«Si ella es fea, dices que apetece a todos los hombres que ve, pues saltará como sabueso sobre tales, hasta que encuentre quien con ella se arregle. Ni hay ganso alguno–añades–que vaya por el lago, por pardo que sea, que desee estar sin macho. Y aseguras que es difícil de gobernar una cosa que a ningún hombre place retener con gusto. Esto es lo que tú dices, miserable, cuando te vas a la cama, así como también que ningún hombre sabio debe casarse, ni tampoco el que quiera ir al cielo. ¡Ojalá el violento rayo y el fuego del relámpago te partan ese cuello marchito!
«Dices que humo, y gotera, y mujer brava, echan al hombre de su casa. ¡Ah, benedicite! ¿Qué le pasa a este viejo para regañar?
«Dices que nosotras, las mujeres, queremos ocultar nuestros vicios hasta que nos vemos casadas, y entonces los mostramos. ¡Bien puede ser eso el dicho de algún bribón!
«Dices que los bueyes, los asnos, los caballos y los perros se prueban una y otra vez, así como las jofainas, vasijas, cucharas, taburetes y otros objetos caseros, e igualmente las ollas, paños y enseres, antes de comprarlos; pero que ningún ensayo se hace con las mujeres hasta que están casadas: ¡viejo necio y pícaro! Entonces dices que nosotras sacamos nuestros vicios.
«También aseguras que me disgusto si tú dejas de alabar mi belleza y si no contemplas siempre mi cara con atención y me llamas 'hermosa señora en todo lugar, y si no celebras fiesta el día de mi cumpleaños y me vistes de nuevo y elegante, y si no honras a mi nodriza y a mi doncella dentro de mi aposento, y a la familia y allegados de mi padre. ¡Así dices tú, viejo barril lleno de heces!
«Y aun de nuestro aprendiz Juanito has concebido falsas sospechas, a causa de sus cabellos rizados, que brillan como oro fino, y porque él me acompaña como escudero a todas partes. Aunque tú te murieras mañana, yo no le quiero.
«Pero díme una cosa: ¿por qué escondes (¡mala suerte te caiga!) las llaves de tu cofre fuera de mi alcance? Son bienes míos, lo mismo que tuyos, ¡pardiez! ¡Qué!, ¿piensas convertir en idiota a tu mujer? Mas, por el señor que se llama Santiago, aunque te vuelvas loco de atar, tú no has de ser dueño de mi cuerpo ni de mis bienes; tendrás que renunciar a una de las dos cosas, pese a tus ojos. ¿Qué necesidad tienes de informarte de mí o de espiarme? ¡Yo creo que querrías verme dentro de tu baúl! Tú deberías decir: 'Mujer, vete adonde te plazca, entretente como quieras, que yo no daré fe a ningún chisme; te tengo por esposa fiel, señora Alicia. Nosotras no queremos al marido que pone cuidado y especial atención a dónde vamos; a nosotras nos gusta estar a nuestras anchas.
«Bendito sea entre todos los hombres el sabio astrólogo Don Tolomeo, que dice este proverbio en su Almagesto:
'De todos los hombres alcanza más sabiduría el que jamás se cuida de quién tiene el mundo en la mano'. Por esta sentencia debes entender lo siguiente: teniendo tú bastante, ¿qué necesidad te incita a preocuparte o inquietarte por lo agradablemente que otros viven? Porque, en verdad, viejo chocho, tú poseerás cuando quieras mis partes durante la noche a tu completa satisfacción. Es demasiado gran tacaño el que no permite a un hombre que encienda la luz en su linterna; jamás tendrá por eso menos luz, ¡pardiez! Bastante tienes tú; no debes quejarte.
«Dices también que si nosotras nos ponemos vestidos elegantes y preciosos adornos, peligra por ello nuestra castidad; y para reforzarlo (¡mala suerte tengas!), dices estas palabras, en nombre del Apóstoclass="underline" 'Vosotras, mujeres, debéis ataviaros con vestidos hechos con arreglo a la castidad y al decoro —dice él —, y no con los cabellos trenzados y con piedras finas, como perlas, ni con oro ni con ricos paños'. Ni según tu texto, ni según tu rúbrica, he de obrar un ápice.
«Tú has dicho que yo era semejante a una gata. Porque si alguien chamusca la piel de alguna gata, ésta permanecerá entonces seguramente dentro de la habitación; mas si su piel está lustrosa y fina, no querrá la gata estar en casa medio día, sino que saldrá fuera antes del amanecer, para lucir su piel e ir maullar. Esto quiere decir, señor regañón, que si yo estoy bien puesta, correré a enseñar mi buriel.
«Señor viejo loco, ¿qué te sirve el espiarme? Aunque tú mandes a Argos con sus cien ojos que guarde mi persona como mejor pueda, él no me habrá de guardar, a fe mía, sino según mi deseo; aún puedo yo hacer su barba, así como la tuya.
«Dices también que hay tres cosas que perturban toda la tierra, y que nadie puede sufrir la cuarta. ¡Oh querido señor gruñón, que Jesús acorte tu vida! Además, predicas y dices que la mujer odiosa se cuenta como uno de estos infortunios. ¿No hay otra clase de semblanzas, que tú puedas traer a comparación en tus ejemplos, más que una esposa inocente?
«Tú comparas el amor de la mujer al infierno, a la tierra estéril, donde el agua no existe. La comparas también al fuego griego, que cuanto más quema, tanto más desea consumir todas las cosas combustibles. Dices que así como los gusanos destruyen el árbol, de igual modo la mujer arruina a su marido. Esto lo saben los que están ligados con las mujeres.»
Señores: asimismo, como vosotros habéis oído, hacía yo creer a pie junrillas a mis viejos maridos que decían en su borrachera; y todo era falso, aunque yo tomaba por testigos a Juanito y a mi sobrina. ¡Ah, Señor, las angustias y los dolores que yo causaba a los muy inocentes, por la dulce pasión de Dios! Porque yo sé morder y relinchar como un caballo. Aunque yo fuese la culpable, me quejaba; de otra suerte, hubiera quedado confundida muchas veces. El que primero
llega al molino, antes muele: yo me quejaba primero, y así quedaba detenida nuestra lucha. Ellos se consideraban muy satisfechos excusándose a toda prisa de los delitos que jamás en su vida cometieron.
Yo le acusaba de ir en busca de mujeres, cuando, por razón de su enfermedad, difícilmente podía tenerse de pie. Sin embargo, eso halagaba su corazón, pues imaginaba que yo sentía por él grandísimo cariño. Yo juraba que todas mis salidas por la noche eran para averiguar co n qué muchachas se acostaba; con esa disculpa corría yo no pocas aventuras. Porque ésta es nuestra condición desde que nacemos: Dios ha dado a las mujeres por naturaleza el engaño, las lágrimas
y la disposición para hilar mientras vivan. De este modo, me vanaglorio de que al fin yo quedaba encima, en toda cosa, por astucia, por fuerza o por algún otro medio, como quejas o lamentaciones continuas. En la cama, especialmente, experimentaban ellos su desgracia: allí gruñía yo, y no les daba gusto; si sentía su brazo sobre mi costado, no quería permanecer más tiempo en el lecho hasta que él me hubiese pagado su rescate, permitiéndole entonces satisfacer su necedad. ASÍ que, en vista de eso, vosotros todos, a quienes digo este cuento: gane quien pueda, pues todo se vende. Con las manos vacías no es posible atraer al halcón; para mi provecho tenía yo que aguantar toda su lujuria, fingiendo un falso apetito, y, sin embargo, el tocino no me hizo nunca feliz, lo cual era causa de que yo siempre les regañara. Porque, au n cuando el Papa hubiera estado sentado junto a ellos, yo no me habría contenido en su propia mesa, pues, a fe mía, les devolvía palabra por palabra. Así me ayude de verdad Dios omnipotente, que si yo tuviera que hacer ahora mismo mi testamento, no les debo una palabra que no haya sido pagada. Yo las conducía de tal manera con mi ingenio, que a ellos les tenía más cuenta ceder; de otro modo, jamás hubiéramos estado en paz, pues aun cuando él tuviese el aspecto de un león furioso, habría, con todo, abandonado sus razones.
Entonces decíale yo; «Querido mío, mira qué apariencia tan mansa tiene nuestra oveja Wiikin. ¡Acércate, esposo mío: permíteme que bese tu cara! Tú has de ser muy paciente y humilde, y tener conciencia buena y escrupulosa, ya que tanto predicas sobre la paciencia de Job. Puesto que tan bien sabes sermonear, ten siempre tolerancia, y si no lo haces, nosotras os enseñaremos, a buen seguro, que es cosa excelente mantener paz con la mujer. Uno de nosotros dos debe ceder,