazones sino el que aquél recibiera el título de médico y el que se obtuviese la dispensa del papa, a causa de su consanguinidad.
Hice un contrato con la buena de doña Antonia, bajo cuyas condiciones se comprometía a suministrarme plato y hospedaje, y por cuyo motivo la linda y alegre Dolores cuidaba de mi habitación y me servía de camarera a las horas de comer. También tenía a mis órdenes un mozo rubio y algo tártamudo, llamado Pepe, que cuidaba de los jardines, y el cual me hubiera servido de continuo asistente a no haberme ya de antemano concertado con Mateo Jiménez, el hijo de la Alhambra. Este infatigable y pertinaz individuo se pegó a mí, no sé de qué modo, desde que lo encontré por vez primera en la puerta exterior de la fortaleza; y de tal manera se entrometía en todos mis proyectos que al fin consiguió acomodarse y contratarse conmigo de criado, cicerone, guía, guardián, escudero e historiógrafo, viéndome, por lo tanto, precisado a mejorarle de equipo, para que no me sonrojase en el ejercicio de sus variadas funciones; dejó, pues, su vieja capa de color castaño, como la culebra muda de camisa, y pudo presentarse en la fortaleza con su magnífico sombrero calañés y su chaqueta, con gran satisfacción suya y no menos admiración de sus camaradas. El principal defecto del buen Mateo era su exagerado afán de serme útil. Comprendiendo que me había forzado a utilizar sus servicios, y calculando, sin duda, que mi condescendiente y pacífico temperamento le podría proporcionar una renta segura, ponía todo su pensamiento en adivinar de qué modo y manera tendría que hacérseme necesario para la satisfacción de todos mis deseos. En una palabra, yo era la víctima de todas sus oficiosidades: no podía pisar el umbral del palacio ni dar un paseo por la fortaleza sin que dejara de perseguirme, explicándome todo cuanto veían mis ojos; y si acaso decidía recorrer las cercanas colinas, no había más remedio sino que Mateo tenía que servirme de guardián, aunque estoy persuadido de que hubiera sido más a propósito para darle a los talones que para hacer uso de sus armas en caso de una agresión. Con todo, y a decir verdad, el pobre chico me servía con frecuencia de divertido acompañante: era de índole sencilla y de muy buen humor, con la charlatanería de un barbero de lugar, y tenía al dedillo todos los chismes de la vecindad y de sus contornos; pero por lo que más se enorgullecía era por su tesoro de noticias sobre todos aquellos sitios y por las maravillosas tradiciones que contaba delante de cada torre, bóveda o barbacana de la fortaleza, y en cuyas historias tenía la más absoluta fe.