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—¡Vaya! Pero ¡si es como usted! —solté yo.

Y la verdad es que era así. No tan delgado, y con el cabello y las barbas muy cuidadas, pero por lo demás, el rostro del anciano real de aquellas monedas podría haber sido el de nuestro amigo el vigilante. Lo miré a él y luego las monedas que tenía en la mano, y después otra vez a él. Empezó a temblar. Yo volví a mirar la pintura colgada en la pared, detrás de nosotros.

—No —dijo débilmente—. No, no, estáis equivocados… no me parezco a él… en absoluto… —Los hombros le temblaban, y empezó a llorar. Friya le sirvió vino, lo que lo serenó un poco. Cogió las monedas que yo tenía y las miró en silencio durante un largo rato, moviendo la cabeza con tristeza. Finalmente me las devolvió—. ¿Puedo confiaros un secreto? —nos preguntó, y, a continuación, se explayó con su historia. La verdad que había mantenido oculta en sus entrañas durante todos aquellos largos años.

Nos habló de una deslumbrante infancia, casi sesenta años atrás, en la época maravillosa entre las dos Guerras de Reunificación: una vida mágica, viajando incesantemente de un palacio a otro, desde Roma a Vindobona, desde Vindobona a Constantinopla, desde Constantinopla hasta Nishapur. Él era el menor y el más mimado de los cinco príncipes reales; su padre había muerto joven, ahogado en una absurda proeza natatoria, y cuando su abuelo, Laureólo Augusto murió, el trono imperial lo heredó su hermano Magencio. Él se convertiría en un gobernador provincial en alguna parte cuando creciera, quizá en Siria o Persia, pero por el momento, no tenía otra ocupación que disfrutar de su dorada existencia.

Fue entonces cuando le llegó la muerte al emperador Laureólo y Magencio le sucedió. Casi en seguida empezaron los cuatro años de horror que duró la Segunda Guerra de Reunificación, cuando los tenebrosos y despiadados coroneles que despreciaban el relajado viejo Imperio se alzaron, y lo hicieron mil pedazos, lo reconstruyeron como República y arrojaron a los cesares del poder. Naturalmente, mi hermana y yo conocíamos la historia, pero para nosotros era un relato en el que la virtud y el honor triunfaban sobre la corrupción y la tiranía. Para Quinto Fabio, que lloraba mientras nos lo contaba desde su propio punto de vista, la caída del Imperio no sólo había sido una desgarradora tragedia personal, sino también un terrible desastre para el mundo entero.

Por buenos pequeños republicanos que fuéramos, nuestros corazones se partían de dolor por las cosas que nos contaba: las escenas de la agonía de su familia, el joven emperador Magencio atrapado en su propio palacio, abatido a disparos junto a su esposa y sus hijos a la entrada de los baños imperiales; Camilo, el segundo hermano, que había sido príncipe de Constantinopla, perseguido a través de las calles de Roma al amanecer y salvajemente asesinado en la escalinata del templo de Castor y Pólux; el príncipe Flavio, el tercer hermano, escapando de la capital en un carromato de campesinos bajo un montón de uvas y estableciendo un gobierno en el exilio en Neápolis, sólo para ser capturado y ejecutado antes de que hubiera transcurrido una semana desde que accediera al trono. Lo que llevó a la sucesión al príncipe Augusto, de dieciséis años, que había estudiado en la Universidad de Lutecia. Su nombre era apropiado, pues así como el primer emperador había sido un Augusto, también lo había de ser el último, dos mil años después. Reinó durante tres días antes de que los hombres de la Segunda República lo hallaran y lo colocaran delante del pelotón de fusilamiento.

De todos los príncipes reales, sólo quedaba Quinto Fabio. Pero en medio de toda la confusión, lo pasaron por alto. Era apenas un muchacho y, aunque técnicamente él era el nuevo cesar, nunca se le ocurrió reclamar el trono. Los partidarios monárquicos lo vistieron con ropas de campesino y lo sacaron a escondidas de Roma, mientras la capital estaba ardiendo, y lo lanzaron a lo que se convertiría en toda una vida de exilio.

—Siempre he tenido sitios donde quedarme —nos contaba—. En ciudades apartadas donde no había acabado de imponerse la República, en provincias alejadas, en lugares de los que nunca habréis oído hablar. La República me buscó durante un tiempo, pero nunca lo hizo muy bien, y entonces empezó a circular la historia de que había muerto. De los huesos de algún muchacho que se encontraron entre las ruinas del palacio de Roma se dijo que eran míos. Después de eso, pude moverme con bastante libertad, aunque siempre en la pobreza, siempre en secreto.

—¿Y cuándo llegaste aquí? —pregunté yo.

—Hace casi veinte años. Mis amigos me hablaron de este refugio de caza, más o menos intacto aún, como lo había estado durante la época de la revolución. Nadie se acercaba nunca a él, de manera que podía vivir aquí sin ser molestado. Eso es lo que he hecho y eso es lo que haré, me quede el tiempo que me quede. —Alcanzó el vino pero las manos le temblaban tanto que Friya se lo cogió y ella misma le sirvió una copa. Se lo bebió de un solo trago—. ¡Ay niños, niños, qué mundo os habéis perdido! ¡Qué locura fue la destrucción del Imperio! ¡Qué grandeza había entonces!

—Nuestro padre dice que las cosas nunca han ido tan bien para la gente corriente como bajo la República —dijo Friya.

Yo le di una patada en el tobillo y ella me miró con gesto avinagrado.

Quinto Fabio dijo tristemente:

—No quiero ser irrespetuoso, pero vuestro padre sólo tiene en consideración su propia aldea. A nosotros se nos enseñó a contemplar el mundo en su totalidad. El Imperio, el imperio que abarcaba todo el globo. ¿Vosotros creéis que la intención de los dioses fue la de ofrecer el Imperio a cualquiera? ¿A cualquiera que se hiciera con el poder y se autoproclamara Primer Cónsul? Ah, no, no. Los cesares fueron elegidos excepcionalmente para mantener la Pax Romana, la paz universal de que ha disfrutado todo el planeta durante tanto tiempo. Bajo nosotros no había más que paz, eterna e inquebrantable una vez que el Imperio alcanzó su máxima expresión. Pero ahora que ya no están los cesares, ¿cuánto tiempo creéis que durará la paz? Si un hombre puede hacerse con el poder, también podrá hacerlo otro, y otro. Habrá cinco Primeros Cónsules al mismo tiempo, recordad mis palabras. O cincuenta. Y cada provincia querrá ser un Imperio en sí misma. Recordad mis palabras, niños. Recordad mis palabras.

Nunca había oído una traición semejante en toda mi vida. O algo tan desatinado.

¿La Pax Romana? ¿Qué Pax Romana? Nunca existió nada parecido, en realidad. Al menos, no durante mucho tiempo. El viejo Quinto Fabio quería hacernos creer que el Imperio había conseguido una para ininterrumpida e inquebrantable y que así la había mantenido durante veinte siglos. ¿Y qué pasó pues durante la Guerra Civil, cuando la mitad griega del Imperio luchó durante cincuenta años contra la otra mitad, latina? ¿O en las dos Guerras de Unificación? ¿Y acaso no hubo constantemente levantamientos menores en todo el Imperio (difícilmente encontraríamos un siglo sin uno de ellos), en Persia, la India, en Britania o en la África Etiópica? No, pensé, lo que nos estaba contando sencillamente no era cierto. La larga vida del Imperio había sido un período de constante y brutal opresión en el que los espíritus de todas las personas fueron sometidos en todas partes, mediante la fuerza militar. La Pax Romana real era algo que había existido sólo en épocas modernas, bajo la Segunda República. Eso es lo que mi padre me había enseñado.Y yo lo creía a pie juntillas.