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Pero Quinto Fabio era un anciano, encerrado en los sueños de su propia y maravillosa infancia perdida. Quedaba lejos de mis propósitos discutir con él sobre asuntos de este tipo. Me limité a sonreír y a asentir con la cabeza y le servía más vino cuando su copa se quedaba vacía. Y Friya y yo nos quedamos allí sentados, encandilados, mientras nos iba contando, una hora tras otra, lo que había significado ser un príncipe de sangre real durante los últimos días del Imperio, antes de que la auténtica grandeza desapareciera definitivamente del mundo.

Cuando nos marchamos aquel día, aún nos dio más regalos.

—Mi hermano era un gran coleccionista —dijo—. Tenía casas enteras llenas de tesoros. Todo ha desaparecido ya, menos lo que veis aquí, de lo que nadie se ha acordado. ¿Quién sabe lo que será de estas cosas cuando yo me vaya? Pero quiero que guardéis esto. Habéis sido muy amables conmigo. Para que os acordéis de mí. Y para que recordéis lo que una vez existió y ya se ha perdido.

A Friya le dio un pequeño anillo de bronce, abollado y rayado, con una cabeza de serpiente, que dijo que había pertenecido al emperador Claudio durante los primeros días del Imperio. A mí me dio una daga, no aquella con joyas incrustadas que yo había visto arriba, sino otra también bonita, con una extraña hoja ondulada, procedente de un reino salvaje en una isla del océano Pacífico. Y para los dos nos dio una bonita estatuilla de suave alabastro blanco, tallada por algún maestro artesano de épocas antiguas, y que representaba a Pan tocando su flauta.

La estatuilla era el regalo perfecto de cumpleaños para la abuela. Se la dimos al día siguiente. Pensamos que le gustaría, ya que todos los antiguos dioses de Roma le eran muy queridos, pero para nuestra sorpresa y consternación, pareció sobresaltarse y enfadarse. Ella la contempló con ojos brillantes y fieros, como si le hubiéramos dado un sapo ponzoñoso.

—¿De dónde habéis sacado esto? ¿De dónde?

Miré a Friya, para advertirle que no diera muchas explicaciones. Pero como solía ocurrir, ella se me adelantó.

—Lo encontramos, abuela. Lo desenterramos.

—¿Lo desenterrasteis?

—En el bosque —tercié yo—.Vamos allí todos los sábados.Ya lo sabes. Pasamos el tiempo dando vueltas. Había un viejo montón de tierra… estábamos escarbando y vimos algo brillante…

Ella le dio una y otra vuelta en sus manos. Nunca la había visto tan preocupada.

—¡Juradme que ha sido así como la habéis encontrado! ¡Venid! ¡Ante el altar de Juno! Quiero que me lo juréis ante la diosa, y después quiero que me llevéis a ese montón de tierra.

Friya me lanzó una mirada de pánico.

Con vacilación yo dije:

—Puede que no volvamos a encontrarlo, abuela. Te lo dije, estábamos dando vueltas… la verdad es que no nos fijamos mucho en dónde estábamos…

Se me subieron los colores y además empecé a tartamudear. No es fácil mentir con credibilidad a tu abuela.

Ella me alargó la estatuilla con la base hacia mí.

—¿Veis estas marcas de aquí? ¿Este pequeño emblema? Es el emblema imperial, Tyr. Es la marca de los cesares. Esta talla perteneció una vez al emperador. ¿Esperas que me crea que hay un tesoro imperial sencillamente enterrado bajo montones de tierra en el bosque? ¡Vamos, ante el altar! ¡Jurad!

—Tan sólo queríamos darte un bonito regalo de cumpleaños, abuela —dijo Friya con dulzura—. No queríamos hacer nada malo.

—Naturalmente que no, niños. Decidme ahora, ¿de dónde ha salido esta cosa?

—De la casa encantada del bosque —dijo ella, y yo asentí con la cabeza en señal de confirmación. ¿Qué podíamos hacer? Nos habría llevado ante el altar a jurar.

Estrictamente hablando, Friya y yo traicionamos a la República. Incluso nosotros mismos lo sabíamos, desde el momento en que nos dimos cuenta de quién era de verdad aquel anciano. Los cesares estaban proscritos desde que cayó el Imperio. Todo el mundo con cierto grado de parentesco de sangre con el emperador estaba condenado a muerte, para que nadie pudiera alzarse y reclamar el trono años después.

Se decía que un puñado de miembros menores de la familia real había conseguido escapar, y proporcionarles ayuda o consuelo suponía una grave infracción.Y quien nosotros habíamos descubierto en el bosque no era un simple primo segundo o un sobrino tercero, era el propio hermano del emperador. De hecho, era el mismísimo y legítimo emperador a ojos de quienes creían que el Imperio nunca había acabado. Y nuestro deber era entregarlo a la justicia. Pero él era tan viejo, tan amable, tan débil. No entendíamos de qué manera podía suponer una amenaza para la República. Aunque él creyera que la Revolución había sido algo demoníaco, y que solamente bajo un cesar escogido por los dioses el mundo podía disfrutar de una paz verdadera.

Eramos niños. No entendíamos qué riesgos estábamos corriendo o a qué peligros estábamos exponiendo a nuestra familia.

Las cosas se pusieron tensas en nuestra casa durante los días siguientes. Nuestra abuela y nuestra madre susurraban conversaciones que no podíamos escuchar. Y entonces, una noche en que las dos estaban hablando con mi padre mientras Friya y yo permanecíamos confinados en nuestra habitación, pudimos oír palabras fuertes e incluso algunos gritos. Después se produjo un silencio largo y frío seguido de más discusiones misteriosas. Luego, las cosas volvieron a la normalidad. Mi abuela nunca puso la estatuilla de Pan en su colección de pequeñas reliquias de los viejos tiempos, ni tampoco se volvió a hablar nunca del tema.

Nos dábamos cuenta de que era en el emblema imperial donde estaba la causa del alboroto. Pero incluso así, no acabábamos de comprender cuál era el problema. Yo siempre había creído que nuestra misma abuela era una partidaria del Imperio. Mucha gente de su edad lo era; y después de todo, ella era una amante de las tradiciones, una sacerdotisa de Juno Teutónica, a quien no le gustaba el culto restablecido de los viejos dioses germánicos que se había extendido en épocas recientes («dioses paganos», los llamaba ella), y había discutido con papá acerca de su insistencia en explicárnoslos a nosotros como él había hecho. De manera que a ella debería haberle agradado tener alguna cosa que hubiera pertenecido a los cesares. Pero como ya he dicho, nosotros sólo éramos unos niños. No tuvimos en cuenta el hecho de que la República trataba con dureza a cualquiera que practicara el «cesarismo». O que, fueran cuales fuesen las creencias políticas privadas de mi abuela, mi padre era el señor incuestionable de nuestro hogar, y un devoto republicano.

—Creo que habéis estado hurgando por los alrededores de aquella vieja casa en ruinas del bosque —dijo mi padre más o menos una semana después—. Permaneced alejados de ella. ¿Me oís? Alejados.

Y eso es lo que haríamos, pues se trataba lisa y llanamente de una orden. Nunca desobedecíamos las órdenes de nuestros padres.

Pero entonces, algunos días más tarde, oí algo a los muchachos mayores de la aldea acerca de una incursión a la casa encantada. Era evidente que Marco Aurelio Schwarzchild había estado hablando sobre el fantasma del rifle brillante a otras personas además de a mí. «Somos cinco contra uno», oí que decía uno. «Deberíamos ser capaces de dar cuenta de él, sea fantasma o no.»

—Pero ¿y qué pasa si tiene un rifle fantasma? —preguntó uno de ellos—. Un rifle fantasma no es para tomarlo a broma.

—Los rifles fantasmas no existen —dijo el que había hablado en primer lugar—. Es un rifle de verdad. Y no nos será difícil quitárselo a un fantasma.

Yo se lo conté todo a Friya.

—¿Que deberíamos hacer? —le pregunté.

—Ir a advertirle. Le van a hacer daño,Tyr.

—Pero papá dijo que…