La mayor parte las había aprendido, según decía, de su abuelo, que era un célebre legendario sastre que vivió cerca de los cien años durante los cuales hizo apenas dos salidas fuera del recinto de la fortaleza. Su tienda fue, casi por espacio de un siglo, el punto de reunión de una porción de vejetes charlatanes, que se pasaban la mitad de la noche hablando de los tiempos pasados y de los maravillosos sucesos y ocultos secretos de la fortaleza. La vida entera, los hechos, los pensamientos y los actos todos del sastre celebérrimo habían tenido por límite las murallas de la Alhambra; dentro de ellas nació, dentro de ellas vivió, creció y envejeció, y dentro de ellas recibió sepultura. Afortunadamente para la posteridad, sus tradiciones no murieron con él, pues el mismísimo Mateo, cuando era rapazuelo, acostumbraba a oír atentamente las consejas de su abuelo y de la habladora tertulia que se reunía alrededor del mostrador de la tienda; y de este modo llegó a poseer un repertorio de interesantes narraciones sobre la Alhambra, que no se encuentran escritas en ningún libro, pero que se van depositando en la mente de los curiosos viajeros.
Tales eran los personajes que contribuían a darme plácido contemplamiento en la Alhambra; y dudo que ninguno de cuantos potentados, moros o cristianos, han vivido antes que yo en el palacio se hayan visto servidos con más fidelidad que yo, ni gozado de un imperio más pacífico.
Cuando me levantaba por la mañana el tartamudo jardinero Pepe me obsequiaba con frescas flores recién cogidas, que eran en seguida colocadas en vasos por la delicada mano de Dolores, la cual ponía un especial cuidado en adornar mi habitación. Comía yo donde me dictaba mi capricho: unas veces en alguna sala morisca, otras bajo el templete del Patio de los Leones, rodeado de flores y fuentes; y cuando deseaba pasear, me acompañaba mi asiduo Mateo por los sitios más románticos de las montañas y deliciosas guardias del contiguo valle, cada uno de cuyos parajes era teatro de algún maravilloso cuento.
Aunque mi gusto era el pasar la mayor parte del día en la soledad, asistía algunas veces a la pequeña tertulia doméstica de doña Antonia, la cual se reunía ordinariamente en una vieja sala morisca que servía de cocina y de gabinete, y en uno de cuyos ángulos habían construido una rústica chimenea, hallándose por el humo ennegrecidas las paredes y destruidos en gran parte los antiguos arabescos. Un hueco, con un balcón que daba al valle del Darro, permitía la entrada de la fresca brisa de la tarde; y aquí era donde yo hacía mi frugal cena de fruta y leche, pasando el rato en conversación con la familia. Hay cierto talento natural -sentido común, como le llaman los españoles- que les hace despejados y de trato agradabilísimo, cualquiera que pueda ser su condición de vida y por imperfecta que sea su educación: añádase a esto que no son nada vulgares, pues la naturaleza los ha dotado de cierta dignidad de espíritu que les es muy propicia y característica. La buena de la tía Antonia era una mujer discreta, inteligente y nada común, aunque sin ilustración; y la vivaracha Dolores, si bien no había leído tres o cuatro libros en toda su vida, poseía una cierta admirable discreción y buen sentido, sorprendiéndome muy a menudo con sus ingeniosas ocurrencias. Solía entretenernos el sobrino leyéndonos alguna antigua comedia de Calderón o de Lope de Vega, a lo que se mostraba sumamente propicio, por el deseo de agradar, o más bien de entretener a su adorada prima, si bien casi siempre, y a pesar suyo, se quedaba dormida esta señorita antes de terminar el primer acto. Algunas veces la tía Antonia daba reuniones de amigos de confianza y deudos suyos, que solían ser los habitantes de la misma Alhambra y las esposas de los inválidos. Todos la miraban con gran deferencia, por ser la conserje del palacio, y le hacían la corte, dándole noticias de lo que sucedía en la fortaleza o de los rumores que corrían por Granada. Oyendo estos chismes nocturnos me enteré de muchos sucesos curiosos, que ilustraron acerca de las costumbres del pueblo bajo, y de muchos pormenores referentes a la localidad.
Y he aquí de dónde han nacido estos ligeros bocetos, sencillos entretenimientos míos, a los que sólo dan interés e importancia la especial naturaleza de este sitio. Pisaba tierra encantada y me encontraba bajo la influencia de románticos recuerdos. Desde que en mi infancia y allá en mis queridas riberas del Hudson recorrí por primera vez las páginas de una antigua historia de España y leí en ellas las guerras de Granada, esta ciudad fue para mí eterno objeto de mis más dulces ensueños; y muchas veces me imaginaba allá en mi fantasía el hollar los poéticos salones de la Alhambra. ¡Ved aquí, acaso por primera vez, un sueño realizado, y, con todo, me parece una ilusión de mis sentidos; aún quiero dudar que yo he habitado en el palacio de Boabdil, y que me he pasado extáticas horas contemplando desde sus balcones la hermosa y poética Granada! Cuando vagaba por estos salones orientales y oía el murmullo de las fuentes y los trinos del ruiseñor, cuando aspiraba la fragancia de las rosas y sentía la influencia de este embalsamado clima, me hallaba tentado a suponerme en el paraíso de Mahoma, y que la linda Dolores era una hurí de ojos negros, destinada a aumentar la felicidad de los verdaderos creyentes.
LA HABITACIÓN DEL AUTOR
Al alojarme en la Alhambra me arreglaron una serie de habitaciones de arquitectura moderna, destinadas para residencia del gobernador. Estaban enfrente del palacio mirando hacia la explanada: lo más apartado de ellas comunicaba con otros varios aposentos -parte moriscos, parte modernos- que ocupaban la tía Antonia y su familia, y terminaban en el salón grande antes mencionado, que servía a la buena de la anciana de gabinete de descanso, cocina y sala de recibo. Por estos sombríos departamentos se sale a un ángulo de la Torre de Comares, atravesando un estrecho corredor sin salida y una oscura escalera en caracol, pasando la cual, y abriendo una puertecilla en el fondo, queda el viajero sorprendido al salir a la brillante antecámara del Salón de Embajadores, con la fuente del Patio de la Alberca, que se destaca en primer término.
No estaba muy satisfecho con verme instalado en una habitación moderna, contigua al palacio, y deseé trasladarme al interior del edificio. Paseábame cierto día por los moriscos salones, cuando encontré junto a una apartada galería una puerta que no había notado anteriormente y que comunicaba -al parecer- con algún extenso departamento reservado. Aquí, pues, había misterio; era, sin duda, el sitio encantado de la fortaleza. Me procuré la llave, no sin gran dificultad; la puerta conducía a unas habitaciones vacías, de arquitectura europea, aunque edificadas sobre una galería árabe contigua al Jardín de Lindaraja. Eran dos soberbias habitaciones, cuyos techos, divididos formando casetones, tenían macizas ensambladuras de cedro figurando frutas y flores rica y hábilmente talladas y entremezcladas con grotescos mascarones. Las paredes habían estado, sin duda, en otros tiempos, tapizadas de damasco, pero ahora se encontraban desnudas y garabateadas con las firmas de los turistas noveles, sin nombre ni importancia; las ventanas, que se encontraban desmanteladas y abiertas al aire y la lluvia, daban al Jardín de Lindaraja, extendiéndose las ramas de los naranjos y limoneros por dentro de la habitación. Al lado de estos departamentos hay otros dos salones menos suntuosos, que caen también al jardín, y en los casetones de sus techos ensamblados hay canastillos de frutas y guirnaldas de flores, pintadas por no imperita mano, y en un estado regular de conservación. Las paredes estuvieron antes pintadas al fresco, al estilo italiano; pero las pinturas estaban casi borradas; y las ventanas destrozadas, como en las cámaras antedichas. Esta caprichosa serie de habitaciones termina en una galería con balaustradas que seguía en ángulos rectos los lados del jardín. Tal delicadeza y elegancia presenta esta habitacioncita en su decorado, y tiene tal carácter de rareza y soledad por su situación junto a este oculto jardincito, que tuve curiosidad por conocer su historia. Después de varias preguntas, supe que era un departamento decorado por artistas italianos a principios del siglo pasado, en la época de Felipe V y la hermosa Isabel de Parma, con motivo de su venida a Granada, y se le destinó a la reina y damas de su comitiva. Una de estas hermosas cámaras fue su dormitorio; la estrecha escalera que conduce a él -ahora tapiada- daba al delicioso pabellón, antes mirador de las sultanas moras, y posteriormente decorado para peinador de la bella Isabel, por lo cual conserva todavía el nombre de Tocador de la Reina. El dormitorio que he mencionado deja ver desde una ventana el panorama del Generalife y sus arqueadas azoteas y desde otra se contempla la fuente de alabastro del Jardín de Lindaraja. Este jardín transportó mis pensamientos a los tiempos antiguos del reinado de la hermosura: a los días de las sultanas y odaliscas.